Contra la corriente. John C. Lennox

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Contra la corriente - John C. Lennox

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tendencia a relativizar afecta de forma inevitable los valores y al final incluso la verdad en sí misma. Este aspecto del postmodernismo está lejos de ser nuevo. Alrededor de tres siglos después de la época de Daniel, el sofista griego Protágoras desestimó la noción de la verdad absoluta sobre la base de que las personas bien podrían tener diferentes opiniones sobre si el viento se sentía frío o no. Más tarde, Sócrates expuso el error en la lógica de Protágoras, al hacer la distinción entre la verdad objetiva y nuestra respuesta subjetiva a ella. Nos preguntamos qué habría hecho Protágoras con un termómetro.

      En el centro del postmodernismo yace una patente auto contradicción. Espera que aceptemos como verdad absoluta que no existen verdades absolutas. Debemos notar esta característica común y funestamente errónea del pensamiento relativista: trata de excluirse a sí mismo de sus propios pronunciamientos. El hecho es que nadie puede vivir sin un concepto de verdad absoluta. Si usted no cree esto, trate de convencer a un gerente de banco de que las cifras rojas que ve en su computadora debajo de su número de cuenta no son valores absolutos.

      De hecho, en los negocios prácticos y comunes de la vida, las personas tienden a ser relativistas solo en aquellas áreas que consideran asuntos de opiniones y no de hechos. Todos actuamos como si creyésemos que los relojes nos indican la verdad sobre el tiempo. No somos pluralistas sobre si Londres es la capital de Inglaterra, o si 2+2=4. Los nuevos ateos no son postmodernos cuando se trata de proclamar la verdad del ateísmo y negar la existencia de Dios.

      Este punto merita énfasis. Es muy superficial expresar que alguien es un relativista, por la sencilla razón de que nadie es un relativista en todas las áreas. De hecho, en la mayoría de las áreas, todos resultamos ser absolutistas.

      CAPÍTULO 4

      CUESTIÓN DE IDENTIDAD

      Daniel 1

      Aunque Nabucodonosor era un monarca despiadado, poseía la inteligencia y perspicacia suficientes como para no adoptar una política de total opresión a la hora de gobernar sobre los disímiles pueblos de su imperio. Creía que podía cambiar a las personas, así que elegía a los más capaces entre los cautivos de las naciones conquistadas y los entrenaba a fondo. Adiestraba a los jóvenes porque generalmente las personas mayores tienen conductas muy arraigadas y resulta más difícil moldearlas. Debían ser bien parecidos, poseer una excelente presencia física y mostrar grandes aptitudes tanto intelectuales como administrativas. Era necesario que aprendieran el idioma y la literatura babilónicos. Nabucodonosor conocía la importancia del lenguaje y de las letras en el proceso de asimilación cultural. Insistía en que su futura élite recibiera un curso intensivo de saturación cultural por tres años. Su intención a todas luces era que, al finalizarlo, los aprendices fueran partidarios y no extranjeros. Con el tiempo enviaban a algunos de los graduados a sus países de origen, para que combinaran su formación con el conocimiento local y ejercieran como representantes del gobierno de Babilonia. Sin embargo, Daniel y sus amigos demostraron ser tan capaces que permanecieron en el círculo de poder del imperio.

      Daniel es parco en detalles. Registró un incidente temprano, que revela el tipo de ingeniería social que formaba parte de la filosofía de Babilonia. Estaba relacionado con los nombres. Aspenaz, el funcionario encargado de los nuevos reclutas del curso élite de la universidad, les comunicó a los cuatro jóvenes que iba a reemplazar sus nombres hebreos por nuevos nombres babilónicos. Pudiera parecernos algo inofensivo, pero en realidad era una forma de erradicar cualquier tipo de distinción que sus nombres extranjeros pudieran comunicar.

      Las autoridades impedían tal posibilidad porque sus nombres no solo indicaban su origen hebreo, sino que daban testimonio del Dios en quien creían. A juzgar por el relato que sigue, podrían utilizarlos con facilidad en sus conversaciones y de esta manera comunicar algunos atributos de Dios que resultarían completamente nuevos para sus compañeros de estudios en Babilonia.

      ¿Qué transmite un nombre?

      Imaginemos una conversación entre Daniel, sus amigos y tres estudiantes babilonios a quienes llamaremos Adapa, Ninurta y Nabu. Entramos en el debate cuando se enteran de que Adapa toma su nombre del primer mortal, hijo de los dioses Enlil y Ninlil, que Ninurta significa «señor de la tierra», el dios sumerio de la guerra, la fertilidad, la lluvia y el viento del sur, y que el hijo del dios Marduk precisamente se llamaba Nabu.

      —¿Los nombres hebreos son así también? —pregunta Nabu.

      —Sí —responde Daniel—. Mi nombre significa «Dios es mi juez.»

      —Uf, suena un poco pesado —dice Adapa—. Me parece una visión de Dios bastante deprimente y estrecha. Como si tu Dios fuera un aguafiestas que siempre trata de sorprenderte en algo para castigarte.

      —No es tan malo —aclara Daniel—. Para nosotros un juez no es solo la persona que preside un tribunal de justicia, aunque, por supuesto, forme parte de sus funciones. De hecho, en nuestra nación hubo etapas anteriores en las que fuimos gobernados por hombres llamados «jueces» antes de que tuviéramos reyes como David. En mi caso, la palabra «juez» transmite la idea de que Dios es quien gobierna y guía mi existencia, y eso es algo positivo. Significa que Él no está lejano. Le interesa mi vida y quiere lo mejor para mí. Por eso obedezco Sus leyes.

      —Aun así, me suena opresivo y legalista —replica Ninurta.

      —¿Verdad? —dice Azarías—, pero ese punto no es de por sí lógico, ¿no? Veamos, a ti te gusta tocar la lira, y a nosotros nos encanta escucharte. Me he dado cuenta de que antes de tocar (e incluso mientras lo haces) miras una tabla de arcilla con notas musicales. ¿Por qué? Porque para lograr una buena interpretación necesitas seguir las notas. Solo si las conoces y las obedeces, por así decirlo, tocarás melodías de primera calidad. Lo mismo sucede con nosotros. Queremos hacer música con nuestras vidas, y su calidad depende de la atención que le prestemos a la «partitura» de nuestras leyes, la Torá.

      —Esa analogía es precisa hasta cierto punto —repara Misael—. No somos máquinas regidas por cierto engranaje. De hecho, nuestra Torá solo nos enseña los principios, no las acciones detalladas; y tenemos que pensar con cuidado cómo aplicarlos en diversas situaciones.

      —Tienes razón —observa Azarías—. Déjame desarrollar un poco más mi metáfora musical. La música establece las notas que deben tocarse; pero es Ninurta quien determina el verdadero énfasis, el timbre y la expresión precisa; él expresa libremente su personalidad. Dos músicos pueden tocar las mismas notas y sin embargo sonar diferente. ¡De hecho la interpretación musical de dos artistas nunca es igual, aunque toquen la misma partitura!

      —Pero bueno, Daniel, también te referías a la parte legal en el concepto de juez, ¿no? ¿Qué nos dices de eso?

      —Sí, claro, algunas personas perciben el juicio como algo negativo, máxime si se trata de un juicio final. Pero si no hay un juicio, podemos deducir que no habrá una rendición de cuentas definitiva, así que en realidad no importa lo que haga porque nunca daré cuenta de ello. Ninguna sociedad puede funcionar así sin caer en la anarquía. Por eso, ustedes tienen el Código de Hammurabi y lo aplican en los tribunales. El estado babilónico sostiene que la ley se aplica mediante sanciones punitivas, de lo contrario no tiene sentido. Si funciona a nivel social, con seguridad también funciona en nuestra relación con Dios.

      —La conclusión es que, dar cuentas de nuestros actos, le confiere dignidad y valor a nuestra persona. A ninguno de nosotros nos gusta que nos traten como si fuéramos irresponsables o descuidados. Dios nos ha creado con cierta libertad: podemos decidir. Negar esa rendición de cuentas final me denigra como ser humano, porque si mis acciones no tienen importancia, entonces yo tampoco la tengo.

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