Dido, reina de Cartago. Isabel Barceló Chico

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Dido, reina de Cartago - Isabel Barceló Chico

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luego, mi reina. ¿Necesitas algo más de mí?

      –No, querido amigo, tienes mucho trabajo. Y yo también debo atender a otras personas deseosas de ayudar. Quienes están con nosotros deben sentirse parte de esta aventura. Sin el esfuerzo aunado de todos, nada puede hacerse con éxito.

      ***

      –Ahí es donde se equivocó –le digo a Karo mientras andamos despacio por la playa.

      –¿Quieres decir que le traicionó Acus o alguna de las personas en quien ella confiaba?

      –No, en absoluto. Se equivocó al encomendarse a la madre Juno. Las divinidades son muy peligrosas. Con ellas no se sabe nunca qué es mejor. En mi opinión, no invocarlas ni hacer nada para recordarles nuestra existencia. Pero esto no lo podemos decir, me llamarían impía. ¡No se te ocurra anotar estas palabras…!

      Después de ofrecer el sacrificio a la diosa Juno, la reina Dido regresó a su palacio. Mientras atravesaba las calles cercanas al puerto, había podido comprobar cuánto tensaba a la población de Tiro la excesiva actividad. A los gritos de los carreteros pidiendo paso se unían las protestas de los viandantes; los aguadores se abrían camino por entre el gentío y no daban abasto a satisfacer a tantos vozarrones sedientos; estallaban disputas por todas partes. Un estibador había caído al agua y sólo la intervención de uno de los guardias que vigilaban las naves de guerra lo había salvado de la muerte. La amplitud de un movimiento tan desusado en el puerto había dado lugar a muchos comentarios. Algunos amigos de Pigmalión se paseaban por delante de las naves, observaban las operaciones de carga y preguntan aquí y allá. No les gustaba lo que estaban viendo.

      –Mi patrón, el noble Acus, no puede esperar ni un solo día para hacerse más rico –respondió con fingida irritación el capitán de una de sus naves–. Ya sabéis, señores, hay buenas noticias de oriente y él quiere aprovecharlas.

      Por otra parte, las obras iniciadas en el patio del templo de Melqart provocaron la furia de Pigmalión. Se enteró de ese asunto por dos de sus fieles más íntimos, quienes habían participado con él en la tortura y asesinato de Siqueo y la infructuosa búsqueda del tesoro del templo. Mientras durasen las obras habría vigilancia de noche y ello les impediría continuar sus indagaciones. ¡Maldita Dido! Y, encima, se vería obligado a disimular esa noche en el banquete y seguir dándole excusas sobre la ausencia de su marido. Estaba harto y más que harto. Urgía tomar medidas. Tal vez había cometido un error. Debería derrocar a su hermana sin tardanza y, una vez en el trono, revolver la ciudad entera si fuera necesario para encontrar el tesoro. Sí, sería conveniente hablar con los suyos cuanto antes. Enviaría un mensaje a sus consejeros: al día siguiente, al despuntar el alba, tendrían una reunión en su casa. El banquete ofrecido por su hermana se prolongaría hasta tarde, así que su ausencia del foro durante las primeras horas no levantaría sospechas.

      –¿Crees que estoy bien? –preguntó Anarkasis mirándose las vestiduras.

      –No te reconocería ni tu madre –respondió su amigo. Habían cambiado de alojamiento por la mañana y se identificaron ante el nuevo posadero como un mercader de Micenas y su criado. Era mejor no correr riesgos. El actor ensayaba en la exigua habitación la forma de caminar más apropiada. No era muy alto y resultaba más bien delgado, pero la túnica y el manto le daban prestancia. Ensayaba para imprimir elegancia a sus gestos y sus modales. Pero sólo la justa.

      –Por primera vez voy a actuar sin cubrirme el rostro con una máscara. Impresiona, ¿sabes?

      –¡Que se lo digan a todas las muchachas que te han acogido en su lecho convencidas de haber encontrado un marido! Ojala en esta ocasión no tengamos que salir huyendo…

      Barce aprovechó el último baño de la reina para concretar con ella los planes que le atañían. Dido pretendía dar apariencia de la mayor normalidad, por tanto no pensaba decirle nada a su hermana Anna hasta el momento de partir. Podría delatarlas su nerviosismo. Tanto ella como la nieta de Barce cenarían y se acostarían a la hora acostumbrada. En cuanto a la nodriza, una vez acabase de preparar lo necesario, la esperaría en el cuarto. La reina acudiría allí al terminar el banquete: necesitaría cambiarse la ropa por otra más ligera y dar las últimas instrucciones.

      –Esta noche quiero estar muy bella, Barce –declaró mientras la anciana comenzaba a colocarle las joyas sobre la túnica blanca de lino: un grueso collar de oro con lágrimas colgantes de lapislázuli y un cinturón cuyas placas, esmaltadas en azul, plata y verde, semejan las escamas de un pez. El cinturón había sido un regalo de Siqueo y ambas mujeres pensaron en él sin nombrarlo.

      –Tu siempre estás hermosa, niña mía.

      –Ésta es una ocasión especial. Mi despedida de Tiro y de mi trono. No quiero que olviden mi majestad quienes se quedan aquí. Y quienes van a acompañarme deben sentirse orgullosos de seguirme. Yo misma necesito sentirme reina por dentro y por fuera, pues la mujer que oculto en mí está en estos momentos destrozada.

      Se sentó de nuevo para que la anciana le calzase sus sandalias de cuero con anillas de oro y le diese el último retoque. Había dispuesto sus cabellos en varias trenzas enlazadas alrededor de la cabeza y algunos mechones cayendo sobre la frente. Ahora quería también realzar su cuello adornándolo con rizos diminutos. Se ciñó una sencilla diadema y, por último, colocó sobre los hombros su manto de púrpura, símbolo de su soberanía. Barce dio un paso atrás para contemplarla. Estaba perfecta.

      Los invitados habían llegado ya cuando la reina Dido entró en el salón donde se serviría el banquete. Estaban de pie hablando en corrillos y, al anunciarse su llegada, cesaron las conversaciones y quienes se hallaban de espaldas se volvieron a mirarla. Dido tenía las facciones finas y los pómulos altos, teñidos de un leve rubor. La sonrisa iluminaba sus ojos de color miel y extendía su dulzura por el rostro entero. El cabello, rubio intenso, brillaba y rodeaba su cabeza como una aureola. Era menuda y no muy alta. Sin embargo, su persona llenaba el salón entero y superaba a todos en grandeza. Una rápida mirada le descubrió que no estaba Pigmalión. Se entretuvo en saludar a los invitados, uno a uno, llamándolos por sus nombres y, para ganar tiempo, les presentó a Anarkasis, mercader griego e invitado de honor. Por fin, algo apresuradamente, llegó su hermano. Dido le dirigió su sonrisa más radiante.

      –Querido Pigmalión –le dijo–, empezaba a temer que algún asunto imprevisto te impidiese llegar a tiempo. Ven, te sentarás al lado mío. Y tú también, estimado Príncipe del Senado. Deseo conocer vuestra opinión, una vez el honorable Anarkasis nos haya puesto al corriente.

      –Mi hijo Acus le ha dado toda la credibilidad, mi reina –respondió el anciano senador, mientras se sentaba a la derecha de Pigmalión–. Piensa partir de inmediato.

      Las mesas estaban colocadas formando un gran cuadrado, con las esquinas abiertas para el paso de los sirvientes. Al fingido mercader griego le habían asignado un asiento frente a la reina, en medio de Acus y su esposa Diana. Todos los comensales tenían interés en escucharlo. En Tiro, los negocios eran siempre el principal tema de conversación. Al menos, hasta la fecha.

      La reina Dido lo oyó responder con soltura a varias preguntas. Parecía un hombre entendido y de recursos. Sin duda se defendería bien. Y, con esta certeza, apartó su atención de Anarkasis y la centró, disimuladamente, en otros. Entre los comensales había cuatro mercaderes amigos íntimos de su hermano y ella había dado instrucciones para que les sirvieran vino en abundancia. Pigmalión, sentado a su lado, estaba ya bebiendo bastante. Se le veía ceñudo, casi desdeñoso hacia ella. A la reina no le importaba: no era momento para ofenderse por el tono irritado de sus respuestas ni por la forma despectiva con que ignoraba al Príncipe del Senado. Esto

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