Dido, reina de Cartago. Isabel Barceló Chico
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–Eres un mercader muy raro –interrumpió de pronto Pigmalión, dando un golpe con la palma de la mano sobre la mesa–. Y te diré otra cosa: no me gustas.
Y, en un instante, en el salón se hizo un silencio de hielo.
IX.–Los planes avanzan
Los convidados de la reina Dido quedaron en suspenso. Algunos tenían los alimentos a mitad de camino entre la mesa y la boca. Nadie miraba a nadie. Más allá de la falta de cortesía de Pigmalión hacia un huésped, más grave y notoria por tratarse del invitado de honor de la reina, la agresividad de sus palabras causó gran preocupación a todos, aunque en sentidos distintos.
Los aliados del príncipe encontraron esta actitud peligrosa: ofender de ese modo a la reina podría enojarla, ponerla en alerta sobre sus intenciones y desbaratar sus planes. ¿Qué ganarían Pigmalión y todos ellos con llamar la atención entre tantos asistentes adictos a la soberana? Cuánto mejor sería pasar desapercibidos, dar impresión de la mayor normalidad.
También la angustia se había apoderado de aquellos comensales preparados para huir al cabo de unas horas. Tenían el corazón en la garganta. Quizá habían sido descubiertos o el ardid del actor haciéndose pasar por comerciante había suscitado las sospechas y la desconfianza del príncipe. Por último, quienes no estaban en ninguno de los dos planes eran perfectamente conscientes de que algo extraño ocurría. Y el comportamiento de Pigmalión no era un buen síntoma.
–También a mí me pareces raro, señor Anarkasis –dijo la noble Diana con acento risueño y una gran sonrisa–. ¡Tan raro como todos los griegos…! Mi madre solía decir: “Dale un arado a un griego y lo verás labrar como cualquier otro hombre. Dale la palabra, ¡y construirá un mundo ante tus propios ojos!”. Y tú lo has demostrado.
Un rumor de aprobación acogió la intervención de esa dama.
–Tus palabras me halagan, noble señora –respondió Anarkasis–. Y quiero reivindicarme ante ti, príncipe Pigmalión. Mi amor por aquellas tierras me ha hecho olvidar por un instante que a tu nobleza y juventud le acomodan mejor otros asuntos. ¿Sabéis que Odiseo, el más sagaz de los griegos, no ha llegado todavía a su patria? Y se dice que muchas naves troyanas surcan los mares en busca de tierras donde asentarse.
–No me interesan los perdedores –respondió Pigmalión despectivo.
Sin embargo, y a pesar de haber bebido en exceso, se dio cuenta de lo inconveniente de su conducta y se contuvo. Era mejor tratar de disimular su mal humor y su impaciencia. Ahora mismo debería estar buscando el tesoro de Melqart en lugar de perder el tiempo en esa cena ridícula. Aunque, bien pensado, más valía que su hermana se entretuviese escuchando a ese mamarracho y no le preguntara por Siqueo. Era extraño que no lo hubiera hecho ya. Sí, muy extraño. Rechazó con la mano al criado que iba a llenarle de nuevo la copa y miró a su hermana de reojo. Se la veía tranquila.
–Pigmalión es un magnífico guerrero –intervino la reina –y apreciaría mucho conocer las tácticas empleadas en esa guerra. ¿No es así, hermano?
–En tal caso, señor –continuó Anarkasis–, te gustará conocer los detalles del combate en el cual Aquiles derrotó al troyano Héctor a los pies de los muros de Troya. ¡Un duelo excepcional…! Escuchad…
Las calles de Tiro, a esas horas de la noche usualmente desiertas, estaban llenas de gente. En intervalos de tiempo establecidos, desde diversos puntos de la ciudad acudían hacia el puerto grupos de hombres y mujeres con sus sacas, algunos llevando en los brazos a sus hijos dormidos y a otros de la mano. No hablaban ni hacían ruido. Andaban por callejuelas estrechas y huían de los espacios abiertos. Al llegar a las esquinas se detenían y escrutaban la siguiente calle antes de seguir. La noche era clara y no hacían falta antorchas. Cada familia sabía cuál era la nave en la que debía de embarcar y obedecía los gestos de los marineros quienes, desde la cubierta, les invitaban a darse prisa. Otros hombres, al pie de las pasarelas de madera montadas entre el muelle y las embarcaciones, los ayudaban con los fardos, los niños e incluso subían en brazos a los pequeños animales domésticos que, paralizados por el miedo, se negaban a avanzar. La operación estaba saliendo bien. Ya habían levado anclas ocho naves.
Los compinches de Pigmalión habían enviado a dos hombres a espiar a los vigilantes de las obras del templo de Melqart. Apostados en el ángulo de una callejuela, junto a un portal, desde ese escondite distinguían con claridad las antorchas apoyadas en el muro y a los cuatro soldados armados haciendo guardia. De ellos, dos permanecían en pie dentro del recinto del patio y los otros dos paseaban arriba y abajo por delante de la pequeña tapia, quizá para espantar el sueño.
A los espías les hubiera gustado hacer lo mismo, andar para desentumecer los músculos. Pero no podían moverse, correrían el riesgo de ser descubiertos. Estaban realizando una misión aburrida y, a su juicio, innecesaria. ¡Cuánto mejor pasarían la noche jugando a los dados o bebiendo vino en algún figón!
De pronto, les pareció ver una sombra y se pusieron en alerta. Aguzaron el oído. ¿Qué podía ser? Parecía el roce de pisadas. Extrajeron de sus cintos los puñales y permanecieron tensos.
En palacio, el salón del banquete estaba muy animado. Anarkasis había conquistado a sus oyentes y éstos no cesaban de hacerle preguntas acerca de esa guerra sobre la cual sabía tanto. La señora Diana se interesaba por las damas y trataba de indagar sobre Helena. ¿Era tan hermosa como decían? ¿Era cierto que la raptaron? Se originó un debate sobre si había sido o no necesario mover a todos los reyes griegos para ir a Troya a rescatarla. Las opiniones estaban divididas. El Príncipe del Senado había hecho ya varias discretas advertencias a Pigmalión para que no bebiese tanto y, felizmente, habían sido acogidas por parte de éste con la indiferencia más absoluta. Seguía bebiendo y, de vez en cuando, intervenía en el debate. Desde luego, si él hubiera luchado con los griegos, le habría dado su merecido a esa zorra.
Acus cruzó una mirada de entendimiento con la reina Dido y ella se levantó de la mesa del banquete. No le extrañó a nadie, porque llevaban ya mucho tiempo sin cesar de comer y beber. Se dirigió con presteza a su cuarto.
–Barce –dijo sin levantar la voz–, ha llegado el momento. Este es el plan: deja sobre mi lecho la ropa ligera como acordamos y una pieza de tela para hacer luego un hatillo con las que llevo puestas. Iremos juntas ahora mismo a despertar a Anna y yo le explicaré todo. Después, cogerás a tu nieta y vendréis las tres aquí. Dentro de poco llegarán unos hombres para cargar los baúles y acompañaros hasta la nave.
–¿Quieres decir, mi reina, que no vienes tú? –preguntó con ansiedad la anciana.
–Iré después, cuando haya resuelto otros asuntos. Embarcaré a tiempo, no temas. Pero vosotras debéis estar allí cuando yo llegue. ¿Comprendes? Es muy importante para mí saberos a salvo, eso me permitirá actuar en todo momento como debo, sin temores.
La vieja Barce no pudo evitar las lágrimas. Abrazó un momento a la reina, luego se secó las mejillas con las manos y trató de sonreír. Ambas se dirigieron al cuarto de la hermana de Dido.
–Anna, Anna –susurró la reina al oído de la muchacha, mientras