Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos. Javier Protzel

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Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos - Javier Protzel

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la obra de arte es un constructo humano y no hay realidades “esencialmente” bellas (ni feas). Son las cualidades del artista para darle forma a cierta presentación de la realidad, para que esta sea contemplada por los otros a través de la mirada, del gesto de ese artista. Cada obra de arte –cinematográfica en este caso– es única, en la medida en que la puesta en forma para conseguir determinados resultados requiere de una labor ad hoc, específica, de aplicación de ciertos códigos y recursos técnicos a la materia sobre la cual el autor tra-baja.

      Y también es tributaria de determinadas condiciones concretas de producción. Así, las cartas de ciudadanía del cine como creación individual se consolidaron durante la década de los cincuenta en Francia, cuando desde la revista Cahiers du Cinéma se lanzó la “política de los autores” y el teórico André Bazin enfatizaba la idea de puesta en escena como acto individual de creación fílmica.2 Pero esa orientación autoral tampoco es indisociable del estado de las tecnologías y las industrias. El surgimiento de las “nuevas olas” puede asociarse con la aparición de equipos de toma de imágenes y sonido más ligeros y baratos en comunidades de creadores ávidos de una expresión más personal y cercana a la realidad cotidiana, o en todo caso ajena a las fantasías de capa y espada y a los decorados prefabricados de Hollywood, pero también de Boulogne y Cinecittà, en contra de cuyo sistema de industria masiva se situaban. Típico fenómeno de la segunda posguerra, en que el trabajo de los grandes estudios mantuvo el vigor de su sistema de producción fabril hasta los años sesenta a ambos lados del Atlántico. En Norteamérica, con las inmensas inversiones que permitía la bonanza de los cincuenta, recurriendo a todo el gran espectáculo que pudiese contrarrestar la competencia de la televisión; en Europa con grandes dificultades para seguirle el paso a Hollywood.3

      Sería ingenuo pensar que el rumbo del cine pende únicamente de determinismos económicos y tecnológicos. Así, el marco generacional francés de tres décadas de posguerra prosiguió, en mi opinión, los vínculos que las vanguardias narrativas, dramatúrgicas y artísticas anteriores –y en muchos casos sus compromisos ideológicos– tenían desde antes con el cine, combinándose con las nuevas inquietudes sembradas por el cine norteamericano. Era, en consecuencia, normal que la comunidad crítica francesa reaccionase con ambivalencia, admirando la perfección alcanzada por artesanos como Howard Hawks y Nicholas Ray en sus grandes espectáculos a espacio abierto, al mismo tiempo que afirmaba la posibilidad de hacer guiones y dirigir una película en guisa de narración personal. Panorama muy complejo del que deben resaltarse ciertos rasgos pertinentes. Algunas industrias europeas con géneros ya desarrollados desde décadas anteriores a la guerra se afirmaron bajo distintas modalidades. En Francia, los imaginarios del cine negro de Henri-Georges Clouzot llegaron bastante más lejos en el tiempo que su obra maestra, Le corbeau (El cuervo, 1943), y tanto las comedias de gran espectáculo con referentes teatrales o de época como las de René Clair y Sacha Guitry, o los filmes de Duvivier o Carné llamados de “realismo poético”, así como los de Renoir, alcanzaron fácilmente los años cincuenta. Trayectorias muy marcadas por el peso de las letras –las escrituras novelesca y escénica– en la tradición de las élites culturales de ese país. Más claro es el boom de la comedia italiana de los Comencini, Monicelli o Risi, más inspirado en la oralidad y lo grotesco del espectáculo popular.

      Con otros ejemplos podría señalarse resumidamente que el ideal diegético del cine occidental a fin de cuentas nunca fue un modo de representación homogéneo en cada cinematografía nacional, pese a la influencia de Hollywood y a la estandarización de los procedimientos narrativos (identificación del espectador con la cámara, angulaciones visuales, ejes de miradas, montaje, convenciones lumínicas, metonimias musicales, planos sonoros, etcétera). Por el contrario, muchos realizadores han cuestionado ese modo de representación institucional innovando en sus lenguajes para lograr expresar un arte a menudo ubicado en los márgenes del mainstream de o inspirado por Hollywood (sin excluir entre estos, por cierto, a muchos realizadores norteamericanos). Y es que el clima de los campos culturales que circunda a las comunidades de creación fílmica en cada país y época puede haber influido decisivamente para perfilarlas, independientemente de los factores de mercado. El reconocimiento social de la calidad de una obra no significa necesariamente una voluminosa contrapartida de taquilla. Pueden ser de dominio público los prestigios de un Wenders o de un Erice, ahí donde el público mayoritario alemán o español prefiere pagar su dinero para ver un blockbuster con Tom Cruise.

      Las políticas públicas cinematográficas más sostenidas en el tiempo han sido las europeas, occidentales y centrales. Sus actividades se han dirigido al cultivo del público y al fomento de la producción, es cierto. Pero el telón de fondo no ha sido ni el propósito educativo ni el empresarial, sino la generación de obras de alta calidad que mantenga vivo el cine nacional, y no precisamente oficial. Además, esas políticas están insertas en sus respectivos contextos locales de diferenciación y promoción cultural, como si el Estado-nación hubiese decidido en la posguerra resistir al peso avasallador de las majors, protegiendo su patrimonio y reeditando las viejas tradiciones del mecenazgo. Junto a esos márgenes de autonomía entre la promoción de la creación y la lógica del mercado hay otro elemento original. Es la posibilidad de apreciación crítica y estética difundida masivamente por los sistemas educativos de alta calidad de ciertos países, que permiten dar un curso coherente a la historia cultural, colocando al cine entre las artes y sustrayéndolo de su farandulización por el periodismo.4 Los márgenes de libertad de creación han podido entonces ensancharse, permitiendo a algunos autores, vivos o muertos, no alinearse en la ortodoxia del entretenimiento diegético.

      Quisiera referirme a dos realizadores, Robert Bresson y Alexander Sokurov. Los escojo por preferencia personal –podrían ser otros–, sin que ello afecte mi propósito. Si ambos autores se han consagrado por el valor artístico de sus obras (juicio que aunque compartido por muchos no deja de ser subjetivo por quienes lo enuncien), lo que es inobjetable en ellos es su singularidad, sus marcadas diferencias respecto a un canon fílmico. Lo son, a su manera, como el de los maestros japoneses y el hindú abordados anteriormente. La elaboración de una mirada propia no es ni podría ser, sin embargo, una creación ex nihilo, una fantasía gratuita. No está desvinculada, qué duda cabe, ni de las narrativas vigentes ni de los géneros que las expresan. Y en materia de narrativa cinematográfica siempre hay una relación institucionalizada con la realidad. Frodon pone en relieve el espesor de lo real de la producción cinematográfica, debido a las limitaciones técnicas, de presupuesto y de mercado inevitablemente impuestas no importa cuál sea el prestigio de su autor, a diferencia de otras artes. Por ello, independientemente de ser una pesada constricción para el realizador, las condiciones materiales de producción también los anclan a él y sus películas a una época y a un lugar del que son testimonio, y a un público cuyas huellas aparecen, traslúcidas, en el contenido de la narración. Es cierto que los márgenes de autonomía ganados con la tecnología digital y de alta definición liberan; permiten personalizar y abaratar la producción, pero al mismo tiempo podrían conducir al realizador a cierto hermetismo.5 La mirada de un realizador vendría a ser, entonces, la singular relación con lo real adoptada con su don creativo, pero también con la ideación –aunque sea mínima– de su destinatario, pues aun el poema más esotérico contiene, implícitas, las huellas de su destinatario.6 La relación con la realidad no pone en juego la verdad, sino un compromiso ético frente a la realidad y frente al espectador subyacente.7

      Así como detrás de muchas películas pueden manipularse relaciones de fuerza, de subordinación, o como suele ocurrir, dar estereotipos engañosos, Bresson asume plenamente ese compromiso en su obra, que él no llama “cine” (traduciendo de cinéma) sino “cinematógrafo” (cinématographe),8 al concebir su arte de modo radicalmente distinto de cualquiera proveniente de la puesta en escena heredada del teatro. Para Bresson la puesta en escena es un artificio, y el actor profesional interpretando personajes conduce a transmitir apariencias; no hay actores sino “modelos”, portadores de una personalidad propia que en cierto modo es “injertada” en la ficción para enriquecerla naturalizándola. Señala en sus Notas: “Modelo.

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