Orantes. De la barraca al podio. Félix Sentmenat
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El resultado de aquella final de Roland Garros del año 1974, 3-6 6-7 (5) 6-0 6-1 6-1, desconcertó a propios y extraños. Los dos primeros parciales correspondieron a un excelente partido de tenis. En los otros tres no hubo contienda. Aquello, con un título como Roland Garros en juego, fue la prueba más evidente de la gravedad de esas molestias. Se hallaba a un solo set de alcanzar la gloria en París, donde jamás pudo vencer pese a ser uno de los grandes dominadores de la tierra batida en los setenta, y solo pudo anotarse dos juegos en los últimos tres parciales.
• Orantes tenía 20 años cuando derrotó a Santana en la final del Trofeo Conde de Godó de 1969 para adjudicarse el primero de sus 33 títulos. | Archivo histórico RCTB
En realidad, los primeros episodios de dolor en la espalda se remontaron a finales de 1972. Ese año alcanzó su tercera final del Trofeo Conde de Godó, tras haberse impuesto en las dos anteriores, la de 1969 ante Manolo Santana, y la de 1971 ante el norteamericano Bob Lutz. En aquella ocasión cayó por un claro 3-6 2-6 3-6 ante Jan Kodes. “Llegué muy cansado tras un durísimo partido en semifinales ante Stan Smith”. Además, la semana siguiente perdió la final del Campeonato de España ante Andrés Gimeno, cosechando un resultado que sonó a precedente de lo que ocurriría dos años después en la mencionada final de Roland Garros ante Borg. En esta ocasión el marcador reflejó otro estrambótico 4-6 4-6 7-5 6-0 6-0. “Y no abandoné porque era Andrés, pero estaba mal, ya no podía más”.
A raíz de esa derrota tan clara con Gimeno, decidió ver al primer médico, un especialista en la espalda que estaba muy bien considerado. “Esa fue una primera experiencia mala porque me pusieron una faja que estuve llevando durante tres meses. Me prohibió mover la espalda para no empeorar la dolencia, no me dejaba trabajarla físicamente, me dijeron que no cogiera el teléfono para evitar esfuerzos...”. La prueba de que el tratamiento no logró atajar de raíz el problema fue la cantidad de finales que perdió los años 1973 y 1974. “En las finales, cuando me enfrentaba a los rivales más duros, contra los que tenía que estar al cien por cien, no aguantaba. Me faltaba ese pequeño paso para poder competir con los mejores”.
Además, como el médico de la espalda le había prohibido forzar, los entrenamientos eran muy limitados. “Llevaba ya dos años en esa situación y a nivel mental me sentía un poco bloqueado.” Así, cuando a finales de noviembre de 1974 volvió a Barcelona después de disputar el Masters en Australia, empezó a buscar a alguien que le pudiera ayudar. El recuerdo de la final de Roland Garros ante Borg, sumado a las otras cuatro finales perdidas desde entonces, pesaba lo suyo. Pidió consejo y le hablaron muy bien del doctor Carles Bestit, el encargado de los servicios médicos del FC Barcelona. Su prestigio se fundamentaba, entre otros méritos, en su contribución al título de Liga que el Barça había celebrado aquella temporada, tras 14 años de larga sequía, coincidiendo con la llegada triunfal de un tal Johan Cruyff.
“Le expliqué lo que me estaba pasando. Y le pedí que me confirmara si era cierto que no tenía más remedio que aguantar y seguir arrastrando ese problema. O si, por el contrario, podía dar un salto adelante”. Al igual que los anteriores especialistas, corroboró que la deformación congénita de la espalda provocaba que el dolor se fuera acumulando en la cintura y las piernas. Aquello amenazaba con afectar su carrera a medio o largo plazo y era un problema que iba a tener toda la vida. “De hecho, incluso ahora al caminar mucho tiempo lo noto”, confiesa Orantes en la actualidad.
El diagnóstico del doctor Bestit confirmó la gravedad del problema. Pero, tal como ansiaba Manuel desde lo más profundo de su angustia, le ofreció un plan de acción convincente. Un rayo de esperanza. Si hacía un buen trabajo con las abdominales y la cintura para crear un cinturón muscular que le protegiera bien la columna, podía superar ese hándicap. “Así que decidimos dejar de competir tres o cuatro meses. Empezamos a trabajar en el gimnasio del FC Barcelona. Iba todas las tardes una hora y media a hacer los ejercicios y empecé a notar un cambio increíble en la espalda. Por las mañanas seguía jugando, aunque en sesiones más suaves porque el objetivo principal en aquella etapa era recuperarme del todo de las molestias”.
El placer de competir sin dolor
Cuatro meses después empezó a competir. Desde el instante en que salió de nuevo a la pista, quedó claro que la situación, a nivel físico, era muy distinta. Se estrenó en El Cairo, un torneo de menor nivel. Las sensaciones, tras el arduo trabajo realizado, no pudieron ser mejores. Contra todo pronóstico, teniendo en cuenta los cuatro meses de inactividad, se impuso en la capital egipcia, batiendo en la final al francés François Jauffret en cuatro sets. A continuación se desplazó a Montecarlo, un torneo que siempre se le había dado bien. En esas pistas, de tierra batida y a la altura del mar como las del Club Tennis de La Salut de Barcelona en las que se hizo como jugador, había ganado el Campeonato del Mundo sub-16 y sub-18. “Fui con confianza porque allí tenía bastante prestigio, y era un torneo en el que siempre me había sentido cómodo”.
A diferencia de lo que ocurre hoy en día, en aquellos tiempos la ATP no protegía el ranking de los jugadores en caso de que sufrieran una lesión. Por ello, tuvo que disputar la fase previa. Esos partidos de más, en lugar de suponer un inconveniente, le permitieron afianzar las buenas sensaciones con las que llegaba tras su victoria en El Cairo. Volvió a sentir una afinidad especial con las pistas del club monegasco. Ya en el cuadro grande, tras superar sin problemas el compromiso de primera ronda ante el croata Zeljko Franulovic, la providencia del sorteo deparó un duelo ante el primer cabeza de serie del torneo, el norteamericano Arthur Ashe.
Esa exigente prueba de fuego, solventada con un contundente 6-2 6-3 a favor, fue la primera prueba seria de que algo iba bien. Mejor de lo que hubiera esperado en sus augurios más optimistas. Tras ese espaldarazo moral, solventó el resto de duelos que le llevaron a levantar el título con una autoridad incontestable. No solo no perdió un set en toda la semana, sino que en sus últimos tres partidos tan solo cedió un total de 11 juegos: cuatro ante el australiano Dick Crealy, uno ante su compatriota José Higueras y seis en la final ante el sudafricano Bob Hewitt. Definitivamente, el trabajo realizado junto al doctor Bestit, esa arriesgada apuesta por renunciar en seco a la competición y dedicar todas las energías a la rehabilitación de la espalda, estaba dando los frutos esperados.
Aquel mes de abril Manuel regresó al circuito con la ambición de reivindicarse. Las dificultades físicas habían provocado muchas derrotas dolorosas. Le habían impedido ofrecer su verdadero nivel. Ahora, con la espalda del todo recuperada y toda la temporada de tierra batida por delante, el horizonte ofrecía de nuevo un panorama alentador. Efectivamente, su tenis siguió progresando y se impuso en Bournemouth, Inglaterra, y en Hamburgo, Alemania. Y en Roma, la semana previa a Roland Garros, alcanzó la final, en la que se enfrentó al mexicano Raúl Ramírez. El día de la final llovió, y tuvieron que aplazar el partido hasta el día siguiente. De modo que el lunes reanudaron la final y acabó perdiendo en tres disputados sets: 6-7 5-7 5-7.
Los títulos de Bournemouth y Hamburgo y la final de Roma colocaban a Orantes en el grupo de favoritos en Roland Garros. El granadino, además, había sido finalista en la edición anterior, justamente cuando el pinchazo físico ante Borg había sido decisivo para recurrir meses después a la ayuda del doctor Bestit. “Sin querer ser excesivamente confiado, veía que podía tener muchas opciones”. El sorteo deparó un duelo en primera ronda contra el italiano Antonio Zugarelli, al que el año anterior había batido con claridad en el mismo torneo de París. Tras la final en Roma, Orantes llegó a Roland Garros el lunes por la noche y le tocó jugar a las 10 de la mañana del día siguiente. “No