Dido, reina de Cartago. Isabel Barceló Chico

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Dido, reina de Cartago - Isabel Barceló Chico

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padre y una gran reina. Dido se levantó y recorrió con agitación el cuarto, como si el primer rayo de sol que acaba de penetrar por la ventana le infundiese energía.

      –Hemos de prepararlo todo para esta misma la noche –dijo–. Avisa tú, con la mayor discreción, a las personas de tu estricta confianza. Deben estar atentas e ir pensando a su vez en quiénes más podrían acompañarnos. Quiero saber cuántas naves mercantes hay en el puerto y, de ellas, cuántas están a punto de zarpar. Las retendremos. Avísame enseguida y hablaré con sus armadores. Esta noche daré en palacio un gran banquete y deseo invitarlos a todos. Ya veremos qué pretexto invento. Es una buena manera de retener a Pigmalión a mi lado y tenerlo bajo vigilancia. ¿Hay alguien a quien podamos encargarle provisiones para la travesía? Es preciso actuar con absoluta reserva.

      –Mi hijo mayor puede aprovisionarnos –respondió el príncipe del Senado –y también pondrá a tu disposición sus naves.

      –Debemos llevarnos el tesoro del templo. Sin disponer de bienes, es difícil fundar otra ciudad.

      –Mi reina, amo y admiro tu valor –dijo el anciano –. ¿Sabes la gravedad del peligro que estás corriendo?

      –Amigo mío, aunque casi podría decirte: padre mío. Si no intento salvarme y salvar a mi pueblo ¿habrá muerto mi marido inútilmente? Haz esas gestiones y vuelve enseguida aquí. Aún habremos de forjar muchos planes.

      –Rápido Barce –apremió la reina Dido, apenas se marchó el Príncipe del Senado a cumplir sus encargos–, debo estar arreglada cuanto antes. Ya has oído la conversación. Vendrás conmigo ¿verdad?

      La anciana sostenía en las manos una túnica limpia para la reina y se acercó a ella. Dudó un instante antes de responder.

      –¿Y qué será de mi nieta? –preguntó despacio–. Es muy pequeña aún y no conozco a nadie a quien pueda confiarle su cuidado mientras mi hijo está ausente. No le queda familia por parte de su madre, como sabes. Por esa razón la traje conmigo.

      –Escúchame, Barce. Vamos a emprender un camino peligroso para todos. Corremos muchos riesgos, no sólo de fracasar en la huida, sino también de no conseguir sortear los peligros del mar o no encontrar esa nueva tierra para asentarnos en ella. A tu edad no es fácil cambiar de vida, dejar atrás lo conocido para afrontar un futuro lleno de incertidumbres. Te pido, sin embargo que me acompañes. Tu nieta vendrá con nosotras, como vendrá también mi hermana Anna. ¿Estaríais más seguras permaneciendo en palacio? ¿Te librarías tú de la inquina de mi hermano, después de haber pasado toda tu vida cuidando a Siqueo y luego también a mí? No juzgo para vosotras más peligroso entregaros al capricho de la fortuna que quedaros en Tiro.

      El curso de esta conversación no había interrumpido el aderezo de la reina. Estaba sentada mientras Barce le cepillaba el cabello antes de trenzarlo y sujetarlo formando un moño en la nuca. Dido le detuvo la mano y se giró hacia ella para mirarla de frente.

      –Te daré otra razón: te necesito –y al decir esto las lágrimas estaban a punto de desbordarle los ojos–. Desde que me quedé huérfana y perdí a mi propia nodriza, tú has sido como una madre. Sabes cuán importantes son para mí los afectos. Sin mis padres, sin mi esposo, con la traición de mi hermano y debiendo hacer frente a la responsabilidad de guiar a parte de mi pueblo entre la bruma incierta del futuro, ¿qué me queda? O, mejor dicho, ¿quién me queda?

      Barce levantó su mano, sujeta aún por la mano de la reina, y se la besó.

      –No te abandonaré.

      –Gracias, amiga mía –respondió la reina. Y retomando su actitud resolutiva, añadió:– Esto has de hacer: prepara discretamente mi baúl. Guarda en él mis joyas y el manto de lana de mi madre. Elige sólo la ropa precisa, pero hazlo pensando que pasará mucho tiempo antes de que podamos conseguir otra. Deja fuera la copa de oro de mi padre, quiero utilizarla en el banquete de esta noche, ya la guardaremos luego. Pon en otro baúl las cosas tuyas y de tu nieta, y haz hueco en él para las de mi hermana Anna. Nadie debe enterarse, ni siquiera ella, de modo que hazlo con el mayor disimulo. Vendrán más personas de palacio, pero hemos de impedir conversaciones sobre el tema, porque mi hermano tendrá espías aquí.

      Una vez concluido su arreglo, la reina se marchó dejando a Barce con los preparativos. Se dirigió al salón donde habitualmente despachaba los asuntos cotidianos y le aguardaban sus secretarios. Les anunció una buena noticia: había tenido conocimiento de la llegada de un mercader procedente del extremo más oriental del mar. Al parecer, se había abierto una nueva ruta al comercio y estaba dispuesto a informarles. Esa misma noche pensaba celebrar un banquete en palacio para agasajarlo y escuchar lo que hubiera de contarles sobre esa nueva ruta. Era preciso cursar de inmediato invitaciones a todos los mercaderes y armadores de Tiro, porque podía ser una reunión muy importante. También debían venir algunos senadores en representación del Senado. Y su hermano Pigmalión, desde luego: ella personalmente le haría llegar la invitación. Dada la premura de tiempo, debían distribuirse el trabajo y ponerse a ello enseguida.

      Durante toda la mañana, el salón fue un continuo ir y venir de gente. Por él desfilaron el cocinero mayor, los proveedores, el mercader decano del puerto de Tiro, el noble Aemilius, jefe de mantenimiento de las obras públicas y el Príncipe del Senado, con quien tomó un pequeño refrigerio en el comedor familiar.

      –Tengo ya los datos que necesitas, mi reina –dijo el anciano cuando se quedaron a solas–. En este momento hay fondeadas veintinueve naves mercantes. Nueve de ellas son propiedad de amigos de tu hermano, tienen mucha vigilancia y debemos descartarlas. Contamos, por tanto con veinte naves, doce de las cuales son de mi hijo. Las otras ocho están listas para zarpar y pertenecen a personas dispuestas a seguirnos. Además de la tripulación, cada una puede llevar a unas veinte personas. Serían cuatrocientas en total.

      –¿Todas de confianza? De palacio vendrán conmigo aproximadamente veinte.

      –Sí, son de fiar –respondió el Senador–. Cada nave tendrá, además del capitán, a un jefe de expedición. Puedes estar tranquila. Hay caballeros, mercaderes y un buen número de artesanos con sus familias, siervos y empleados. Gente de paz, fieles a la memoria de tu padre y a ti. Hemos de llevar también algunos soldados en cada nave. Es conveniente precaverse ante cualquier peligro.

      –Respecto a las naves de guerra que hay en el puerto… –dijo la reina– No nos sirven, pero no quiero que Tiro quede indefensa ni tampoco vamos a dejarlas intactas, porque nos perseguirían con ellas. Su velocidad es superior a las naves comerciales y nos destrozarían enseguida con sus espolones. He pensado perforarles el casco. No pretendo hundirlas, sino inutilizarlas para la navegación.

      –Sería necesario hacer lo mismo con las nueve mercantes… –le hizo observar el anciano.

      –No, no. Al contrario, espero que esas naves nos persigan cuando mi hermano se percate de nuestra fuga. Quiero tener testigos de lo que me propongo hacer.

      Dido se quedó pensativa durante unos instantes, pero no aclaró nada más y cambió de tema.

      –He ordenado al jefe de las obras públicas realizar algunos arreglos en la tapia del patio del templo de Melqart. Conviene aumentar su altura y para ello es necesario profundizar y reforzar sus cimientos, así que prepararán una zanja por la parte interior, entre la propia tapia y el pozo. No te extrañes, por tanto, de ver a un grupo de hombres trabajando allí.

      El viejo senador intuyó el significado de estas palabras. El tesoro del templo debía estar enterrado en el patio. La audacia de la reina era enorme:

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