El árbol de la nuez moscada. Margery Sharp

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El árbol de la nuez moscada - Margery Sharp Hoja de Lata Editorial

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La señora Packett reflexionó sobre aquello. En su juventud, antes de casarse, ella misma había pensado a menudo en vivir a su aire criando spaniels. ¿Acaso Julia tendría ideas similares? No había vuelto a casarse, al parecer, pero ¿qué había hecho con las siete mil libras? ¿Se había limitado a seguir cobrando las rentas? «Yo en su lugar —se dijo decidida—, habría abierto un pequeño negocio». A lo mejor lo había hecho; tal vez en ese momento estaba dejando atrás un salón de té, o una sombrerería, o una floristería de alto copete y, en ese caso, era de esperar que tuviese una encargada en la que podía confiar.

      La señora Packett dio una cabezada, se revolvió y se espabiló otra vez. La villa, como el pueblecito que quedaba a sus puertas, estaba muy tranquila y por la ventana abierta entraba una brisa con dulce olor a pino.

      «Le vendrán bien unas vacaciones», pensó, pues por algún motivo, en su duermevela, había llegado a la firme convicción de que Julia tenía una pastelería. Disfrutarían hablando largo y tendido sobre ello: seguro que conocía todo tipo de recetas nuevas y, si lograban sacar a Anthelmine de la cocina, incluso podrían probar alguna…

      —Tartaletas —murmuró la señora Packett, y con ese grato pensamiento se sumió al fin en un plácido sueño.

      4

      Mientras tanto, en el taxi que iba de la sala de variedades a la estación de Lyon, Julia recibía una propuesta de matrimonio. Apasionado pero respetuoso (Julia lo mantenía alejado, en realidad, con un codo apoyado en su pecho), Fred Genocchio le ofrecía su mano, su corazón, su dinero del banco y su casa en Maida Vale.

      —¡Quédate! —le suplicaba—. Quédate conmigo, que es tu sitio, Julie, y nos casaremos lo antes posible. En cuanto termine la semana, los demás pueden volver y tendremos una luna de miel normal. Eres la estrella del espectáculo, Julie, ¡estás hecha para esto y te quiero así! Y tú también me quieres, Julie, ¡sabes que es cierto!

      Sí que lo quería. Dejó caer el codo y, durante un largo minuto, se abandonó a la sobrecogedora sensación del abrazo de un trapecista. El movimiento del taxi los lanzaba de un lado a otro: primero la espalda de Julia, luego la de Fred, golpeaban bruscamente la tapicería, pero ninguno se daba cuenta.

      —Te quedarás —dijo Fred.

      Su voz rompió el hechizo. Julia abrió los ojos, miró distraída más allá de sus hombros y al fin se fijó en dos manchas blancas que destacaban en la oscuridad. Eran las etiquetas de su equipaje, con una dirección que había escrito en Londres tan solo veinticuatro horas antes: «Les Sapins, Muzin, près de Belley, Ain».

      —¡No puedo! —exclamó—. ¡Tengo que ir con mi hija!

      Se apartó de él y notó que Fred se agarrotaba a su lado.

      —¡Tu hija no te necesita tanto como yo!

      —¡Sí, Fred! Es infeliz, y tiene problemas, ¡y me está esperando! No me ha necesitado durante muchos años…

      —Entonces podrá arreglárselas sin ti ahora. Julie, querida…

      —No —zanjó Julia.

      Su congoja no era menos profunda. Saber que sufría, desesperado, cuando con una sola palabra ella podía arreglarlo todo, era una angustia tan opresiva que apenas podía respirar. No estaba en su naturaleza negarse: si tenía amantes con más liberalidad que la mayoría de las mujeres era en gran parte porque no soportaba ver tristes a los hombres cuando era tan fácil hacerlos felices. Su sensualidad era a medias compasión; no podía atarlos corto, razón por la que quizá solo uno se había casado con ella, y ahora —¡qué amargura!—, cuando Fred también quería casarse, tenía que rechazarlo…

      —¡Espérame! —le rogó—. ¡Espera a que vuelva!

      —No vas a volver —repuso Fred con gesto sombrío—. Harán que te quedes allí. Esa hija tuya…

      De pronto, Julia sintió un escalofrío. Hasta entonces, de manera inconsciente, había limitado la existencia de esa hija, y su propio papel como madre, al mes siguiente; en ese momento miró al futuro. Casarse con Fred Genocchio significaría darle a Susan un acróbata como padrastro. ¡Un acróbata entre los Packett! Era algo impensable y Julia se quedó allí sentada, pensando en ello, triste y en silencio, mientras cada sacudida del taxi los acercaba más a la estación de Lyon.

      —Hay algo más —dijo Fred al fin. Julia se quedó inmóvil; por la reserva de su voz, por la repentina despreocupación de su actitud, sabía que estaba a punto de revelarle un secreto íntimo—. Hay algo más —repitió—. Nunca he podido hacer un salto mortal hacia delante en la cuerda floja. Pero a veces pienso que, si tuviera un hijo, tal vez él sí podría.

      5

      Julia no sabía muy bien cómo llegó a subirse al tren ni cómo encontró su coche-cama y le dio propina al maletero. Desde que salieron del taxi, había estado hablando por hablar, ajena a lo que decía, ajena a las respuestas de Fred, ajena a todo salvo a la presión de aquel brazo en su costado. Y sin embargo se las apañó; de un modo u otro, de repente, ella estaba de pie en el pasillo del tren y él en el andén de la estación y había un cristal entre los dos. Fred soberbio y escultural, inmóvil como una roca, el hombre mejor plantado que Julia había visto. Luego el suelo pareció deslizarse bajo sus pies cuando el tren se puso en marcha. Agitó la mano en el aire una vez, como una tonta, se fue dando traspiés hasta su compartimento y cerró la puerta.

      Estaba hecha un trapo, y no era de extrañar. Demasiado cansada para llorar y, desde luego, para quedarse despierta. Tras un breve examen del cuartito de aseo —cuya novedad e ingenio no podían dejar de agradarla—, Julia se echó crema y se puso el pijama en un abrir y cerrar de ojos. Un par de moretones, uno en cada antebrazo, atestiguaban la extraordinaria fuerza del abrazo del señor Genocchio. Era lo único que se llevaba de él y acabaría por desvanecerse…

      Se metió en la litera y ya estaba dispuesta a dormirse cuando reparó en una puerta estrecha y hasta ahora inexplorada. La curiosidad la empujó a levantarse y a descorrer el pestillo y se vio mirando no el interior de un armario, sino del compartimento contiguo (y vacío).

      «¡Qué práctico!», pensó.

      Luego volvió a la cama y durmió como un tronco.

      CAPÍTULO 5

      1

      Diez minutos antes de que el tren se detuviera en Ambérieu (eran entonces las seis y veinte), Julia se puso su sombrero modelo matrona y valoró el efecto.

      No era muy bueno. El sombrero en sí estaba bien, y valía lo que costaba, pero no la favorecía. Tal vez los acontecimientos del día anterior habían dejado demasiada huella: tenía cierto aire de farandulera veterana, curtida y jovial, pero un pelín ajada…

      «Necesito dormir mis horas», pensó al tiempo que se lo ladeaba un poco más. Era de fina paja marrón, tipo hongo, con un ramillete de cintas delante, pero el ángulo en el que se lo había puesto era extraño a su naturaleza. Una señorona viuda en una fiesta a la que le hubieran dado champán en vez de una copita de burdeos podría de hecho suscitar el mismo efecto, solo que no era el que Julia buscaba. Se lo quitó, volvió a plantárselo derecho en la cabeza y lo intentó de nuevo. Bajo el ala, ahora recta, sus ojos oscuros y redondos la miraban con risueña estupefacción;

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