Comunicación y cultura popular en América Latina. Chiara Sáez

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Comunicación y cultura popular en América Latina - Chiara Sáez

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      Wagner, P. (2013). Redefiniciones de la modernidad. Revista de Sociología, 28, pp. 9-27.

      Zapata, Á. (2014). Representaciones del pisco en la música rock. RIVAR, 1(1), pp. d21-36. Recuperado de http://revistarivar.cl/images/vol1-n1/3_zapata-13.pdf

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       En las fronteras de Chile y del Wajmapu: Políticas indígenas y regímenes de alteridad en Chiloé (siglos XVIII-XX)

       Tomás Catepillan Tessi

      Aunque la pregunta por el origen es una cuestión que no agota las inquietudes de los historiadores (Bloch, 2001), existen ocasiones en que la etimología de las cosas, en este caso un texto, nos facilita su presentación. Originalmente propuse dos ponencias a la Conferencia Internacional de Comunicación y Cultura Popular en América Latina y el Caribe. La necesidad impuso la cordura y de las dos resultó una sola presentación, que es precisamente la que tenía el título que encabeza estas planas. La ponencia desechada, que tenía su propio ritmo y sus propias pretensiones, tenía además un título quizá más evocador: “El político brujo: Sobre la historia indígena en el Chile decimonónico”.

      Lo brujo, en primer lugar, pretendía utilizarlo como sinónimo de falso y simulado. Quería utilizar esta palabra como una manera de retomar la imposibilidad de nombrar al indígena como sujeto político en el lenguaje republicano propio del Chile decimonónico (y quizá de buena parte del siglo XX), así como una manera de aludir a la usual sospecha de impostación que proyectan ciertas visiones esencialistas sobre la población indígena. Pero aquella palabra me servía también para hacer referencia a otro asunto, quizá más concreto: el hecho de que los dirigentes políticos indígenas en la frontera austral del Chile decimonónico efectivamente fueron brujos en tanto dirigentes y viceversa, al punto de que tenían una organización cuyo principal cometido era el resguardo del Azmapu,4 o la ley indígena.

      Algo de aquello tendremos que revisar en los párrafos que siguen, aunque quizá pierda la centralidad que habría tenido en la ponencia y capítulo que no fue. De todos modos, aquella incapacidad republicana por reconocer la agencia política indígena sí es central en el texto que usted está leyendo, toda vez que abordaré en lo sucesivo el estudio del fenómeno nacional-estatal desde dos temas aparentemente marginales: la política indígena en Chile (y por tanto las identidades indígenas en el mismo país) y la historia regional de la provincia de Chiloé. Estas materias las trataré a lo largo de siete secciones, en las cuales abordaré las coordenadas conceptuales, los ejes respecto de Chile y del Wajmapu (el país mapuce) con los que dialogaremos, las principales características que me interesan de la frontera austral del Chile decimonónico y cada uno de los cuatro momentos de aquella frontera que funcionan como ventanas o, más bien, laboratorios en los cuales se pueden estudiar las políticas indígenas y los regímenes de alteridad. Espero a lo largo del texto mostrar, teórica y prácticamente, la utilidad de acudir a la historia indígena en Chile y a la historia regional de Chiloé para estudiar el proceso de construcción del Estado-nación chileno.

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      Respecto del título de este capítulo, la idea de política indígena encierra una valiosa ambivalencia. Usualmente, la expresión se utiliza para referirse a las políticas públicas que tratan sobre los indígenas con lo que, por lo general, la población indígena es categorizada como agentes pasivos frente a un Estado activo. En otro sentido, y como uso la expresión en este texto, la idea de política indígena sirve para hacer referencia a las pretensiones y actividades políticas de la población reconocida como indígena. Lo que supone el problema, en primer lugar, de definir qué, quién y cómo ha sido definido o reivindicado históricamente como indígena.

      La clave al respecto, según propongo, retomando el trabajo de Paula López, está en abordar el estudio del conjunto de aquellas “relaciones sociales históricamente constituidas que permiten que un grupo determinado se identifique o sea reconocido como singular, como “diferente”, en circunstancias precisas y frente a actores específicos” (López, 2017, p. 5). En otras palabras, la clave está en abordar el estudio de lo que otras autoras han denominado los regímenes o formaciones nacionales (y provinciales) de alteridad (López, 2017; Briones, 2005; Cadena, 2008; Lenton, 2005).

      Como se puede suponer, si lo indígena es una definición histórica condicionada por relaciones sociales históricamente constituidas, es probable que estos regímenes o formaciones de alteridad no se limiten a la existencia de marcos estato-nacionales (existirían, asimismo, regímenes de alteridad asociados al anterior Estado monárquico, p.e.). Más todavía, desmenuzando aquel “conjunto de relaciones”, podríamos mencionar la necesidad de considerar también los discursos articulados por el Estado, de manera consciente o no, como los que aparecen, por ejemplo, en la legislación sobre indígenas o en aquello que ha sido denominado indigenismo. Del mismo modo, deberíamos considerar en conjunto con la legislación y con aquel campo indigenista, las prácticas concretas del Estado, así como las definiciones e interacciones sociales, propias y ajenas, que son condición de lo indígena.

      Detrás de estas definiciones está la idea de que la política y las identidades indígenas son históricas y de que dicha historia es necesariamente, aunque en el margen, la historia del Estado que ha contribuido a trazar aquellos “regímenes de alteridad” (López, 2017, p. 4). Se vuelve necesario, por lo mismo, aclarar la perspectiva que utilizo para estudiar el fenómeno estatal.

      Lejos de pensar el Estado en los términos con que sus agentes continuamente lo definen (un ente autónomo, homogéneo, coherente), me sitúo al respecto desde la antropología del Estado (Sharma y Gupta, 2006; Corrigan y Sayer, 2007) y, por lo mismo, no parto del supuesto de que existen modelos ideales y prácticas más o menos alejadas de ellos, sino de la idea de que el Estado es un artefacto cultural e histórico: existe en sus prácticas cotidianas, realizadas siempre localmente y en un entramado de intereses, relaciones y subjetividades, de manera desigual en el territorio sobre el que pretende su soberanía, así como existe en las representaciones realizadas por o sobre él. Por lo mismo, al abordar el estudio del Estado se vuelve fundamental la decisión respecto del lugar desde dónde se estudiará.

      A partir de las definiciones de la microhistoria (Ginzburg, 1999), los estudios de frontera (Grimson, 2000; Sahlins, 1991) y la historia regional, de larga data en la tradición historiográfica, se entiende que la elección de este lugar se realice descentrando la mirada o, en otros términos, que pretenda en este capítulo ir al margen para hablar del centro, algo particularmente provocador en un país que se ha construido en torno al centralismo (López Taverne, 2014) y particularmente provechoso por ser precisamente en los márgenes donde el Estado se reconfigura y donde aparecen con mayor claridad sus contradicciones (Rubin, 2003; Das y Poole, 2008).

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      Considerando todo lo que he adelantado, resulta necesario que ahora volvamos la vista específicamente a Chile y Chiloé, en el entendido de que la elección de un buen caso de estudio resulta fundamental para la obtención de resultados, siguiendo la perspectiva propuesta.

      Existe cierto acuerdo en torno al carácter liberal que adoptara tempranamente el Estado-nación chileno, lo que podría apreciarse en el hecho de que este Estado fue oficialmente ciego a las diferencias de su población, construidas como étnicas o raciales durante prácticamente todo el siglo XIX (Loveman, 2014, p. 81), en la homologación de nacionalidad y ciudadanía (p.e. en la Constitución de la República de Chile de 1833) y, por lo tanto, en el significado específicamente político de la nación que sirvió de eje a la República de Chile en sus primeras décadas de vida (Wasserman,

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