Por sus frutos los conoceréis. Juan María Laboa

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Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa Frontera

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ni aconsejar ni ayudar, expresa tu buen deseo y ora por el atribulado, y, sin duda, Dios oye antes esta oración que la del que ofrece pan. Tiene siempre algo que dar aquel cuyo pecho está henchido de caridad».

      Hemos hablado en otros capítulos de la importancia central de la limosna en la vida del cristianismo primitivo y, en realidad, en toda la historia del cristianismo. En los escritos y en la pastoral de san Agustín encontramos cómo recalcó con frecuencia su importancia: «Además, existen en la palabra divina otros muchos testimonios que demuestran el gran poder de la limosna para extinguir y borrar los pecados. Por eso el Señor, a los que ha de condenar y mucho más a los que ha de coronar, les tomará en cuenta solo las limosnas, como diciendo: Es difícil, si os examino y peso escrutando con diligencia vuestras obras, que no encuentre en qué condenaros; pero id al Reino, pues, “tuve hambre y me disteis de comer”. Por tanto, no vais al Reino porque no pecasteis, sino porque redimisteis vuestros pecados con limosnas». Esta consideración ha permanecido en la tradición cristiana, de forma que en nuestras liturgias sigue pidiéndose a los participantes su contribución a las actividades asistenciales de la comunidad creyente, una contribución exigida no solo por la virtud de la justicia sino, también, por el convencimiento de que Dios perdona y salva a quienes distribuyen cuanto tienen entre los necesitados. Estos obispos, en realidad, exaltaban la igualdad primitiva, anterior a la caída de nuestros primeros padres. Así escribe Gregorio de Nisa: «En aquel tiempo no existía la muerte ni la enfermedad, “lo tuyo” y “lo mío”, palabras funestas, estaban absolutamente ausentes de la vida. De la misma manera que el sol era común, el aire era común y, sobre todo, la gracia de Dios era común y, también, la alabanza, así en la igualdad se ofrecía la libre participación en todos los bienes»[16].

      10. Colaboración entre Iglesias

      Era bien conocida en el cristianismo primitivo la generosidad de la comunidad romana para con las comunidades más desfavorecidas. San Dionisio de Corinto escribió a Sotero, obispo de Roma: «Tenéis la costumbre y tradición ininterrumpida desde el principio mismo del cristianismo de que ayudáis con toda clase de socorros a los hermanos y proveéis de toda clase de socorros a innumerables iglesias esparcidas por cada una de las ciudades cuando están en necesidad. Y de este modo aliviáis la indigencia de muchísimos, y a los hermanos condenados en las minas les suministráis lo necesario. Así, romanos, desde el principio guardáis la costumbre e instituciones de vuestros padres los romanos, siendo la providencia de todos los menesterosos. Y esta costumbre, vuestro bienaventurado obispo Sotero no solo la guarda, sino que la ha ampliado, suministrando abundantemente recursos a los santos y aun socorriendo a los que llegan a esa desde lejos, sin que, como padre cariñoso a la vez, los deje de consolar con santas exhortaciones»[17].

      Cien años más tarde, Dionisio de Alejandría nos informa de cómo Roma hizo llegar socorros regularmente a las Iglesias de Arabia y Siria, y, en Capadocia, no se habían olvidado por los días de Basilio de que, bajo el obispo Dionisio (259-269), la Iglesia de Roma había enviado allí dinero, a fin de rescatar de sus amos gentiles a prisioneros cristianos. En Roma existían, naturalmente, muchas familias ricas, pero, todavía hoy, emociona el sentido de cuerpo y de fraternidad dominante en aquella comunidad atenta a las necesidades de las diversas comunidades.

      A lo largo de los siglos, la caridad se ha desarrollado y transmitido en la Iglesia de un modo triple: anunciando la buena nueva, que, de muchas maneras, narra el amor de Dios por sus hijos; con la celebración de los sacramentos, en los que derrama este amor en el corazón de sus fieles, y en el servicio de la caridad, a través del cual el amor de Dios crea la comunión con el prójimo. Este prójimo pertenece a la propia comunidad, la más cercana, o a las diversas comunidades repartidas por el mundo que constituyen la familia del Padre. Todos son igualmente prójimos, hermanos, hijos de Dios. De ahí que algunos obispos se preocuparan por los problemas internos de otras comunidades, les aconsejaran y les ofrecieran cauces para solucionarlos. No en vano, en las eucaristías de cada diócesis se leían los nombres de los obispos con quienes se encontraban en comunión, manifestando sus buenas relaciones y su disponibilidad fraterna de colaboración. La gran Iglesia, es decir, la comunión de las diócesis que se reconocían entre ellas, se mantenían en permanente contacto a través del trato personal de sus miembros y por cauces de frecuente colaboración.

      Es decir, la Iglesia cristiana, el cristianismo, ha manifestado permanentemente tres rasgos que marcan su esencia constitutiva: el ser comunitaria, el ser samaritana y su universalidad.

      Roma fue desde el primer momento el centro de comunión de las Iglesias no solo porque allí había estado Pedro y allí se encontraba su tumba, sino también por sus socorros abundantes a las Iglesias que se encontraban en dificultad, ganando así la fama y el agradecimiento de iglesias más débiles y desfavorecidas. No fue la única ni la primera comunidad que se preocupó por la situación de quienes consideraba hermanos, sino que encontramos continuos ejemplos de socorros y colaboración entre Iglesias más pudientes y comunidades en apuros.

      Estas comunidades cristianas primitivas aparecen como asociaciones de trabajadores que ponen en común el fruto de sus trabajos para ayudar a sus hermanos más pobres. De hecho, Pablo tuvo la preocupación de organizar colectas que pusieran de manifiesto la solidaridad fraterna de los cristianos de las Iglesias por él fundadas. En este sentido, las cartas muestran el interés del apóstol por animar a sus discípulos de las diversas comunidades a ser generosos con los cristianos de Jerusalén, que se encontraban en una situación difícil. Esta colecta y el viaje que emprendió con siete acompañantes que le habían ayudado en su petición a través de las comunidades dan a entender el compromiso personal del apóstol por mantener, incluso en situaciones complicadas, una relación fluida de las comunidades de la gentilidad con la Iglesia Madre, pero, sobre todo, su solidaridad evangélica con cuantos creían en Cristo.

      En los casos de catástrofes, de hambruna, de pestes, tan frecuentes en aquellos tiempos, el altruismo de los cristianos no tenía límites. Cuando los bárbaros nómadas devastaron Numidia y secuestraron a muchos cristianos (253), Cipriano recaudó en Cartago, una Iglesia no muy numerosa, 100.000 sestercios para los afectados (ep. 62). Actuó de igual manera con ocasión de las epidemias de peste en Cartago, Alejandría y otros lugares. Con motivo de la derrota de Adrianópolis (378) se multiplicaron las ruinas, devastaciones y luto de todo género, pero, sobre todo, fue enorme el número de prisioneros caídos en manos de los godos. San Ambrosio, con el rechazo de algunos de sus fieles, decidió reducir a lingotes los utensilios litúrgicos de oro que todavía no habían sido utilizados en las celebraciones litúrgicas y rescató con ellos a numerosos prisioneros. Por su parte, san Basilio construyó en Cesarea de Capadocia todo un complejo de hospicios que formaban casi una ciudad con el nombre de «Basiliades», con pabellones para los enfermos, forasteros, pobres y huérfanos, con habitaciones para médicos y enfermeros y albergues para visitantes y escuelas y oficinas.

      Cuando en el 455 Genserico ocupó Roma, saqueándola y deportando a África a numerosos ciudadanos, el obispo Deogracias de Cartago adaptó como refugio las dos basílicas de Fausto y de los Novas y acogió en ellas a cuantos deportados pudo, ofreciéndoles todo lo necesario y ocupándose de ellos día y noche.

      En los primeros años del siglo VII san Gregorio Magno combatió la hambruna de las poblaciones del centro de Italia con el trigo que mandó traer de las posesiones que la Iglesia romana tenía en Sicilia. Esta preocupación por la suerte de los demás no nace solo de la piedad o la exigencia de la justicia de los creyentes, sino de Dios mismo, quien no puede aceptar que estas situaciones perduren y llama al cristiano a cooperar con él, con el fin de superarlas o de aliviarlas, en virtud de la esperanza que brota del Evangelio.

      Esta colaboración entre las iglesias cristianas no se redujo a la beneficencia, sino que se expresó de manera extraordinaria en la unidad doctrinal e institucional. La convicción de que formaban un solo cuerpo acrecentó en cada obispo la conciencia de su obligación colegial, fraterna, es decir, de su responsabilidad con respecto al bien de toda la Iglesia y no solo al de su propia comunidad. Intercambiaron las actas de las reuniones regionales,

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