Por sus frutos los conoceréis. Juan María Laboa

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Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa Frontera

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Se cumplió así en el cristianismo la experiencia de que una sociedad globalizada que intercambia entre sus miembros confianza, amor, compromiso, proyectos comunes y horizontes de pertenencia, resulta más fuerte y más compacta. En este mismo sentido, los concilios regionales y los generales constituyeron ocasiones espléndidas de conocimiento mutuo, de intercambio y de profundización de ideas, de enriquecimiento personal e institucional al entrar en contacto con otras tradiciones, con sensibilidades y métodos teológicos diferentes. El mundo latino, junto al griego, al armenio, sirio y africano, se diferenciaban en ritos y escuelas teológicas, pero era más lo que los unía que lo que pudiera distanciarles. Con el tiempo, hubo factores psicológicos y políticos que, a menudo, tuvieron más incidencia en la separación entre las diversas Iglesias que las diferencias teológicas.

      En nuestros días, las Iglesias de los países más ricos fomentan organizaciones de ayuda a los países del Tercer Mundo, tales como Manos Unidas, Adveniat, Misereor, Catholic Relief Services y muchas otras instituciones nacionales que han supuesto una gigantesca operación de generosidad de las Iglesias católicas para con los países del llamado Tercer Mundo. A ellas se dirige una buena parte de lo ofrecido por los cristianos de cada Iglesia. Parroquias y diócesis toman bajo su patrocinio diócesis y regiones de otros continentes ayudándoles en sus necesidades más perentorias. Esta preocupación no debe ser considerada como algo extraordinario sino como una consecuencia natural de la fraternidad existente. Probablemente, la organización más completa y más universal de caridad existente en la Iglesia católica sea Cáritas, organización que se ocupa directamente de las necesidades de las diversas comunidades nacionales y que al mismo tiempo dedica medios y personas a las dificultades y necesidades existentes en el mundo.

      No se ha tratado únicamente de ayuda y colaboración económica sino, también, de medios humanos. Todos los países europeos y de manera especial España, por motivos obvios, han enviado sacerdotes y religiosos a Iberoamérica con el fin de ponerse al servicio de los obispos de las diversas diócesis. Miles de sacerdotes han colaborado codo con codo con el clero local en la tarea de evangelización. A su vez, muchos sacerdotes de aquellos países han estudiado en universidades europeas para prepararse más adecuadamente para sus tareas apostólicas. Ha resultado, sin duda, un ejemplo singular de la comunión eclesial de los discípulos de Jesús, en una tarea común de servicio a las necesidades de los habitantes de aquellos países.

      En menor escala, algo parecido ha sucedido con las iglesias africanas y asiáticas. Cientos de organizaciones europeas y norteamericanas católicas ayudan a las comunidades de esos continentes. Buena parte de su sistema sanitario y universitario se costea con personal y subsidios que encuentran su origen en las parroquias y organizaciones de congregaciones religiosas de Europa y América. Buena parte del voluntariado católico desarrolla sus tareas en esas iglesias.

      La doctrina social de la Iglesia contiene entre sus capítulos principales el «destino universal de los bienes», principio que, ciertamente, no se opone al derecho de la propiedad privada o de las naciones, pero que no lo reconoce como «absoluto» ni «intocable», sino que lo considera como un medio que siempre debe tener en cuenta las exigencias del bien común. En este sentido, el cristianismo tiene la obligación de madurar en la sociedad y en los Estados la conciencia del deber de solidaridad, que, dado el estado de globalización actual, debe extenderse al mundo entero en un claro intento de cooperación efectiva entre los pueblos.

      Este ofrecer y ofrecerse de los cristianos a cuantos se encuentran en grave necesidad debe ser inmediato y gratuito según la exigencia evangélica y los ejemplos de los santos que en el mundo han sido. La credibilidad del amor de Dios por los hombres depende en gran manera de este darse de los creyentes a cambio de nada. Fue así desde el principio, siguiendo la máxima de «gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8).

      San Agustín habla de la dinámica permanente entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre, o mejor, del servicio de los cristianos a la construcción de la ciudad del hombre en la perspectiva de la ciudad de Dios. En esta dinámica, tiene razón el santo africano al señalar en la tipología del amor la motivación más profunda de la ciudad diferente que se construye: «Dos amores han fundado dos ciudades: el amor por sí mismo que llega al desprecio de Dios y que ha generado la ciudad terrestre. El amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo que ha generado la ciudad celeste». El amor a Dios y a sus hijos, los seres humanos, conseguirá construir la ciudad del hombre como ciudad de la ternura de Dios, gracias a la autoexigencia de los creyentes de no conformarse a la mentalidad dominante en este mundo, sino de renovarse constantemente en el Espíritu (Ef 4,17-24).

      En esta construcción de la ciudad de Dios colaboran cada vez más las comunidades monásticas que, con el paso del tiempo, se sienten más implicadas con la vasta comunidad cristiana del mundo. Mientras que los monjes van comprendiendo que su propio «desierto» se relaciona y amalgama con la «ciudad», los ciudadanos intuyen que pueden aprender y realizar en sus vidas algunos de los ideales monásticos. Los monjes se sienten responsables de cuantos habitan fuera de sus muros y los laicos experimentan que han sido llamados a ser adultos en la fe y en la experiencia cristiana. La canonización de Homobono Tucenghi (1197), comerciante, casado y padre de familia, por Inocencio III, constituyó un paso importante en la adultez cristiana de los laicos[18].

      11. Compañías del Divino Amor y espacios de acogida

      El Espíritu, tal como prometió Jesús, ha animado y dirigido a los cristianos en todas las épocas, en todas las estaciones, incluso en los tiempos oscuros, cuando daban la impresión de sequedad de espíritu, de ausencia de inquietudes religiosas. En los siglos XIV y XV, cuando el pueblo y el clero cristiano parecían entregarse a la frivolidad y al desconcierto moral, por el deseo de gozar sin freno y de no estar atados a exigencias morales, no faltaron laicos y clérigos, deseosos de seguir con decisión los preceptos evangélicos, que se reunían para estudiar la doctrina de Jesús, orar al Señor y ejercitar comunitariamente la caridad. Fomentar la piedad, el culto y la caridad se convertía en objetivos entrelazados y cuidados con el mismo mimo. El mismo Lutero, en sus charlas de sobremesa, cuenta a sus oyentes su experiencia en Florencia, donde pudo observar a tantas señoras que abandonaban sus domicilios para cuidar a los enfermos en hospitales limpios y bien provistos.

      Nacieron así en diversas ciudades de Italia los llamados Oratorios del Divino Amor, asociaciones de laicos movidos por una profunda inquietud religiosa. En Vicenza encontramos la Compañía secreta de san Jerónimo, que responde a un modelo que se repetirá en diversas ciudades italianas: «Una gran obra de piedad y muy notable en toda Italia existe en esta religiosísima ciudad. Pues bajo la tutela de san Jerónimo hay muchos seglares asiduos en la mortificación y en otros ejercicios piadosos, viviendo libremente en sus casas; doce de ellos visitan semanalmente a todos los enfermos, pobres y menesterosos barrio por barrio, los consuelan con palabras y con alimentos y cuidan de que reciban los sacramentos de la Iglesia. No hay mercader ni noble al cual ellos no acudan, ni se abre puerta a cuyo umbral no se detengan pidiendo limosna. Y de este asiduo cuidado se encargan setenta personas a lo sumo»[19]. Eran conscientes de que servir a Jesucristo en sus pobres suponía realizar un camino nada fácil, pero, superando dudas y dificultades, se mostraron dispuestos a ello.

      En los estatutos de la Compañía de Génova (1497) encontramos descrita su finalidad: «Hermanos, esta nuestra Compañía no se ha instituido sino con el fin de enraizar y plantar en nuestros corazones el divino amor, esto es, la caridad… El que quiera ser buen hermano de esta Compañía, sea humilde de corazón…, dirija toda la mente y esperanza a Dios y ponga en él todo su afecto; de lo contrario, sería hermano falaz y fingido y no haría fruto alguno en esta hermandad, de la cual no se puede sacar provecho si no es concerniente a la caridad de Dios y del prójimo». Estos laicos experimentaban en su vida diaria el infinito amor misericordioso del Padre y se sentían movidos a actuar misericordiosamente con cuantos sintieran necesidad, sobre todo tras contemplar la Pasión y muerte de Jesucristo. Frente a quienes reducen la religión del Amor a una serie de prácticas formalistas, y se sienten buenos porque las cumplen, aunque no haya caridad en sus corazones, muchos creyentes experimentan la importancia

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