Orantes. De la barraca al podio. Félix Sentmenat
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El 6 de septiembre, la fecha exacta en que Manuel Orantes logró una de las mayores remontadas de la historia del tenis y se clasificó para la final del US Open, quedaban únicamente 74 días para que Carlos Arias Navarro, presidente del gobierno, se armara de valor ante las cámaras para pronunciar esas cuatro palabras que cambiarían el destino del país. El 20 de noviembre, con un punto de congoja e incredulidad ante lo que debía anunciar al país entero, Arias Navarro adoptó la expresión más apesadumbrada que pudo y dijo, con una enorme pausa entre la primera y la segunda palabra: “Españoles, Franco ha muerto”.
Aquella era una sociedad irritada por los achaques finales de Franco. Un dictador que, a sus 83 años y ante la inevitable cercanía de su muerte, quiso despedirse con una última muestra de autoridad. Autoridad mal entendida en cualquier caso, porque lo que hizo fue más bien un desvarío senil: decretar la ejecución de cinco opositores al régimen, fusilados todos ellos el 27 de septiembre en Madrid, Barcelona y Burgos. Con esa última estocada, Franco desoyó el clamor unánime de la oposición nacional e internacional, incluida una petición formal de amnistía solicitada por el mismo papa Pablo VI, y provocó una oleada de protestas y condenas contra el gobierno español. Fueron las últimas penas de muerte ejecutadas en España. La pena capital fue abolida en 1978.
En esas circunstancias, con ese caldo de cultivo que reivindicaba cuanto antes el cambio de régimen político, el país era especialmente sensible a todo lo que apuntara hacia el futuro. A todo lo que nos equiparara con otras sociedades más evolucionadas. Y aunque tan solo fuera un acontecimiento vinculado al mundo del deporte, y no tuviera una trascendencia notable en las vidas de los españoles de a pie, la magnífica actuación de Orantes en Nueva York, en la capital del mundo moderno, provocó un avance en la percepción que el resto del mundo tenía por entonces de España.
Además, Orantes era, a primera vista, un fiel representante de nuestro país. A sus 26 años, tenía un genuino aspecto español. Un aire latino, mediterráneo. Una imagen de hombre de la tierra, y a la vez del mar. De la naturaleza. Sus rasgos marcados, su prominente nariz, propia de un boxeador experimentado, su boca, con esos labios carnosos y esa sonrisa tan expresiva, su pelo negro azabache, de una densidad potente. O su estatura, más bien reducida, a juego con sus fornidas piernas. Por no hablar de las muñequeras con la bandera española que lucía en ambos antebrazos, o de la característica toallita que colgaba siempre del pantalón por su parte delantera.
Más allá de ese marcado aspecto español, la imagen que proyectaba Manuel era la de un hombre recio, fuerte, que a base de esfuerzo y determinación había sido capaz de dejar atrás un pasado de penurias económicas. Había crecido en una familia muy pobre y, quizás por ello, mostraba una humildad congénita en todo cuanto hacía. Humildad para esforzarse, tanto en el exigente régimen de entrenos como en el transcurso de la batalla mental y física de los partidos. Y humildad para valorar los méritos del contrario y reconocerlos deportivamente con gestos amables durante los encuentros. Ese espíritu deportivo, esa caballerosidad, también estaba expuesta a los ojos de medio planeta.
De modo que aquel septiembre de 1975, en los partidos decisivos del US Open disputado en “la ciudad que nunca duerme”, como bautizó a Nueva York Frank Sinatra, Manuel Orantes proyectaba ante los ojos de millones de espectadores de todo el mundo, a su pequeña escala, una imagen de España mucho más agradable, ética y evolucionada que la que sugería el decadente régimen dictatorial de Franco.
Malditas molestias físicas
La gran actuación de Orantes en aquel US Open de 1975 se fundamentó en dos aspectos determinantes: el físico y el psicológico. Vamos a por el primero: el físico. A lo largo de toda su carrera, Orantes disputó un total de 68 finales, de las cuales ganó 33, menos de la mitad. El dato refleja la enorme incidencia que las molestias físicas tuvieron en su trayectoria. “Los médicos me decían que yo tenía una buena estructura porque había trabajado mucho la musculatura. Pero decían que eso era como una casa, que puede estar muy bien decorada, pero que si los cimientos son malos…”. Esos malos cimientos se forjaron durante su infancia, cuando creció entre barracones en el modesto barrio barcelonés del Carmel, en un entorno familiar muy pobre. “Incluso de pequeño había llegado a tener un poco de tuberculosis… y decían que la mala alimentación durante mi infancia había provocado que mi estructura fuera bastante flojita, y que por eso pasé bastantes lesiones”.
Manuel lamenta las dificultades físicas que marcaron su carrera. Y lo hace sin reprimir una cierta nostalgia, tanto por los éxitos cosechados como por los que se le escaparon. Es decir por lo que pudo haber sido y no fue: “A lo largo de mi carrera, lo que me fastidió un poco es que siempre que estaba jugando mi mejor tenis tuve episodios de lesiones que me frenaron. Para mí como deportista lo importante era salir a la pista y pasarlo bien. Puedes perder o ganar, pero que veas que puedes jugar al cien por cien. Y no que pierdes porque te duele aquí, que no llegas bien a la bola, que cada vez te cuesta más… porque además eso psicológicamente te va minando”.
A finales de los años cincuenta en Cataluña, donde se concentraba un 90% del tenis en España, no había una estructura para forjar tenistas profesionales. De hecho, Orantes entró en la primera escuela que se fundó: “Fuimos seis jugadores, dos del Salut, dos del Tenis Barcelona y dos del Polo, y no había una teoría o unos programas que se hubieran llevado a cabo durante tiempo. Uno de los problemas que tuve es que, cuando entré en la Residencia Joaquim Blume con José Guerrero, una gran promesa del Tenis Barcelona, el preparador físico que teníamos, que era el propio director de la Blume, nos hacía realizar una gimnasia que, como me advirtieron luego, no era la más adecuada para mí. Porque yo de piernas siempre había sido fuerte. Nos hacían correr mucho, subir mucho al Tibidabo, bajar…”.
Esa mala planificación física tuvo consecuencias nefastas cuando Orantes empezó a competir. “Debido a una malformación congénita en la espalda, cuando jugaba partidos duros y llegaba al cuarto o quinto set tenía unos calambres y unos problemas en las piernas increíbles. El dolor se concentraba en la zona lumbar y afectaba a la movilidad de la cadera y a la musculatura superior de las piernas. Siempre en los partidos a cinco sets tenía que abandonar, o acababa muy mermado, porque no podía”. Primero fue la espalda, pero conforme avanzó su carrera las molestias se centraron, sucesivamente, en el codo, los meniscos y el hombro. “Entonces siempre me pasaba eso, que disfrutaba del tenis pero cuando podía ganar, cuando veía que estaba jugando muy bien y me faltaba un paso para ganar, los problemas físicos siempre me frenaban. Me pasó en 1972, en 1974, al inicio de 1976, tras ganar hasta nueve torneos en el año 1975, y en los últimos años de mi carrera”.
Pero vayamos al principio. Orantes alcanzó la élite del tenis mundial siendo aún un muchacho. Con 17 años, todavía en categoría júnior, ganó dos de los torneos internacionales más prestigiosos: Wimbledon y la Orange Bowl. Y en 1969, con 20 años, se adjudicó el primero de sus 33 títulos oficiales, el Trofeo Conde de Godó, derrotando en la final a Manolo Santana. Siguió su progresión meteórica, hasta el punto de que a finales del verano de 1973, cuando se impuso en el torneo de Indianapolis ante el francés Georges Goven, había sumado 11 títulos y disputado otras 10 finales. De este modo, a los 24 años ascendió a la segunda posición del ranking mundial, solamente por detrás de un por entonces jovencísimo Jimmy Connors.
A partir de aquel momento, sin embargo, las molestias físicas se concentraron en la espalda, su principal talón de Aquiles, y empezaron a perjudicar su rendimiento. Entre aquellos últimos meses de 1973 y