Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos. Javier Protzel

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Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos - Javier Protzel

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evitando la truculencia (el hacha ensangrentada empuñada por Yvon, su mano amenazante extendida ante el mozo del café, el perro lloroso ante los amos muertos). No hay música, salvo el corto fragmento de una Fantasía cromática de Bach tocada por el profesor alcohólico. Todo es manipulación y mezcla de fragmentos en la magistral banda sonora, desde pasos, motores encendidos, puertas abiertas y luego cerradas, hasta los billetes doblados al ser extraídos de cajas, cajeros automáticos y mesas de noche, cuya textura fina se escucha cuando dedos expertos los cuentan con elegancia. Por ello, Bresson fue puliendo su obra a contrapelo de los géneros más convencionales de Occidente, precisamente por ubicarse en una tradición cultural cristiana ajena a la matriz contemporánea del entretenimiento. Esta no puede ser entendida fuera de la secularización de las artes, del desencantamiento de un mundo en el que la experiencia estética se ha disociado de lo sagrado, que se desvanece o se refugia en la esfera íntima. Los géneros cinema-tográficos más exitosos ocupan un lugar central en ella; naturalizan la ilusión presentada en la pantalla, introducen al espectador dentro de la ficción, por supuesto, para brindarle placer. Bresson, en cambio, disociaría naturaleza e ilusión, y no por mostrar la realidad “tal cual es”, sino porque el entretenimiento (para él) banalizado y la contemplación espiritual se oponen. El arte de Bresson va muy atrás; se emparenta con el jansenismo,12 ese catolicismo rigorista concebido por el teólogo holandés Jansenius en el siglo XVII, que predicaba que se debía “renunciar al mundo” para evitar la omnipresencia del pecado. Así lo teorizó el filósofo Pascal y lo expresaron plumas célebres como las de Racine y Madame de La Fayette.

      ¿Es anacrónico el arte de Bresson? De ninguna manera. Aparte de haber sido concebido y producido a lo largo de un periodo de intensos debates sobre la vocación del cine que llegan hasta el día de hoy, sus películas siguen siendo vistas, admiradas y comentadas en un nuevo siglo en el que motivan a los cineastas a asumir la dimensión moral de su oficio.

      La obra de Alexander Sokurov es también heterodoxa y arraigada en la sensibilidad occidental, aunque muy alejada de las concepciones de Bresson. Sokurov empezó a dirigir durante la regresión staliniana de los últimos años de Leonid Breshnev, y en virtual clandestinidad, como su mentor Andrei Tarkovski. La glasnost (deshielo) de Gorbachov le permitió emerger de la actividad subterránea y presentar públicamente unas películas muy originales, cuyo calificativo no debería precisamente ser “de vanguardia”, pues él se ubica fuera de la escena contemporánea. Se remite a otra realidad, a otra dimensión del tiempo, a cierto pasado remoto, precinematográfico, que es a su vez un más allá del cine convencional, vivo en él y en quienes admiran su trabajo.

      Expliquémonos brevemente. Cuando Burch diserta sobre el MRI (modo de representación institucional), enfatiza que la inmersión identificatoria “naturalista” del espectador en los géneros cinematográficos masivos se basa en la iconicidad del signo, vale decir la semejanza de la imagen visual, a la sazón la fotográfica con su referente real. El perfeccionamiento de la fotografía (y actualmente de la alta definición videográfica) a lo largo de la historia de las imágenes en movimiento no ha sido más que la prosecución de ese gran designio icónico de alcanzar una realidad virtual. Es más, la naturalización de lo real buscada por el cine profesional bien pulido ha consistido siempre en borrar las marcas de la enunciación, de las imperfecciones técnicas y demás huellas de la producción, sin lograr eludir aquellos detalles que inevitablemente (o excepcionalmente voluntarios) dan testimonio de la artificialidad de la película y desarman la ilusión de realidad. Ahora bien, hay quienes como Sokurov se ubican en los márgenes de ese postulado dominante, pues sus referentes están más en el arte que en la naturaleza fotografiada e imitada, diciéndolo simplemente. La referencia al arte en Sokurov es, en primer lugar, a la plástica, en especial a la pintura y arquitectura euro-peas de los siglos XVIII y XIX, como él mismo lo declara.13 Y la semejanza de esos cuadros con la realidad está regida tanto por los parámetros perceptivos de otras épocas como por marcos culturales y afectivos de contemplación distintos. Por ello el grado de iconicidad de esa pintura (la semejanza de lo pintado) es, por así decirlo, más modesto e irrelevante para nuestros ojos. Cabe recurrir a la semiótica de Peirce para distinguir otros dos aspectos en el signo, además del icónico: el índice y el símbolo. Estos son, resumida y respectivamente, aquello que singulariza al signo en su aquí y ahora (las marcas de su enunciación), y lo que, por convención aceptada, permite generalizarlo y hacerlo comprensible a una comunidad.14 Una parte de los referentes de Sokurov es esa singularidad de la enunciación pictórica: la particularidad del trazo a pincel, la textura impresa en el óleo de mayor o menor rugosidad, las “imperfecciones” en el dégradé de los matices cromáticos y el contraste entre los elementos presentados. Esas “limitaciones” técnicas para la producción estándar contemporánea de imágenes devienen en virtud para la mirada de Sokurov. Por ello, busca romper el principio de la iconicidad e introducirse en los índices de la enunciación de otra época para revalorizarlos y transmitir sus contenidos anímicos (o equivalentes) a esta. Pero no se trata de imágenes fijas, sino de relatos, de filmes. Las secuencias de estos asumen también el ritmo de los climas que busca comunicar.

      Mat i syn (Madre e hijo, 1996), largometraje que lo dio a conocer inter-nacionalmente al ser presentado en Berlín, es modélico. En sesenta y siete minutos narra la intensa relación, casi simbiótica, de una madre moribunda con su hijo en una pequeña casa de campo de madera (datcha). Hay mucha ternura y dolor ante la llegada inminente de la separación definitiva. Ambos personajes forman parte de un lugar idílico y aislado, como si su afecto idealizado fuese el ingrediente que le da vida y movimiento a algún cuadro ruso del siglo XIX, en el que ambos personajes podrían aparecer. Junto a los cielos nubosos, los trigales amarillentos peinados por el viento de la tarde y las altas copas de los árboles oscuros, Sokurov reproduce las relaciones humanas que la naturaleza metaforiza.15 La fotografía es trabajada mediante deformaciones ópticas conseguidas con lentes anamórficos, filtros de colores e incluso vidrios pintados. Los diálogos son escasos; son el rumor del viento y la lluvia, el crujir de la madera y el sonido de los pasos los que marcan la lentitud de la acción, cuya cadencia corresponde al tono de contemplación minuciosa de los cuerpos y del paisaje hasta el final en que la madre muere. Sokurov tiene una confesa aspiración a una expresión universal: así como la separación de la madre y el hijo es trágica en tanto equivale a la separación del hombre de la madrenaturaleza, en todos sus personajes hay un “sentido escondido, aspectos dramáticos ontológicos, en última instancia generalizables a la experiencia de una generación, de una época…”.16

      Por otro lado, en Verborgene Seiten (sin título en castellano, traducible como Páginas ocultas, 1993) Sokurov se inspira en el ambiente y las ideas de Crimen y castigo de Dostoievski. A diferencia de Madre e hijo, aquí no hay un referente pictórico; es un universo literario al cual el realizador nos introduce. Para él no se trata de contar la novela, sino de recrear el San Petersburgo en que discurre el tormento de Raskolnikov, como si hojease el libro buscando los pasajes que más le impresionaron. La reconstitución histórica es minuciosa, pero en vez de mostrar los monumentos grandiosos y las perspectivas del río Neva dirige su atención al lado sórdido de la ciudad. Sokurov nos sumerge en la quintaesencia de la atmósfera dostoievskiana, en detalles inherentes al texto pero que este omite: edificios miserables, calles sin cielo, canales de aguas turbias cubiertas de vapor y humo, sobrevolados por una que otra gaviota recordándonos que la naturaleza no está lejos. La resurrección de este pasado denso, asfixiante, expuesto al estado puro es el centro del filme y seguramente la mayor motivación del realizador. No hay trama, y los diálogos son tan escasos que el filme parece haber sido concebido como una pintura, un fresco, una foto antigua casi sin color de significado enigmático que nos es dada a comprender. Vemos a un hombre joven deambular confundido, buscando algo por esos bajos fondos. El movimiento de la cámara y la acción son tan lentos que el tiempo parece congelado. Reconocemos a Raskolnikov, consumido por la culpa de haber asesinado a la anciana arrendadora de su habitación. Encuentra a Sonia Semenerovna, la muchacha mitad prostituta, mitad santa de la novela, que lo alivia y lo absuelve. Después es apresado y golpeado por la policía, no se sabe bien por qué. Es difícil e innecesario encasillar esta película

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