Malestar en la civilización digital. Jean-Paul Lafrance
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La plataformización de la web
Actualmente, asistimos a una plataformización generalizada de la web, en el sentido de que el usuario ya no puede comunicarse con la empresa si no es pasando por su plataforma repleta de algoritmos1, es decir, de reglas que guían al usuario en su proceso de consumo. Hoy internet está casi totalmente privatizado; cuando el consumidor quiere aprovechar un servicio, cae necesariamente en una plataforma que establece el tipo de información que ella le ofrece (en síntesis, según su perfil). A veces se asocia el término plataformización a un área de actividad, por ejemplo, en las expresiones como plataformización de la economía, de la política o de la prensa, que buscan describir la tendencia en esas áreas a desligarse de los modelos tradicionales aprovechando el potencial ofrecido por la web. Por extensión, el término plataformización, en ocasiones, se emplea para designar el efecto perturbador que tal práctica puede implicar en un sector de actividad.
Otros usan también la expresión uberización, en referencia al modelo económico de Uber que constituye un buen ejemplo de dicho fenómeno. En efecto, la única manera de comunicarse con la empresa de transporte es pasando por la aplicación Uber.com, que administra el conjunto de la operación y de la utilización del servicio de taxi. Los conductores ahora trabajan para la plataforma, que establece, a través de un algoritmo numérico, las condiciones de trabajo, el precio del servicio informático y del recorrido, y comunican los pedidos de los clientes indicando el mejor trayecto; los clientes, por su parte, reciben sus instrucciones para tomar el auto y pagan el precio fijado. De ello resulta que la empresa “desaparece” en provecho de una organización tecnocrática sin alma y sin responsabilidad alguna más que la que determina el contrato establecido por ella misma. Uber X o Uber BV2 es una entidad aparte de la empresa Uber y puede no sentirse responsable de sus trabajadores (que, además, son considerados como trabajadores autónomos, sin seguros, sin fondo de pensión, sin licencia por enfermedad, etcétera). En Montreal, Uber X no quiere ser regulado por la Oficina del Taxi de Montreal (BTM, por sus siglas en francés); es un servicio, según afirma, y no una empresa con responsabilidades sociales. Airbnb es una plataforma de la misma naturaleza que perturba la industria del turismo. Sin regulación estatal, esas empresas operan como en la era del capitalismo salvaje: sin obligaciones sociales, únicamente con las reglas que se fijan ellas mismas o que el mercado les dicta.
Los grandes ecosistemas como Amazon, Apple, Microsoft, Facebook, Google, Netflix, Expedia y muchos otros ofrecen sus servicios, y es el mercado el que regula; incluso son extremadamente alérgicos a una regulación estatal, especialmente en la América de Donald Trump. Esas megaempresas intentan por todos los medios aplicar ese régimen por todo el mundo. Incluso ello se vuelve norma para aprovechar los beneficios de la economía digital.
El capitalismo de vigilancia
El escándalo de Facebook, cuyos pormenores explicaremos en el próximo capítulo, solo es un episodio de la influencia de las GAFAM sobre el Estado y la política. El conjunto de la privatización de la web y el fenómeno de la creación de plataformas de servicios informatizados es un indicador de la importancia que ha alcanzado la digitalización en la economía contemporánea. Por otra parte, observamos el fenómeno de la toma de control de la industria digital privatizada sobre gran parte de los gastos públicos relativos al consumo, la salud, la educación, el transporte y otros servicios públicos. La experta Shoshana Zuboff (2018)3 describe el capitalismo de vigilancia en la jerga de los economistas políticos. Ella sostiene que a partir de la lógica de racionalización del trabajo se pasó a una sociedad de mercado cuyos comportamientos individuales y colectivos son cuantificados, analizados, vigilados, gracias a los big data, y que todo ello concurre al advenimiento de un régimen socioeconómico regulado por mecanismos de extracción de los datos, de su procesamiento, de su mercantilización y de su control.
Sin embargo, ese régimen no se enfrenta al Estado como desearían los defensores del neoliberalismo, y peor aún, los del libertarismo, que considera al Estado como una instancia que restringe las libertades individuales y estorba la productividad de las empresas creativas. Una sociedad digital funciona con la innovación, y lo que se adora como el becerro de oro por parte de las GAFAM son los millones que ellas invierten en investigación y desarrollo (I&D). Pero si miramos más lejos, podemos decir que existe una dialéctica entre el Estado y el mercado que podría ser beneficiosa para todos y conduciría a una forma de equilibrio aceptable. Pero no es ciertamente el caso.
La alianza entre los regímenes políticos y los grandes ecosistemas
Se torna necesario observar cómo la política se vuelve un punto de apoyo para los grandes ecosistemas tecnológicos, a medida que los sistemas políticos ya no son capaces de administrar las grandes corporaciones públicas. Así, los gobiernos privatizan (en parte o totalmente) los grandes servicios públicos, como el correo, las telecomunicaciones, el tren, la electricidad o el gas, bajo pretexto de que ya no son rentables (porque están contaminados por el nepotismo, los escándalos políticos o las élites financieras cercanas al poder). Frente a los déficits abismales de los ministerios de Salud y Servicios Sociales, de Educación y de Obras Públicas, muchos sueñan con alejar esos organismos de la política y de los políticos, en favor de reestructuraciones administrativas y tecnológicas. Incluso los gobiernos son confiados a técnicos, como aconteció en Bélgica, donde no hubo gobierno electo durante más de un año (el abogado Yves Duterme se ocupó de los asuntos corrientes), y en Italia con el gobierno “de los técnicos”, bajo la dirección de Mario Monti4. Pasamos de un régimen político a un régimen apolítico, que organiza los equilibrios sociales sobre los principios de la oferta de mercado. Los instrumentos de esta organización son los big data y la capacidad de modelar la sociedad a partir de la oferta (Masutti, 2016).
La sociedad actual ya no puede ser analizada como un régimen ultraliberal al que se opondrían valores de igualdad o de solidaridad. Esta dialéctica está superada, porque el contrato social cambió de naturaleza: hoy la legitimidad del Estado se basa en mecanismos de experticia mediante los cuales el capitalismo de vigilancia impone una lógica de mercado en todos los niveles de la organización socioeconómica, desde la decisión pública al compromiso político. Para comprender hasta qué punto cambió el terreno democrático, y lo que ello implica en la organización de una nación, es necesario analizar sucesivamente el rol de los monopolios digitales (por ejemplo, las GAFAM), las opciones de gobernanza que implican, y comprender cómo esa ideología no es teorizada sino de alguna forma autolegitimada, casi vuelta necesaria porque no se le opone ninguna otra opción política. Como los gobiernos son incapaces de imponer las normas de control de la contaminación (porque tienen que hacerse reelegir cada cuatro o cinco años y trabajan básicamente a corto plazo), algunos sueñan con confiar la cuestión ecológica a una instancia independiente de la política, de los políticos y de los lobbies de toda clase…
¿El capitalismo de vigilancia implicaría el fin de la democracia?
Las empresas desarrollan prácticas de extracción de datos que aniquilan toda reciprocidad del contrato con los usuarios, hasta crear un mercado de la cotidianidad (nuestros datos más íntimos y, a la vez, los más sociales). Nuestras conductas y nuestra experiencia cotidiana se convierten en el objeto del mercado y condicionan incluso la producción de bienes industriales (cuya venta depende de nuestros comportamientos como consumidores). Más aún, ese mercado no está más sometido a las vueltas del azar, del riesgo