Orantes. De la barraca al podio. Félix Sentmenat
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Durante el torneo, la ubicación de los jugadores en pleno corazón de la isla de Manhattan facilitaba esas escapadas culturales. “Estábamos en el hotel Roosevelt, el hotel oficial que nos hacía precio especial a los jugadores”. Desde ahí Manuel y Virginia aprovechaban cada momento de descanso para salir a recorrer la ciudad como dos turistas más. “Hoy día también encuentras cosas diferentes pero entonces era otra cosa… la música, las obras de teatro, los museos… y todo aquello lo aprovechábamos, aunque es cierto que lo disfruté mucho más luego… Siendo ya veterano, me invitaban cada año, e íbamos con los niños (los tuvo con su mujer actual, Rosa). Entonces sí que íbamos a pasárnoslo bien y descubríamos más la ciudad”.
Manuel relata con entusiasmo las vivencias que acumuló en la década de los setenta mientras recorría el mundo entero con la raqueta. “Entonces los países eran muy diferentes. Veías cosas que te gustaban e impresionaban porque eran desconocidas. Si íbamos de compras había cosas para mi mujer que eran imposibles de encontrar en España, abrigos, chaquetas… Y siempre alguien te recomendaba algún lugar especial… ‘vete a esa fábrica de no sé qué’. De hecho, la primera televisión pequeña que tuve la traje de Hong Kong la primera vez que fuimos a jugar la Copa Davis. Es decir que ibas por el mundo y en cada lugar te encontrabas cosas diferentes”.
Y volviendo a Nueva York, destaca: “Recuerdo que además del privilegio de acceder a los mejores museos, obras de teatro o discos de música, nos quedamos impactados al descubrir el primer mall, un centro comercial gigante con tiendas de todas las marcas, donde pasabas el día, comías… al estilo de lo que es hoy L’Illa de Barcelona”. Desde el prisma de dos jóvenes que procedían de un país sometido a la austeridad franquista, un país en el que una proporción demasiado amplia de la población todavía sufría los rigores del hambre, y en el que el máximo exponente de modernidad eran los antiguos ultramarinos, antecesores de los supermercados que aún estaban por llegar, esos enormes centros comerciales eran percibidos casi como elementos futuristas de ciencia ficción. El contraste entre la modernidad de Nueva York y la paupérrima realidad social española era, a mediados de los setenta, abismal.
También recuerdo que en aquella época íbamos a los torneos en metro. Así era en Nueva York, pero también en Londres, en París y en todos los sitios. No estaban todavía las cosas organizadas como lo están ahora. Los torneos no tenían tanto dinero como para disponer de sponsors de marcas de coches que hicieran de chófers para los jugadores. Así que en aquellos años tenías que ir en metro, como todo el mundo (ríe). Con la bolsa y las raquetas colgadas al hombro. Piensa que como entonces el tenis estaba arrancando y la televisión no tenía tanto impacto, la gente de la calle no nos conocía. Luego poco a poco, cuando el tenis empezó a ser más popular y empezó a retransmitirse más en la televisión, ya fue cambiando.
Pero regresemos a la competición. Como era previsible, los primeros compromisos fueron sencillos para Orantes. Hay que pensar que entonces no existía la igualdad competitiva que hay ahora.
No había tanta dedicación profesional. Para hacerse una idea, en aquella época nadie tenía entrenador, ni preparador físico, ni por supuesto psicólogo o dietista. Ahora cualquiera de los cien primeros jugadores te puede complicar la vida a un partido, pero entonces las diferencias eran mayores. Después de ver el cuadro, todos sabíamos que lo importante era a partir de cuartos de final. Los anteriores partidos eran más asequibles, eran partidos que yo tenía bastantes posibilidades de ganar.
Los resultados, efectivamente, así lo confirmaron: victorias sencillas a dos sets ante el sudafricano Bernard Mitton y el indio Sashi Menon en las dos primeras rondas; victoria a tres sets ante el campeón alemán, Hans-Jurgen Pohmann; y en octavos, con partidos ya a cinco sets, victoria en cuatro sets ante el francés François Jauffret. “Jauffret era un jugador muy fuerte en tierra batida, había llegado un par de veces a semifinales de Roland Garros, era muy competitivo. Pero bueno, sabía que podía perder algún set, como así fue, pero tenía muchas posibilidades de ganar”.
Nastase, genio y figura
En cuartos de final empezó de verdad el US Open para Orantes. Su rival, el rumano Ilie Nastase, era uno de los grandes jugadores del circuito. Fue el primer número uno del mundo, coincidiendo con la aparición de los rankings computarizados, en agosto de 1973. Meses antes de alcanzar esa posición, había levantado su segundo torneo de Grand Slam en la tierra batida de Roland Garros. Aquel fue su último torneo grande, después de haberse impuesto en 1972 en el US Open, cuando se disputaba sobre hierba. Debieron ser más de dos, muchos más, a tenor de su extraordinario talento. Pero al rumano siempre le traicionó su carácter, entre díscolo, histriónico e infantil. Eso sí, sumó nada menos que 57 títulos individuales y fue campeón del Masters los años 1971, 1972, 1973 y 1975.
La mirada bonachona de Orantes se ilumina, junto a su amplia sonrisa, cuando recuerda algunos de los episodios vividos con el rumano.
Nastase era un poco infantil. Nosotros le decíamos alguna cosa en broma, como retándole, y él enseguida lo llevaba a cabo. Un año, en 1973, en Louisville, salió la norma de que los jugadores tenían que jugar el dobles con la camiseta del mismo color. Él lo jugaba con Arthur Ashe, y cuando iban a salir, estaban los dos vestidos de blanco y le dijimos: “Nastase, te van a multar porque no vais del mismo color, él es negro y tú no” (Manuel ríe abiertamente). Y el tío cogió betún y se pintó de negro… (más risas).
Nastase nació en 1946, tres años antes que Orantes, y sus carreras discurrieron en paralelo, por lo que coincidieron en infinidad de ocasiones y trabaron una buena amistad.
En otro torneo, en Londres, en el Albert Hall, su partido se atrasó mucho y le tocó jugar muy tarde. Y también le dijimos “Nastase, es muy tarde”, y se puso el pijama para salir a la pista a jugar. Y otra vez estábamos en un hotel y le cambió la tarjeta del desayuno al croata Nikola Pilic, que lo había pedido a las 9 de la mañana. Se la quitó y puso otra tarjeta pidiendo tres desayunos enteros a las 4 de la mañana… (ríe). Los del servicio de habitaciones le despertaron, y el otro se encontró con toda la comida en una mesa (más risas). Era un tío muy bromista, pero era por ese aspecto infantil, siempre de buena fe.
De hecho, si uno indaga en la trayectoria de Nastase, además de constatar la opinión unánime de que fue uno de los grandes talentos de todos los tiempos, se encuentra con una amplia variedad de episodios disonantes. En cierto modo, fue uno de los grandes exponentes de una etapa del tenis que quedó definitivamente atrás. Algo así como el último mohicano de un tiempo en el que brotaron por doquier jugadores tan carismáticos que, por tener, hasta tenían nombres carismáticos: Vitas Gerulaitis, Arthur Ashe, John McEnroe, Jimmy Connors, Stan Smith, Adriano Panatta, Björn Borg... Los más viejos del lugar recordarán sin duda la gracia de Nastase para improvisar charlas distendidas con el público, su afición por bromear con los rivales, incomodarlos o increparlos si se le cruzaban los cables, o sus acaloradas discusiones con los árbitros…
Todo en él, desde su habilidad para inventar golpes inverosímiles hasta su comportamiento imprevisible y a menudo inclasificable, era puro espectáculo. Era, por todo ello, uno de los jugadores más apreciados por el público. En la lista negra de su hoja de servicios como enfant terrible del tenis destaca una ocasión en la que, tras discutir con un juez de red que le había anulado un punto de saque al considerar que la bola había rozado la red, impactó un saque de forma deliberada en su cabeza. Una vez concluida su carrera, la polémica siguió acompañándole. En su autobiografía, titulada Mr Nastase y publicada en el 2004, se jactó públicamente de haberse acostado con más de 2.500 mujeres. A lo que su tercera esposa, Amalia Teodosescu, 30 años menor que él, replicó declarando