Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos. Javier Protzel

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Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos - Javier Protzel

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      El reverso de la medalla lo veremos más tarde en la brillante Ruskiy kovcheg (El arca rusa, 2002), inmersión en el San Petersburgo más suntuoso, el del museo del Hermitage y el Palacio de Invierno de Pedro el Grande, en que reanima con alegría los tres siglos de su historia. Con este gran espectáculo Sokurov busca explícitamente la identificación del espectador con la cámara y con el sujeto narrador. No se cuenta una historia; la película es más bien un paseo. Al iniciarse, sobre un fondo negro este narrador (Sokurov mismo) dice haber recuperado la memoria tras un infortunado “accidente” (¿el comunismo?) sin saber exactamente por qué se encuentra ahí, en el Hermitage y en el siglo XVIII. El travelling casi incesante de la cámara en medio de oficiales y aristócratas que ingresan al palacio encuentra al guía y “emisario” de Sokurov, un diplomático francés con título nobiliario vestido a la usanza del siglo XIX. Él tampoco comprende bien por qué está ahí. Nos acompaña durante los noventa y cinco minutos de duración de esta película rodada en continuidad, sin un solo corte. Entendido en arte e historia, el personaje va atravesando los corredores y galerías del Hermitage seguido por un lente de gran ángulo por momentos deformante, viendo, tocando, oliendo los óleos, las estatuas, los ornamentos de oro y de porcelana; criticando, bromeando, explicando los cuadros a un destinatario indefinido (¿el espectador, Sokurov?) En algunos salones no lo ven; los recorre sin que se sepa si él es el fantasma o bien lo son las damas y caballeros tan elegantes de la nobleza que ríen y conversan. Se cruza con Catalina la Grande, ve al zar Pedro dándole una golpiza a un lacayo. En otras galerías hay gente con vestimenta actual: hombres y mujeres asombrados de ver a este sujeto de modales y vestido estrambóticos reprocharles su mal gusto y aludir a su estancia en Viena con el príncipe Metternich.

      ¿Desde dónde se expresa Sokurov? ¿Es una reminiscencia poscomunista de Rusia? ¿O se sitúa imaginariamente en el pasado para desde este mirar al presente, viéndolo como futuro trágico y decadente? ¿O bien su esfuerzo consiste en darle protagonismo a todo el arte expuesto en el museo, a esa estética de los siglos XVIII y XIX con la cual tanto se identifica, como afirmando su cosmovisión propia, que consagra la eternidad de las obras y la transitoriedad de los hombres? Para Sokurov, inspirarse en la pintura europea de dos y tres siglos atrás, en Turner y los románticos alemanes, no es simplemente un gusto personal confeso; es asumir que la atemporalidad del arte (plástica en este caso) está más allá de los límites del cine, no debiéndose reducir este por lo tanto a la narración diegética. El referente mismo de la expresión cinematográfica debe trascender el “realismo óptico” del que según él adolece la mirada contemporánea. Le dice a Cahiers du Cinéma que:

      El cine óptico “tradicional” halaga al espectador, a su gusto por la verosimilitud, pero casi nadie trabaja para sobrepasar la realidad óptica. ¿Acaso se preguntaron ustedes por qué la mayoría de los cineastas no sabe pintar? Aprender el dibujo requiere de una inmensa suma de trabajo y de una gran voluntad, la misma que supone emanciparse del realismo óptico.17

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      Kenyi Mizoguchi, Ugetsu monogatari (1953).

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      Yasuhiro Ozu, Tokyo monogatari (1953).

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      Robert Bresson, Pickpocket (1959).

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      Robert Bresson, Diario de un cura rural (1950).

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      Alexander Sokurov, El arca rusa (2002).

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      Alexander Sokurov, Madre e hijo (1996).

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      Satyajit Ray, Charulata (1964).

      Segunda parte

      Cines latinoamericanos. Entre el mimetismo y la originalidad

       América Latina contribuyó a elaborar suspropios íconos a través de relaciones complejas y pendulares con las dos Romas, el Viejo Continente y el naciente Imperio planetario.

      PAULO ANTONIO PARANAGUÁ

       Más allá de la rigurosa geografía, no creo que Latinoamérica exista como concepto cinematográfico.

      ARTURO RIPSTEIN

      La singularidad que le hemos reconocido a las cinematografías de la India y el Japón en la parte anterior da testimonio en cada caso de una notable autonomía, cimentada menos sobre el relativo aislamiento de sus pueblos que sobre una historia cultural cuyo espesor le restó fuerza a la influencia artística de Occidente desde sus primeros contactos con esas civilizaciones. Vimos también que nunca fueron insensibles a las imágenes en movimiento de Europa y Estados Unidos, y que incluso las dos últimas dé cadas del siglo pasado recibieron mucho más influencia de Hollywood al calor de la mundialización de los mercados. Pese a ello, estas cinematografías, como otras “periféricas”, ni han perdido su perfil propio ni sus públicos han dejado de preferirlas, a diferencia de lo ocurrido en la larga historia del cine latinoamericano. En este capítulo me propongo situar someramente a las cinematografías de nuestro continente según el grado de diferenciación que han alcanzado frente a las más poderosas, en especial la estadounidense, así como reflexionar sobre la receptividad de los públicos. El lugar ocupado por la cinematografía nacional –si cabe el término, como veremos– en los imaginarios de los espectadores de los países más significativos resulta crucial por lo menos por tres razones. Primero, para evaluar cuánto hay de una expresión narrativa original que atraiga públicos numerosos y los haga reconocerse en ella. Segundo, esa indagación necesariamente nos lleva a una comparación a doble escala, la del Estadonación y la del continente: ¿hasta qué punto la producción y el consumo de nuestras películas singulariza a cada país y al conjunto de países –contrastando, por ejemplo, con la India, el Japón o la China– como un bloque geocultural frente al resto del mundo? O dicho de otro modo, ¿existe verdaderamente un cine latinoamericano en tanto producción sostenida, al mismo tiempo que como parte del habitus cultural de extensas audiencias, o bien somos un apéndice del cine hegemónico con ciertas particularidades geolingüísticas? Más allá de las retóricas oficiales, la existencia o no de una “identidad” latinoamericana es un asunto político de cara al futuro.

      El legado de historias culturales comunes y articuladas se hace progresivamente más claro a medida que percibimos nuestras diferencias frente a otros bloques geoculturales, pese a estar lejos de constituir una unidad, y sin que esto sea forzosamente lo deseable, lo cual nos lleva a la tercera razón. Las imágenes en movimiento han estado y están estrechamente asociadas a la modernidad y a la integración nacional por haber sido la base generadora del público urbano, el actor cultural por excelencia del siglo XX. Estas imágenes presentan en la pantalla relatos que convocan los deseos y temores característicos de extensas colectividades, a su vez fundadores de arquetipos y estilos narrativos que a lo largo del tiempo se tornan emblemáticos y se depositan en una memoria común. El creador de relatos y su posterior consumidor desencadenan un círculo virtuoso de mutuas influencias, que llevan a la construcción de un cine nacional. El uno toma parte de la mirada del otro y viceversa, en un juego de espejos que paulatinamente se va asentando y generando una sensibilidad fílmica propia de

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