Orantes. De la barraca al podio. Félix Sentmenat
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Tras conquistar sobre tierra los torneos de Gstaad, Hilversum, Louisville, Montreal, Teherán y Buenos Aires, Vilas remató la temporada con uno de los mayores logros de su carrera, la victoria sobre hierba en el Masters de Australia. Pese a no ser para nada un especialista en esa superficie, el argentino protagonizó una actuación impecable ante los otros siete mejores jugadores de la temporada: no perdió ningún partido y derrotó a tenistas tan ilustres como John Newcombe y Björn Borg en la fase de grupos, Raúl Ramírez en las semifinales, y en la final a Ilie Nastase con un marcador que habla por sí solo del enorme partido que disputaron para dirimir el nombre del maestro de 1974: 7-6 6-2 3-6 3-6 6-4.
Aquel intenso periodo de victorias modificó la mentalidad de Vilas. De pronto, en menos de medio año, se vio encumbrado a los altares por la pasión desbocada del pueblo argentino. Cualquiera que haya viajado por Sudamérica habrá comprobado que los argentinos comparten con los italianos el germen latino de la pasión. No es casualidad: entre 1870 y 1960, unos tres millones de italianos emigraron a Argentina, convirtiendo a los descendientes de Italia en la principal comunidad europea del país, por delante incluso de la española. Ambos pueblos se expresan con una alegre entonación cantarina. Ambos se caracterizan por vivir la vida a fondo. Por disfrutarla con mucha intensidad. Con mucho sentimiento. Esa apasionada genética latina contribuyó al fulgurante endiosamiento de Vilas.
El fenómeno Vilas fue aún mayor debido a la situación compleja que vivía el país. La sociedad argentina, inmersa en una crisis social, económica y política que en 1976 desembocaría en el golpe militar del general Jorge Rafael Videla, era especialista en subsistir a aquellas desgracias entregándose a una de sus patologías endémicas: la mitomanía. Fue como si se pusieran de acuerdo en purgar sus miserias proyectando toda esa frustración hacia algo saludable y positivo como venerar a sus ídolos deportivos. En esas circunstancias, que a sus 22 años Vilas fuera devorado por el éxito fue algo lógico y comprensible.
Años más tarde, ese fenómeno de simbiosis entre la pasión del pueblo argentino y un deportista con un perfil psicológico propenso a la adulación volvería a reproducirse, aun a mayor escala, en la figura del malogrado Diego Armando Maradona. Pero esa es otra historia.
Así recuerda Orantes la transformación de Vilas: “En aquella época él empezó a crecerse, a subírsele a la cabeza el éxito, sobre todo a raíz de esa victoria en el Masters, en hierba y en Australia. Pero antes ya tuvimos un problema”. La primera semana de noviembre de aquel año 1974 ambos disputaron el torneo de Suecia, en Estocolmo. En el posterior vuelo hacia Argentina, Orantes le comentó que, tras la disputa del torneo de Buenos Aires, dudaba si regresar a Barcelona para entrenar en hierba durante la semana de descanso previa al Masters de Australia. “Él me dijo: ‘No, no, no, aquí tenemos una pista de hierba, ¿por qué no te quedas aquí entrenando conmigo?’”. De modo que Orantes aceptó de buen grado y decidió permanecer en Buenos Aires. A todas estas, la semana en la capital argentina fue muy intensa para los dos. Se impusieron en la prueba de dobles y en el cuadro individual ambos alcanzaron la final, que ganó Vilas en cuatro sets, 6-3, 0-6, 7-5, 6-2, para deleite del público local, que vio a su jugador predilecto defender con éxito el que un año antes fuera su primer título profesional.
Durante el torneo Manuel confiesa que empezó a ver poco a su pareja tenística. Hasta el punto de que cuando tenían que jugar ni siquiera iba al vestuario a cambiarse. Entonces le dijo: “Ostras, Guillermo ¿dónde te metes?”. La respuesta de Vilas fue la siguiente: “Es que aquí me han puesto un vestuario a mí solo, debajo del estadio, ¿por qué no vienes a cambiarte conmigo?”. Así que Manuel fue un día. “En el vestuario privado que le habían montado tenía una cama para dormir, y tocaba ahí la guitarra”. Una vez disputadas las finales, teniendo en cuenta que Vilas le había invitado a quedarse en Buenos Aires durante la semana de descanso previa al Masters de Australia, Orantes le dijo: “Llámame mañana para quedar para entrenar en la pista de hierba”. Vilas, por supuesto, accedió a llamarle. “Pero bueno, resulta que el lunes no me llama, el martes no me llama, el miércoles no me llama… Incluso en el hotel pregunté dónde estaba la embajada española para conseguir el visado para viajar a Australia, y menos mal que me conocieron y me ayudaron y me lo dieron muy rápido…”.
Hasta el sábado en que nos encontramos en el aeropuerto. Y le digo ‘Hombre, Guillermo, me has tenido toda la semana aquí, me he quedado en Buenos Aires para entrenar contigo en hierba y ni siquiera me has llamado’…”. A lo que Vilas respondió: “‘Ah, es que aquí yo soy muy famoso, no puedo salir porque me acosan por la calle”. Quedaba claro que el éxito distorsionaba su percepción de la realidad. ¿Cómo, si no, iba a responder a un amigo, a un compañero al que acababa de decepcionar, excusándose con el argumento de su propia fama? Orantes, elegante incluso cuando se trata de recordar instantes ingratos, resuelve el episodio sin hacer excesiva sangre: “Bueno, ya estaba un poquito raro, pero no quise que fuera más allá”. Tenían por delante muchas horas de vuelo hasta Australia y, con buen criterio, no quiso entrar en conflicto para no estropear la situación.
Llegaron con diez días de antelación a Australia para entrenar a fondo sobre hierba. Ambos eran consumados especialistas en tierra batida y necesitaban dedicar horas extra para adaptarse a una superficie tan distinta, tanto más rápida. “Estuvimos varios días trabajando muy intensamente en sesiones de mañana y tarde, con un preparador físico argentino que había contratado él y que era una gran persona y un gran profesional. Recuerdo que al principio yo le pegaba unas palizas increíbles, lo que probablemente le ayudó. El caso es que acabó ganando el Masters. Yo, en cambio, perdí ante Raúl Ramírez e Ilie Nastase en la fase de grupos y no me clasifiqué para las semifinales”.
Entonces, cuando estaba a punto de arrancar el Masters, se produjo otra de las situaciones que acabarían por enterrar la amistad que habían mantenido Manuel y Guillermo. “Cuando llegaron Connors y Borg a Australia, en una rueda de prensa Vilas dijo: ‘Yo el año que viene quiero jugar el dobles con Borg, soy un admirador suyo y quiero jugar con él’. Y claro, yo había estado jugando con él cuando era mejor jugador que él y de repente dice esto sin decirme nada antes. Esto me dolió un poco”. Como indica Manuel con su sinceridad transparente, la base de todos esos comportamientos estaba en su deficiente gestión del éxito personal. “El problema fue cuando se creyó mejor que yo. Porque podría haberme dicho ‘Oye, voy a jugar el dobles con otro, muchas gracias por haber jugado conmigo’…”.
Tras completar una segunda mitad del año 1974 impresionante en lo deportivo, con nada menos que siete títulos y con el sensacional y muy meritorio broche de oro que suponía esa victoria sobre hierba y frente a los mejores en el Masters, Vilas también había completado en esos seis meses una transformación humana notable. En este caso, como pudo comprobar Orantes, no tan positiva.
Cinco ‘match-balls’ salvados
Orantes resume toda aquella etapa de desencuentros con Vilas con meridiana claridad: “Empezó a hacer cosas que a mí no me gustaron. En 1975, cuando volvimos a vernos, la relación ya fue más distante. Y en vez de recuperar la amistad que teníamos fue al contrario. Todo lo que había pasado hacía que le tuviera más ganas en la pista”. Trasladando todo aquello a lo que nos ocupa, a la histórica remontada, Manuel aclara: “Por eso en la semifinal, cuando iba 5 a 0 en contra en el cuarto set, me seguí agarrando. A lo mejor si hubiera sido contra otra persona hubiera claudicado, pero no contra él”.
De hecho, Orantes confiesa que aquella experiencia de amistad y posterior distanciamiento con Vilas marcó para siempre sus posteriores enfrentamientos en pista. “Desde entonces todos los partidos que jugué con él fueron para mí muy intensos. Cuando una persona no me caía bien me agarraba más al partido. En cambio perder con un amigo, como por ejemplo en Roma me pasó una vez con Nastase, era otra cosa. Él había jugado las semifinales con Bertolucci, y el público italiano lo trató a matar. Al día siguiente yo jugué la final con él y, claro, el público estaba en su contra. Yo