Orantes. De la barraca al podio. Félix Sentmenat
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El disgusto por aquella derrota prematura en París fue enorme. Un paso atrás doloroso. Difícil de encajar. Pero no había margen para el desánimo. En primer lugar por una cuestión de principios, dado que una de las virtudes de Orantes a lo largo de su carrera, por su humildad e inteligencia, fue aceptar de buen grado las derrotas. Incluso las más duras. Y en segundo lugar porque ese año el calendario le reservaba una oportunidad de resarcirse en menos de tres meses. Cosas del azar: por primera vez en su historia, el US Open se disputaría aquel año 1975 sobre tierra batida.
Llega el US Open, la hora de la verdad
Hasta entonces el US Open se había jugado siempre sobre hierba. Pero el pésimo estado en que acababa la hierba, tras la enorme acumulación de partidos en un torneo de 15 días, provocó el cambio de superficie. La federación americana se decantó por una tierra de color verde, conocida por entonces como Hard-Tru. “Era distinta a la tierra europea. Más rápida y tenía menos coste de mantenimiento”, recuerda Manuel. El color verde de aquella tierra se aprecia levemente en algunas de las imágenes que circulan por YouTube.
Pero los españoles que por entonces vieron instantáneas de la hazaña de Orantes no pudieron distinguir ese tono verde porque faltaban aún un par de años para que la televisión en color se instaurara en nuestro país. Más allá de esa anécdota cromática, lo decisivo fue que la hierba, rápida e imprevisible en cada bote, dio paso a una tierra batida más lenta y acorde con los biorritmos pausados del juego de Orantes. Teniendo en cuenta que 14 de los 15 torneos que el granadino había ganado por entonces se habían jugado sobre tierra batida, ese cambio de superficie fue clave.
El hecho de que el Open US fuera en tierra batida contribuyó a la decisión de renunciar a Wimbledon. En lugar de cambiar a una superficie como la hierba, en la que sus posibilidades de éxito eran mucho menores, optó por seguir entrenando y compitiendo en tierra. Pronto se vio que la decisión fue acertada. Ese verano de 1975, antes de cruzar el Atlántico, se adjudicó por segunda vez el torneo de Bastad (lo ganó también en 1972), en Suecia, derrotando en la final a José Higueras. Y una vez en la gira norteamericana de tierra, se anotó los títulos de Indianápolis (también por segunda vez tras haberlo levantado antes en 1973), con un solvente doble 6-2 ante Arthur Ashe, y Toronto, con un contundente 7-6 6-0 6-1 ante el rumano Ilie Nastase.
La experiencia negativa de lo ocurrido en Roland Garros dos meses antes le sirvió, en positivo, al llegar al US Open. Acababa de ganar consecutivamente en Indianápolis y Toronto. Lo que implicaba que había competido dos semanas enteras al máximo nivel, con el consecuente cansancio, físico y mental. Y en el torneo previo al US Open, en Boston, disputando los cuartos de final contra el australiano John Alexander, se disparó una alerta en su mente. “La cabeza me empezó a decir ‘a ver si te pasa como en Roland Garros, que acumulaste tantos partidos previos que llegaste desfondado’. Ahí se me fue un poco la cabeza, perdí el partido en el tie-break del tercer set, y tuve tres días de descanso que me fueron muy bien. Quizás fue algo inconsciente, pero me sirvió la experiencia”.
Hasta aquel verano de 1975, no se puede decir que la relación entre Orantes y el US Open fuera buena. Algo lógico, en todo caso, al disputarse sobre una superficie tan poco favorable para él como la hierba. Su mejor guarismo habían sido los cuartos de final. Y aquel episodio quedaba ya lejos, en el año 1971, cuando cayó ante Arthur Ashe sin ofrecer excesiva resistencia, 1-6 2-6 6-7. Pero el hecho de que en aquella edición pasara a disputarse sobre tierra batida cambiaba radicalmente las cosas. Los números estaban ahí. Ese año, catapultado por la recuperación física de la espalda, Manuel había disputado diez finales sobre tierra, anotándose siete títulos. Era, sin duda, el gran dominador de esa superficie.
El US Open se disputó en 1975 en Forest Hills, nombre del barrio neoyorquino donde se encuentra el West Side Tennis Club. La historia del torneo se remonta a 1881, año de los primeros campeones masculinos, mientras que las chicas se estrenarían en 1887. Pero hasta el inicio de la Era Abierta (Open Era), en 1968, cuando el torneo recibió el nombre de US Open, no acogió en una misma sede y de modo simultáneo las pruebas masculinas y femeninas. Esa primera sede oficial fue la mencionada de Forest Hills, y ese año 1968 el torneo admitió por primera vez la participación de profesionales. El periplo de Forest Hills concluyó en 1978, cuando el US Open se trasladó definitivamente al emplazamiento vecino de Flushing Meadows, concluyendo así la fase de tres años, desde 1975 a 1977, en que el torneo se disputó sobre tierra batida.
Nueva York es la ciudad por excelencia. Ahora y siempre. Si hoy en día es uno de los lugares más carismáticos y magnéticos del mundo, cuesta poco imaginar lo fascinante que debía resultar a mediados de los años setenta. En una época mucho menos globalizada que la actual, el germen neoyorquino, con su energía arrolladora, su mestizaje racial, su espíritu transgresor, su mentalidad abierta, su cotidianidad disparatada, sus proporciones gigantescas, su sensibilidad artística y sus ganas de ir siempre más allá de lo establecido… todo aquello tenía que ser realmente embriagador e hipnótico en el año 1975. Infinitamente más interesante, innovador y estimulante que lo que cualquier español podía tener a su alcance en aquellos últimos meses del franquismo.
Manuel se había casado a finales de 1973, con solo 24 años, con su primera mujer, Virginia, una chica valenciana:
Nos conocimos en el torneo de Valencia, en el Circuito del Mediterráneo, en 1973. Fue un primer encuentro agradable, pero se quedó en eso. Y un día, semanas más tarde, yo había acabado de jugar, estaba comiendo y me dijeron que tenía una llamada telefónica. Resultó ser ella, que me confesó que era una fan y que yo le había caído muy bien. Tampoco entonces pasó nada porque empecé a viajar a los torneos, por lo que vivía casi todo el tiempo fuera, y perdimos el hilo. Pero ella me volvió a llamar muchas veces, hasta que nos conocimos más el verano de ese año 1973. Fuimos a jugar una exhibición a Castellón y coincidió que ella veraneaba en Benicàssim. Y fue ahí cuando nos conocimos más y empezamos a salir juntos.
Desde entonces empezó a viajar conmigo, me acompañaba en todos los torneos. Tener una persona que te acompañara siempre, poder hablar de tus cosas, de tus problemas, me ayudaba mucho. Yo di un salto bastante grande en ese aspecto porque necesitaba esa compañía y esa estabilidad. La prueba es que todos mis grandes triunfos los conseguí después de casado. El mundo del tenis es bastante ficticio, vives como en una nube: juegas, sales, todo el mundo te rodea, te agobia, vives en un estado de excitación y no acabas de relajarte. Para mí fue esencial tener al lado una persona como Virginia que me apoyaba y sabía cómo levantarme el ánimo.
Hay que pensar que hasta entonces Manuel viajaba por todo el mundo con otros tenistas españoles, “pero, claro, ellos a lo mejor perdían en el primer o segundo partido y se iban, y si tú te quedabas, porque ganabas, pues te ibas quedando solo. En cambio, si estaba con Virginia me quedaba con ella, podía hablar de temas personales, y eso me fue muy bien”. El aspecto sereno, elegante, contemporizador e imprevisible que distinguió siempre al juego de Manuel en la pista tenía su correspondencia, con esas mismas virtudes, en su forma de ser.
“Yo soy muy tranquilo, no me gustaba ir a una discoteca ni meterme en líos. No. A mí me gustaba estar con ella, dar un paseo, ir al cine, hacer alguna visita cultural, ver un poco la ciudad, visitar museos”. Esa inquietud intelectual, esas ganas saludables de trascender la obsesión deportiva por el tenis que es tan habitual en la gran mayoría de tenistas profesionales, eran sin duda aspectos distintivos