Dido, reina de Cartago. Isabel Barceló Chico
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Ambos se miraron con intensidad. Eran muy conscientes del peligro. Dido sonrió con afecto y le dio un par de golpecitos en la mano al senador.
–Un último pero fundamental encargo: ordena a tus siervos llenar diez o doce sacos de tierra de tu huerto. Que les pongan una señal bien visible y los carguen en mi nave, en la cubierta. Y ahora, querido amigo márchate y continúa los preparativos. He de hablar con un actor griego, quien esta noche ha de representar el papel más importante de su vida y la nuestra. Nos veremos más tarde, en el banquete. Te colocarás al lado de Pigmalión y le animarás a beber vino… insinuándole que no beba. Sabes cuánto le gusta llevarte la contraria.
Y sin añadir una palabra más, con una sonrisa de ánimo, la reina Dido se levantó y volvió a su trabajo.
VII.–Una equivocación
–¿Fue cierta esa conversación? –pregunta Karo mientras vamos de camino al mercado. Anda un paso por detrás de mí y grita como si yo estuviera sorda. Es cierto que hay bastante ruido en la calle. Buena señal. Abundan los artesanos y todos trabajan con las puertas abiertas, menos el cordelero Kostas. El hombre no tiene taller fijo y cada día se sienta a trabajar donde le apetece. Es más viejo que yo. Sospecho que no ve bien y en invierno va buscando la luz y el calorcillo del sol y en verano la sombra, como los gatos y los perros. No estoy sorda, no. Aunque, a veces, si no me conviene oír, no oigo. Es un privilegio de la edad, aunque mi nuera se empeñe en considerarlo un defecto.
–Te he dicho varias veces que no me hables en mitad de la cuesta. ¿No comprendes que tendría que volverme para contestarte y puedo perder el equilibrio? A ver, ¿qué me decías?
–Tienes razón, señora Imilce, pero la culpa es tuya. Me has contagiado tu manía de decir las cosas cuando se te ocurren… –Como ya estamos en terreno llano, podemos caminar uno al lado del otro y entendernos, a pesar de los ruidos–. Te preguntaba si de verdad tuvo lugar esa conversación entre Barce y Dido, o si has exagerado. Con todos mis respetos, me resulta raro que la reina hablara de ti.
–Guárdate tus respetos y tus impertinencias. ¿Crees que Barce me hubiera dejado en Tiro, habiendo muerto mi madre y con mi padre navegando por quién sabe qué mares? ¿Y hubiera metido ella en la nave a una mocosa de cinco o seis años sin el permiso de la reina?
Aprieto el paso sin mirarlo. Me ha molestado la pregunta y lo que revela de desconfianza. Otras muchas personas podrían preguntarse lo mismo, cuestionar quién soy y si digo la verdad. ¡La verdad! Vaya una palabra pretenciosa. Todo el mundo dice conocerla y es la gran desconocida. Yo cuento lo que sé y tal como me fue narrado. Lo demás son pamplinas.
–Y otra cosa te digo, señor Karo. ¿Quién está escribiendo esta historia?
–Tú, desde luego –responde con un tono más humilde.
–Y estoy aquí ¿no? Y llegué con la reina Dido, ¿no es cierto? Puedes preguntarle al cordelero Kostas, él vino al mismo tiempo que yo. Pues ahí tienes la respuesta. Y estoy en mi derecho de aparecer en la historia, que se sepa quién era Barce y quién era yo. Si trataron de mí en ese momento o en otro, carece de importancia. Hablaron. Y se dijeron esas cosas.
Alcanzamos los primeros tenderetes del mercado sin cruzar una palabra más. Karo se limita a levantar el capazo para que le pongan dentro las coles y las demás verduras según las voy adquiriendo. Es consciente de haberme irritado o, al menos, eso creo. Al cabo del rato abre el pico.
–Espero ganarme yo también el derecho a figurar como tu escriba.
–Ya veremos –le respondo. O sea, que ha comprendido.
***
La jornada estaba siendo extenuante y el sol aún seguía ascendiendo. Al puerto de Tiro no habían dejado de llegar carros repletos de mercancías y los estibadores tenían rotas las espaldas. Parecía que todo el mundo quisiera hacerse a la mar. Grandes cajones donde solían guardarse los perfumes, las telas y el vidrio habían ocupado muchas bodegas. Pocos sabían que en lugar de mercancías llevan comida, utensilios y ropa.
Acus, el hijo mayor del Príncipe del Senado, se paseaba por delante de sus naves inspeccionando la carga. Estaba radiante. Mucha gente lo saludaba y lo miraba con respeto. Se había encontrado a varios conocidos en el muelle y les había expresado su confianza en hacer buenos negocios. Una adivina le había asegurado que se acercaban días de bonanza en el mar y, mientras le vaticinaba el futuro examinando un puñado de tabas, un rayo de sol había destellado con un brillo cegador en la más grande de ellas. Un signo claro de grandes beneficios. Y, desde luego, pensaba aprovechar una predicción tan venturosa. Al calor de esas buenas perspectivas, otros comerciantes que tenían ya sus naves preparadas habían declarado también su intención de zarpar en cuanto subiese la marea.
Cuando el sol ya había traspasado su cenit, Acus se acercó al palacio de la reina Dido con el pretexto de proponerle participar a medias en los gastos y beneficios de una de sus naves. Se trataba de un buen negocio, aseguró a los secretarios de la reina. Dido le pidió unas horas para pensarlo y, entre tanto, lo invitó a dar un paseo por su jardín. Necesitaba tomar el aire.
Apenas enfilaron con lentitud un pequeño sendero bordeado de cipreses, donde nadie les podía escuchar, la reina le preguntó directamente.
–¿Cómo van los preparativos? ¿Estará todo a punto?
–Creo que sí. No podemos trabajar más deprisa, mi reina. Lo más importante, sin embargo, es embarcarnos y zarpar. El no estar perfectamente abastecidos no tiene demasiada importancia, habiendo tantos puertos…
–Veremos si somos capaces de engañar a mi hermano. He contratado a un actor, te lo habrá dicho tu padre. Se hará pasar por comerciante griego y cantará las alabanzas de la ruta hacia oriente reabierta por el estrecho de los Dardanelos. Ya sabes, la recuperación del orden y la tranquilidad en la zona después del caos que siguió a la aniquilación de los troyanos por parte de los griegos. –la reina se detuvo y se giró para mirar a Acus–. Confío en que tú y tus amigos contribuyáis a hacer más creíble el relato e, incluso, echéis una mano al actor si se ve en dificultades para responder a alguna pregunta.
Acus asintió con la cabeza. Podía resultar una tarea ardua si a Pigmalión y sus compinches se les ocurría interrogar al falso comerciante. Corrían un gran riesgo. Mucho menor, sin embargo, que dejar a Pigmalión sin vigilancia y con libertad de moverse a su antojo en esas horas críticas. Era preciso no perderlo de vista ni un momento.
–Antes del banquete tengo previsto sacrificar un toro blanco a la diosa Juno. Ha sido una firme patrona de los griegos. Si pensamos enviar nuestras naves a oriente atravesando sus dominios, parecerá razonable propiciarla a nuestro favor, ¿no te parece? –dijo la reina iniciando el camino de vuelta–. Ese será el motivo formal. En realidad voy a poner bajo su protección la ciudad que pensamos fundar y le prometeré construir en su honor un santuario. Necesitamos el amparo divino y no se me ocurre otro más poderoso que el de la reina de las diosas.
–Me parece una buena decisión. Y más todavía porque pensaba dar orden a todos los capitanes de poner rumbo al norte, como si fuéramos a tomar esa ruta reabierta al oriente. Nos reuniríamos luego en la isla de Chipre. Y desde allí, con más calma, podremos tomar las siguientes decisiones. ¿Te parece bien? –Dido asintió con la cabeza. Lo principal era huir, después ya buscarían