Por sus frutos los conoceréis. Juan María Laboa

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Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa Frontera

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del afán y de la generosidad de esta Compañía fue el Hospital de los Incurables (1499-1500) de Génova, que acogía a cuantos sufrían de sífilis o «enfermedad francesa», propagada por los soldados de Carlos VIII durante su invasión de Italia. A causa de que eran considerados «incurables», del peligro de contagio y de la repugnancia de sus llagas, los hospitales se negaban a recibirlos. Y permanecían así abandonados en la mayor miseria. La Compañía del Divino Amor decidió construir un hospital dedicado a ellos, y para atender a su mantenimiento y administración se fundó una compañía de socios protectores. La institución fue muy admirada, de forma que otros laicos de diversas regiones levantaron hospitales semejantes en otras ciudades. En Venecia fue san Cayetano de Thiene quien inició las obras del nuevo hospital de incurables, en el que se recogieron los sifilíticos e infectos de otros males contagiosos, hospital que contaba también con apartado para niños y niñas abandonados y otro anejo para las prostitutas que habían abandonado su oficio.

      La razón de ser de estas instituciones, formadas por laicos de buena formación y, a menudo, propietarios de abundantes bienes que ponían a disposición de la Cofradía, y también por algunos sacerdotes dispuestos a vivir en profundidad la exigencia de su vocación, no era otra que la de «sembrar y plantar la caridad en nuestros corazones». El origen del hospital de los incurables de Roma tuvo un origen semejante al de los demás hospitales italianos: «Por las calles y plazas de Roma se veían todos los días gran multitud y número de pobres llagados, expuestos unos en pequeños carritos, otros en el suelo, molestísimos a la vista y al olfato de todo el mundo, de donde se originaba en Roma casi continuamente la peste. Un miembro de dicha compañía, clamando en voz alta, pidió en préstamo cien ducados para devolver el céntuplo al que se los prestase». Así nació el Hospital de Santiago de los Incurables, verdadera concentración del dolor humano y, al mismo tiempo, de la buena voluntad de tantas personas que dedicaban su tiempo y su fortuna a remediar las dolorosas consecuencias de las enfermedades más repugnantes o difíciles de tratar, y a recordar que el Creador de todas las criaturas las había creado sin distinción para que fueran felices y se salvaran.

      A veces, no resultaba fácil compaginar tanto dolor y tanto egoísmo con el anuncio de la buena nueva del Evangelio, pero el encuentro personal de los enfermos con los nuevos samaritanos ofrecía siempre espacio a la esperanza. Los hombres sienten el anhelo profundo de pertenecer a una humanidad bella, esplendorosa, de forma que procuran apartar y ocultar la miseria, la enfermedad y las exclusiones. Muchos de ellos, incluso, al tener en cuenta a Cristo, lo consideran únicamente como el Resucitado glorioso, sin darse cuenta de que, inevitablemente, acabarán encontrándose con Cristo crucificado, maltratado y rechazado. El amor divino tiene este carácter, sus preferidos son siempre los menos aparentes, los menos cualificados, los siempre olvidados. Quienes se han encontrado con el Cristo del Evangelio sienten la necesidad de descubrirle en los hermanos menos favorecidos y de tratarles como si fueran ese mismo Cristo que murió por nosotros. Ellos fueron los verdaderos reformadores de la Iglesia, comenzando por reformarse a sí mismos y mostrando el lado más atrayente de los creyentes.

      La disciplina del secreto, propia de todas las reglas de estas fraternidades, favorecía su humildad personal y, tal vez, aumentaba la eficacia de las actividades de la institución, aunque pudo disminuir el prestigio de su apostolado externo. Por otra parte, estos laicos y, en general, los clérigos implicados, no eran personas de acción, que ya hubieran trabajado en organizaciones de ayuda recíproca, y no pertenecían estrictamente a la organización eclesial. Esto explica la ausencia de prejuicios, de ideas preliminares, de búsqueda de prestigios personales, circunstancias que, en definitiva, les dio más libertad de acción y mayor creatividad.

      Una historia minuciosa de la Iglesia tiene en cuenta la decadencia de sus instituciones, el progresivo deterioro de las congregaciones religiosas y la ignorancia de buena parte del pueblo, pero, también, los permanentes reflujos de personas movidas por el amor cristiano, quienes, preocupándose seriamente por el estado de su alma, no dejan de esforzarse por mejorar la situación de los cuerpos y espíritus de sus hermanos. Incluso en las épocas más oscuras de la vida de la Iglesia, cuando su organización se había contaminado con todas las corrupciones y violencias presentes en los demás estamentos de la sociedad, encontramos los frutos y las consecuencias de la pequeña «sinapsis» evangélica, que fructifica en los corazones de las personas más impensables, aparentemente menos comprometidas o menos preparadas.

      Esta caridad de los laicos se ha manifestado a lo largo de los siglos con distintas características y organizaciones. Constituye una constante la necesidad de agruparse para rezar juntos y ser más eficaces en la creación de obras de ayuda en función de las necesidades. A veces, la actividad formadora y caritativa de las cofradías sustituía la inexistente acción pastoral del clero. En unas parroquias reducidas a circunscripciones administrativas y con una jerarquía con frecuencia alejada de la vida del pueblo, las cofradías se convertían en el único lugar en el que los laicos podían vivir la dimensión eclesial del cristianismo. En la época moderna, muchas congregaciones religiosas ocuparon estos espacios, pero en ningún momento ha estado ausente la preocupación de grupos de laicos por una presencia personal allí donde el dolor, la enfermedad y el hambre estaban presentes.

      Esta dedicación a los más desgraciados y marginados tiene como primer fruto aceptarles en la comunidad, aceptarles en la Iglesia, de las que, de hecho, están generalmente separados. La gracia de Dios anima a cuantos dedican su amor y energía a los más necesitados, amándoles como a sí mismos. Lo aman y lo quieren feliz. Es Dios quien les lleva a identificarse con el doliente, considerándole un hermano y un igual. Es así como se forman las verdaderas comunidades. Sus miembros ejercen diversas funciones y sus responsabilidades personales varían, pero no su compromiso ni su convencimiento de formar parte de un mismo cuerpo. Es esta disposición de tantos creyentes la que consigue que la Iglesia siga siendo un gran espacio de acogida, de testimonio, de vida, para cuantos, de hecho, se encuentran alejados de Dios y de cuantos, de alguna manera, representan la religión.

      Es muy difícil que los más desgraciados sientan a Dios cercano, aunque lo necesiten más que nadie, pero los creyentes pueden y deben demostrarles, con su vida y con su actitud, que Dios es su Padre y los quiere, paradójicamente, de manera especial. El cristiano debe esforzarse hasta el límite en su encuentro con los hombres, sobre todo con quienes se sienten más discriminados, situados en los márgenes de la sociedad, humillados por su incapacidad y por el trato recibido. Haga lo que haga, el cristiano debe considerar qué consecuencias tienen sus acciones para los más limitados, para los más pobres. Cuando exija más justicia, debe pensar: ¿para quién? No pocos le pedirán que dedique sus esfuerzos a gente más eficaz y con más futuro, pero Cristo se dedicó a los, aparentemente, más ineficaces, a los que menos aportaban a la sociedad. Es decir, a los incurables. En algunos hospitales medievales y renacentistas se exigía la confesión y la comunión antes de ser curados. Sin embargo, Dios nunca pide carné de identidad ni de cumplimiento pascual. La vida de Cristo, aparentemente, resultó absolutamente ineficaz, pero, a lo largo de dos mil años, millones de personas han encontrado gracias a él el sentido de sus vidas.

      Estas consideraciones favorecen la constitución de pautas de conducta y de orientación para los creyentes y para las organizaciones eclesiales. Resultarían contradictorias con el espíritu evangélico congregaciones religiosas o pastorales diocesanas dirigidas fundamentalmente a los más ricos o a los más dotados. La dedicación a los menos dotados no es una preocupación sectorial en Jesús, sino la vara de medir y de juzgar en gran parte de sus palabras y modo de vida. De hecho, a lo largo de los siglos, han sido los Epulones de distinto signo quienes menos han comprendido y primero han abandonado las exigencias del Señor.

      En estos últimos decenios da la impresión de que la necesaria insistencia en la resurrección de Cristo ha terminado por difuminar la realidad de la cruz. En un período de crecimiento económico, muchos seminaristas, universitarios y sacerdotes jóvenes han considerado que el progreso vencía todos los retos de la época: la justicia social, la solidaridad, la lucha contra el hambre, aunque las repetidas crisis económicas vuelven a manifestar la persistencia de las grandes plagas y de la debilidad humana. Una Iglesia que

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