Dido, reina de Cartago. Isabel Barceló Chico
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![Dido, reina de Cartago - Isabel Barceló Chico Dido, reina de Cartago - Isabel Barceló Chico](/cover_pre1131549.jpg)
VII.–El troyano Eneas llega a Cartago
VIII.–Eneas decide espiar a la reina Dido
IX.–Eneas y la reina Dido se encuentran por primera vez
X.–Dido da la bienvenida a Eneas
XI.–La reina Dido inicia los preparativos del banquete en honor de Eneas
XII.–La diosa Venus comienza a ejecutar sus planes
XIII.–El dios Cupido obedece las instrucciones de su madre Venus
XIV.–Sigue el banquete en honor de los troyanos
XV.–Eneas relata a la reina Dido la destrucción de Troya
XVI.–Eneas concluye el relato del fin de Troya
XVII.–La Reina Dido experimenta los efectos de la flecha de Cupido
XVIII.–Venus y Juno trazan planes juntas
XIX.–Dido y Eneas consuman su amor
XX.–La reina Dido se declara enamorada de Eneas
I.–El amor de Dido no da fruto
II.–Aparecen más nubes en el horizonte
III.–La sobrina del sacerdote de Hércules ataca
IV.–Discusiones y malestares en torno a la reina Dido
V.–Cambios en la vida de la reina Dido
VI–La reina Dido se queda esperando a Eneas
VII.–Los planes de Eneas son descubiertos por Dido
VIII.–La situación se agrava entre Dido y Eneas
IX.–Última tentativa
X.–Imilce para los pies al poeta Trailo
XI.–Eneas abandona Cartago
XII.–La reina Dido experimenta una gran desazón
XIII.–Dido burla por última vez a Yarbas
XIV.–La señora Imilce y Karo ponen punto final
A mi madre.
A todas las personas que se han visto obligadas a huir de su patria para emprender una nueva vida.
PRIMERA PARTE
UN TRONO EN PELIGRO
I.–Imilce y Karo
Me gusta bajar a la playa al atardecer, cuando los pájaros regresan al nido y sus alas se recortan oscuras contra el cielo rosáceo. Hundo los pies descalzos en el agua y dejo a las ondas acariciarme los tobillos. Me hace bien sentir su mansedumbre, oír el griterío de las aves y ver difuminarse en el horizonte la línea que separa mar y cielo. Pocas cosas desasosiegan tanto a una anciana como contemplar el mundo suspendido entre dos luces. A mí, sin embargo, no me atemoriza. Quizá porque es el momento del día más propicio a los recuerdos y, apenas se los convoca, acuden con rapidez.
–Vinieron por allí –le digo a Karo extendiendo el brazo hacia la derecha, en un gesto carente de precisión.
–Me lo has dicho mil veces, señora Imilce –me responde con cierto descaro–. Sal ya del agua, se te van a arrugar los pies.
–¿Más aún? Anda, tráeme el lienzo para secarme. Y recuerda lo que te he dicho. ¿Lo has anotado en la tablilla?
No es mal chico y, según afirma su mentor, tiene buena letra. No pido mucho más: eso, y que sea diligente a la hora de pasar los apuntes a un rollo de papiro para después corregirlos. Algunas personas opinan que pierdo el tiempo. Por ejemplo, mi nuera. Yo le respondo: ¿para qué querría ahorrar tiempo una vieja como yo? ¿Se detendría acaso si me sentase ociosa junto al fuego o pasara las horas quejándome de los mil dolores que me afligen? Ella no me contesta, claro, aunque me dirige comentarios sarcásticos cuando regreso a casa después de mi paseo vespertino. No lo entiende.
Si los dioses me hubieran concedido una hija o una nieta, no me tomaría tanto trabajo: desde niñas les habría repetido una y otra vez la historia de nuestra reina Dido y su fatal encuentro con el príncipe troyano Eneas, como hizo conmigo mi abuela. Con mis hijos ha sido imposible. Son capaces de reproducir, uno por uno, todos los movimientos que han visto en un combate de lucha griega; no se les olvida la lista de los enemigos de Cartago, pero ¡ay! no les interesa conocer a fondo el origen de esas enemistades. Un error que pagaremos en el futuro, porque cuando la bruma del tiempo borre el recuerdo de aquella primera ofensa, no se podrá medir su importancia ni ponderarse si es razonable o no mantener la discordia. El olvido, en estos asuntos, sólo consigue hacer interminable el reguero de agravios.
–¿Me has oído? Anota bien las últimas frases. ¡Creo que he dicho algo importante!
–No puedo hacer dos cosas a la vez, señora Imilce. Y si no te quedas quieta, no tendré manera de atarte las sandalias.
Mis nueras son jóvenes, desde luego, y aún pueden concebir hijas. Sin embargo, ¿quién me garantiza que viviré para verlo? ¿Y si pierdo la memoria o se me embrolla y soy incapaz de relatar lo ocurrido? Prefiero prevenirme. Por eso me llevo a Karo a todas partes y le voy dictando mis recuerdos según vienen. Además, me hace compañía y me alegra su desenfado juvenil. Ya tendremos tiempo luego de ordenarlos mejor. Y si me muero antes, él podrá hacerlo.
–¿Es cierto que tú misma presenciaste la llegada de los troyanos? –me pregunta mientras coge el manto tendido en la arena y me lo coloca sobre los hombros.
–Tan cierto como que te veo a ti ahora mismo. Una gran tormenta había desbaratado su flota, dispersándola por el mar. La nave de Eneas arribó a una bahía un poco más al este, no puedes verla porque está detrás de ese promontorio. El otro grupo de naves, que él creía perdidas, llegó justo aquí. Y en mala hora.
–Yo los odio –dice de pronto, cuando ya hemos tomado la cuesta de camino a casa.
–Pues haces mal. Odiar, odiar… Y seguro que no sabes por qué. ¿Comprendes lo que te decía antes? –le respondo