Dido, reina de Cartago. Isabel Barceló Chico

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Dido, reina de Cartago - Isabel Barceló Chico

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le contraían las entrañas y en mantenerse firme sobre las piernas. No podía ser cierto. Deberían volver a mirar a través del ventanuco, cerciorarse de no haber sido engañadas por el miedo o la penumbra. Sin embargo, ninguna de las dos se sentía capaz de hacerlo. ¿Cómo podrían soportar de nuevo la vista de tanto horror? El soldado miró entonces por la otra ventana y su expresión les confirmó que no se habían equivocado.

      Dos hachones en el interior del templo arrojaban luces y sombras y subrayaban el espanto de la escena. Junto al ara de los sacrificios del dios Melqart, sujetos a un clavo por las muñecas, pendían los despojos de un hombre. Un colgajo de músculos rojizos rezumantes de sangre, perfectamente marcados, como si fuesen obra de un artista. Aún colgaban de las rodillas y de los costados tiras de piel opaca y flácida. Las mujeres habían reconocido a Siqueo por los cabellos y la barba, por la nobleza que aún quedaba en su rostro estragado por la tortura e inclinado, ya sin vida, sobre el pecho sanguinolento. Lo habían desollado vivo.

      Varios soldados se movían cerca de él. Delante del altar, dando la espalda a la víctima, estaba Pigmalión, el hermano menor de Dido. Las mandíbulas y los dientes contraídos por la furia, los rasgos de la cara ensombrecidos. Un destello relampagueaba en sus ojos mientras observaba a unos hombres agachados a sus pies.

      –¡Daos prisa! –los apremiaba a media voz–. Apartad cuanto antes esas losas. No tenemos toda la noche. El oro debe salir enseguida si este cerdo ha dicho la verdad…

      Estas palabras, apenas audibles pero cargadas de malevolencia, arrancaron a las mujeres de su estado de estupor. Era urgente huir, ponerse a salvo. Venciendo la parálisis y la angustia de su ánimo, abandonaron con rapidez el patio del templo y recorrieron en sentido inverso las mismas calles desiertas hasta llegar al palacio. Dido apenas podía hablar, su mente era un torbellino que giraba y giraba incapaz de detenerse en nada. Sin embargo, sospechaba ya las razones por las que su marido había sido torturado y asesinado de modo tan cruel. Y tenía plena conciencia del peligro. Antes de llegar al umbral de su dormitorio, se volvió hacia el soldado y lo miró a los ojos.

      –¿Eres leal a tu reina? –le preguntó.

      –Daré la vida por ti, señora.

      –Entonces, busca un compañero para relevarte en la guardia –le dijo– y tú, sin perder un instante, ve a casa del Príncipe del Senado. Sácalo del lecho y tráelo enseguida a mi presencia. No le descubras nada, dile únicamente que lo llamo por un asunto muy reservado y urgente.

      Cuando el soldado se marchó, las dos mujeres entraron en la habitación.

      –¿Podemos confiar en él?

      –Sin duda. De otro modo ya nos habría delatado a Pigmalión –respondió Dido–. Pero, ¿cómo me atrevo aún a hablar así? No hay en esta ciudad una confianza más vapuleada que la mía. ¿Has visto, Barce? ¿Viste a Siqueo…? Y ha sido mi propio hermano el asesino...

      Las dos mujeres se abrazaron y Dido acarició el cabello de la vieja sirvienta. Barce tenía el corazón destrozado. Había recibido a Siqueo cuando apenas contaba unas horas de vida, lo había amamantado de sus pechos al mismo tiempo que a su hijo, creció bajo sus cuidados. Si hubiera nacido de su propio vientre no lo habría amado más.

      –Escúchame bien, Barce –dijo la reina deshaciendo el abrazo–. No podemos llorar ni lamentarnos. No ahora. Bien sabes cuánto significaba Siqueo para mí. Si me hubieran dicho ayer que hoy estaría muerto, me habría ofrecido a morir en lugar suyo. Pero no hay elección posible. Nuestras vidas están en juego y mi pueblo y mi corona también. Es preciso pensar, y hacerlo rápido si queremos salvarnos. –Y como la anciana continuaba sollozando con la cabeza gacha, le tomó con ambas manos el rostro y se lo levantó–. Mírame, Barce. Ayúdame a ser fuerte. No pienses que el aplazar el duelo atenta contra la dignidad de Siqueo o apartará de nosotras la amargura. Cuando todo esto haya concluido, el dolor nos estará esperando.

      –Mi reina –interrumpió el soldado de guardia–. El Príncipe del Senado está aquí.

      –Quieran los dioses iluminarnos para afrontar con acierto las próximas horas. Hazle pasar.

      Barce se retiró discretamente al fondo de la habitación apenas oyó al soldado anunciar la llegada del Príncipe del Senado. Se apresuró a arreglar las ropas del lecho de Dido y a retirar del suelo su propia yacija. Con las prisas por salir, todo había quedado revuelto. Esta pequeña tarea, la preocupación por no ofrecer al visitante la impresión de desorden y descuido, tuvo el efecto de entretener su mente durante unos instantes y amortiguar la pesadumbre.

      La reina Dido recibió con deferencia a su invitado y con un gesto lo invitó a sentarse en uno de los escaños frente a la ventana. Era un hombre de edad y sus escasos cabellos blancos aureolaban un rostro enjuto que debió ser bello. A su lado, la reina parecía casi una niña. No había tenido tiempo de peinarse y su cabellera rubia le caía sobre los hombros. El manto oscuro la hacía parecer aún más menuda y, por contraste, destacaba y acentuaba la palidez de su piel.

      –Me conoces perfectamente –dijo la reina, mirándolo a los ojos– y sabes que no te habría llamado a esta horas sin motivo. Necesito tu sabiduría y tu consejo. Fuiste el mejor amigo de mi padre y espero de ti lo que me habría dado él, si viviese.

      –No te defraudaré. Y no necesitas tantas cortesías conmigo, tienes todo mi afecto y fidelidad, puedes hablar sin miedo. Tu llamada me ha sorprendido hasta cierto punto. Últimamente tu hermano Pigmalión anda muy alborotado.

      –Sobre él quería hablarte. ¿Han aumentado sus seguidores?

      –Mucho. Sobre todo entre los jóvenes de la nobleza. Tiro es una ciudad muy apacible y ellos se aburren. Desprecian la paz y el comercio, los dos pilares sobre los que se asienta nuestra monarquía. Pigmalión les habla de la guerra. De conquistar nuevos territorios y, con ellos, riquezas sin fin. Sabe alimentar sus ambiciones y sus sueños. Les promete alcanzar fama y gloria en el campo de batalla, botines inmensos. Lo de siempre. Todo aquello que no obtendrían contigo en el trono.

      –¿Ese grupo está maduro para destronarme? Y dime, en caso afirmativo, ¿quién me apoyaría?

      El viejo senador juntó las palmas de las manos y con ellas se golpeó ligeramente los labios. Dido observaba su concentración, no quería interrumpirle pese a sentirse ansiosa. Al fondo de la estancia, entre las sombras, Barce escuchaba esta conversación sin apartar de su mente a Siqueo. Al cabo de unos minutos, el anciano volvió a hablar.

      –Esto es lo que pienso: muchos jóvenes lo seguirían y arrastrarían a otros consigo. Desde hace meses tu hermano trabaja en esa dirección. Lo tiene todo bien calculado. Sin embargo, le falta un factor muy importante: el oro.

      Esta respuesta puso en alerta a Dido.

      –¿No encuentra entre sus amigos ni entre los prestamistas a nadie dispuesto a sostener con su patrimonio una insurrección contra mí?

      –Me gustaría responderte afirmativamente, pero faltaría a la verdad. Las guerras producen muchas riquezas y siempre hay desaprensivos dispuestos a arriesgar en ellas sus fortunas. Más todavía si está en juego un trono. Sin embargo, Pigmalión no los está buscando. De otro modo, yo lo sabría.

      –¿Entonces? –preguntó la reina.

      –O no se decide a dar el paso todavía, o no quiere depender de nadie para evitar verse luego obligado a devolver favores. Pretende demostrar a los suyos que es el primero y más fuerte, que tiene voluntad y capacidad para imponerse a todos

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