Malestar en la civilización digital. Jean-Paul Lafrance

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los que son objeto de una predictibilidad tanto más exacta cuanto que los big data puede ser analizados con métodos a gran escala y cada vez más fiables.

      ¿Por qué afirmamos que pasamos de un régimen político a uno apolítico? Porque la mayor parte de las decisiones y de los órganos operativos de hoy están motivados y guiados por consideraciones relativas a situaciones declaradas imperativas y no por perspectivas políticas. El capitalismo de vigilancia induce no solo el fin del mercado liberal (visto como lugar de intercambios equilibrado de bienes y servicios competitivos), sino que excluye toda posibilidad de regulación por parte de los ciudadanos: estos son considerados únicamente como “usuarios de servicios”, es decir, como consumidores, y el Estado como un proveedor de servicios públicos. Y la decisión pública, por su parte, es un asunto de acuerdo entre los monopolios y el Estado. Un “gobierno de los técnicos”, como se ha visto en Europa, se presenta, por un lado, como el gobierno de la objetividad y de las cifras, que puede rendir cuentas a la Unión Europea y al sistema financiero internacional, y, por otro lado, como el primer gobierno independiente de los partidos. La tecnocracia, como la experticia, se sitúa fuera de los partidos y responde usualmente a los límites de la centralización propios de la decisión pública, y no del poder político y de la discusión de los ciudadanos.

      La conjunción entre la concepción del mercado como único organismo gubernamental de las relaciones sociales y de la experticia que determina los contextos y las necesidades de la toma de decisión ha permitido la emergencia de un terreno favorable al Estado-GAFAM. Para convencerse de ello, basta con echar una mirada a lo que se ha llamado la “modernización del Estado”. Las concepciones de la economía mencionadas se resumen de la siguiente manera:

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      Capítulo 2

      Lo que nos revela el escándalo de Facebook sobre la utilización de los datos personales

      Urge reconocer que el ciberespacio está constituido por ciudadanos, y no solo por consumidores que prestan su consentimiento.

      (Trudel, 27 de marzo del 2018)1

      Recordemos brevemente el escándalo de Facebook, que a fines de febrero del 2018 reveló a la opinión pública que la firma Cambridge Analytica había utilizado sin autorización los datos personales de 80 millones de usuarios de Facebook para influir en la elección americana de Donald Trump y la victoria del brexit en Inglaterra. Esa explotación vilmente mercantil de los datos personales de millones de usuarios de Facebook muestra la cara oculta de ese actor tan dilecto de la industria digital2, miembro del club de empresas multimillonarias GAFAM. A pesar de las airadas protestas de los políticos, bien lo temíamos: no hay nada gratuito en la utilización de servicios públicos ofrecidos por un proveedor privado. ¿Alguien podía imaginar que la revolución digital —y la eclosión de la inteligencia artificial— nos conduciría a la corrupción electoral en todas partes del mundo?

      De acuerdo con las informaciones recogidas por la cadena británica BBC y las investigaciones de los periódicos The Guardian en Inglaterra, y The New York Times y The Observer en Estados Unidos, la consultora política Cambridge Analytica habría intervenido en varias campañas electorales en los cinco continentes. La lista de los países donde se recogieron datos personales que podrían servir a fines electorales es larga. Además del uso abusivo de datos relativos a los usuarios de redes sociales, uno de sus exempleados reconoció que la empresa había recurrido a falsas noticias para influir sobre un segmento de electores.

      Se necesitaba ciertamente que un escándalo político-financiero de escala internacional revelara a la opinión pública lo que numerosos expertos ya habían predicho hace tiempo. El rol de las redes sociales se conocía desde la primera campaña victoriosa de Obama a la presidencia de Estados Unidos en el 2008: primero, con la segmentación de una clientela probablemente favorable a un candidato, y segundo, con la posibilidad de ese candidato de enviar mensajes específicos a ese blanco de futuros electores. Entonces, lo que se había hecho de forma relativamente artesanal en el 2008 se perfeccionó después con la evolución del procesamiento informático de los big data y el progreso de la inteligencia artificial (IA). Gracias a los generosos donantes del Partido Republicano (en respuesta a las solicitudes de la Organización Trump), la firma Cambridge Analytica desarrolló una verdadera industria del perfilado de la clientela conservadora y una fábrica de noticias falsas (fake news), lo que probablemente fue suficiente para asegurar la elección del improbable presidente.

      Tal estratagema influyó seguramente en el resultado del brexit3 en Inglaterra y la imprevista elección de Donald Trump. En este último caso, fue una organización rusa (probablemente teledirigida por las más altas autoridades del Kremlin) la que inundó el público americano con falsas noticias sobre Hillary Clinton. Obviamente, Mark Zuckerberg, el omnipresente y sonriente presidente de Facebook, se deshizo en excusas (?) frente a las protestas de los representantes políticos americanos, canadienses y británicos, confesando que su empresa había sido engañada por personas deshonestas (no era la primera vez que le sucedía, ¡y no iba a ser la última!). Pues bien, se sabe que la utilización y la venta de las informaciones de los 2000 millones de sus usuarios constituyen el capital de Facebook, pero también de Amazon, de Apple, de Microsoft y de Google (las GAFAM), lo que les permite obtener sus miles de millones de lucro a cambio de sus “servicios gratuitos”. Solo Google y Facebook controlan hoy el 75 % de los ingresos publicitarios en Canadá4. El total de los ingresos de las plataformas se estima en 40 000 millones de dólares americanos. ¿Por qué repentinamente “por espíritu de civismo” ellas dejarían de percibir esa gigantesca fortuna?

      El escándalo de Facebook y la vulneración de la democracia

      Luego de haber conmocionado los sectores de los periódicos y la imprenta, la industria de la música y del entretenimiento (entertainment), de las finanzas y del comercio minorista, la digitalización transforma ahora la política. Analicemos el escenario que condujo a este peligroso precedente de la manipulación de datos personales con fines político-partidarios:

       1. Venta de datos brutos por Facebook

      Conforme a su política y su modelo de negocios, Facebook vende datos personales “brutos”, es decir, datos no procesados, a una sociedad americana, Cambridge Analytica, uno de cuyos fundadores es Steve Bannon, vicepresidente de la compañía y director del diario de extrema derecha Breitbart News, y, posteriormente, asesor de Donald Trump.

       2. Un subcontratista (GSR) analiza los datos

      Para hacerse con esos datos, la empresa pasó por un subcontratista: Global Science Research (GSR), que pertenece al investigador Aleksandr Kogan. En ella se concibió una aplicación de juego-cuestionario para Facebook llamada Thisisyourdigitallife, que él presenta a la red social como destinada a un estudio académico5. Kogan, por intermedio de su firma, remunera a varios centenares de miles de internautas por sus respuestas. Dicha aplicación incluye un cuestionario y requiere que el usuario esté conectado a su plataforma e inscrito en los listados electorales estadounidenses para llenarlo. Además de sus respuestas al cuestionario, los internautas encuestados le otorgan a la aplicación el acceso a muchos datos personales que figuran en su cuenta de Facebook. Adicionalmente, la aplicación saca provecho de una funcionalidad de la red social que le permite aspirar también a datos personales que pertenecen a los contactos de los usuarios que responden al cuestionario. La aplicación fue instalada por 305 000 personas en todo el mundo, según Facebook, y alcanzó de rebote a 87 millones de usuarios (Untersinger, 18 de marzo del 2018).

      

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