Dido, reina de Cartago. Isabel Barceló Chico

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Dido, reina de Cartago - Isabel Barceló Chico

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este momento –contestó Dido con la mayor agitación–. Respóndeme ahora a la cuestión anterior: si mi hermano, en este mismo instante, estuviera en condiciones de atacar mi trono ¿quién estaría de mi lado?

      –Mucha gente, mi reina. Bastantes senadores y caballeros. Los mercaderes y navegantes. Campesinos, pescadores y personas sencillas. Pero pocos de ellos saben manejar las armas. Tu hermano trataría de ganarse a las masas populares prometiéndoles prosperidad, buenos negocios y, quizá, tierras o ganado. Y de cualquier forma, tendrá un ejército detrás. Seguramente estallaría un conflicto que ni siquiera podría llamarse una guerra civil, sino un exterminio. Pero no debemos ir tan lejos en esta conversación, basta con tomar precauciones. No hay un peligro inminente.

      –Te equivocas. Ha asesinado a mi marido–. Y al decir esto, Dido no pudo reprimir las lágrimas por más tiempo. Se llevó un puño a la boca, intentando sofocar los sollozos.

      De entre las sombras del cuarto salió Barce y, sin decir una palabra, le ofreció un lienzo para secarse los ojos.

      –Creí que Siqueo se había marchado a cazar... –dijo el senador, tratando de reponerse de la sorpresa. Dido afirmó con la cabeza.

      –Mi hermano se empeñó hace una semana en llevárselo de caza con él y un grupo de los suyos, con tanta insistencia que a Siqueo le fue imposible negarse sin ofenderlo. Anteanoche mi hermano se presentó en palacio y me transmitió un mensaje de Siqueo, según el cual estaba disfrutando mucho y pensaba seguir cazando algunas jornadas más. Ha sido una gran mentira. Barce y yo acabamos de ver su cadáver en el templo de Melqart. Sí, amigo mío, el peligro es tan inminente que ha llegado ya.

      –¿Qué quieres decir?

      –Que sé de dónde piensa sacar Pigmalión el oro: Siqueo, como único sacerdote del dios Melqart, custodiaba sus bienes sagrados. Mi hermano lo ha torturado hasta la muerte para arrancarle información sobre dónde está escondido el tesoro del templo.

      –¿Por qué no has empezado por contarme esa atrocidad? –preguntó el senador, levantándose del asiento con lentitud–. Estamos perdidos.

      –Era fundamental que tus respuestas y mis decisiones no estuviesen influidas por semejante crimen. Nada frenará ya a Pigmalión. Pero no está todo perdido: Siqueo lo ha engañado señalándole un falso escondite.

      Y como la reina vio la perplejidad reflejada en el rostro del anciano, concluyó:

      –Yo sé dónde está escondido el tesoro. Siqueo me lo reveló al casarnos. Siéntate otra vez, te lo ruego. Debo tomar una decisión y, sobre ella, hemos de hacer planes. El amanecer no ha de encontrarnos inactivos.

      Ahora Karo empieza a comprender mis palabras acerca del respeto que merece el silencio. Lo he leído en sus ojos. Aunque trata de simular entereza, no ha dejado de impresionarle el instante terrible en el cual la reina Dido y Barce se enfrentaron a la barbarie. Un par de veces se le ha caído de las manos el punzón y ha cometido algunos errores. Tiene una imaginación muy viva, lo percibo, y ha visto en su mente el cadáver de Siqueo colgando de la pared, convertido en un surtidor de sangre, un despojo en manos del matarife. No hay palabras para describir tanta brutalidad y mucho menos el dolor que produjo en aquellas mujeres.

      Barce no lo olvidaría nunca. Si en un primer momento no había alcanzado a comprender las razones de aquella escena, la conversación de Dido con el Príncipe del Senado le permitió vislumbrar la maldad de Pigmalión y, en el extremo opuesto, la grandeza de Siqueo. Éste, al guardar silencio hasta la muerte, había demostrado un gran amor y respeto por Dido y una extraordinaria superioridad moral sobre su verdugo. La nodriza se sintió orgullosa de haber amamantado a un hombre de tanta nobleza. De algún modo, esa relación la ennoblecía a ella también.

      –Toma nota de esto, Karo, y ya veremos más tarde cómo lo incorporamos al texto principal. Quiero dejar constancia de ese descubrimiento de Barce: la tortura no deshonra al torturado, como todo el mundo pensaba entonces y muchos continúan pensando, sino al torturador.

      –¿No podemos continuar escribiendo sobre los planes del senador y la reina, señora Imilce? –me suplica con la mirada. Tiene el rostro descompuesto.

      –Claro que sí –le respondo al cabo de unos instantes–. Ya descubrirás, con el tiempo, que el mal existe aunque queramos ignorarlo.

      ***

      La madrugada había moderado el calor de la noche y por la ventana entraba un airecillo fresco. Barce, sentada en el suelo, con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared, dormitaba y lloraba alternativamente sumida en las sombras del fondo del cuarto. La reina Dido paseaba arriba y abajo sin dejar de pensar en voz alta. Hablaba para sí misma y para el Príncipe del Senado, como si pronunciar cada palabra tuviera el poder de romper un conjuro o transformar a su favor la situación. Cuanto más avanzaba en sus razonamientos, más consciente era de hallarse ante una decisión crucial.

      –Así pues –dijo sentándose de nuevo– tengo dos alternativas y ninguna de las dos es buena. Detener y condenar a mi hermano por el asesinato de Siqueo tendría como efecto provocar el levantamiento en armas de sus seguidores. Y no hacerlo significa permitir su fortalecimiento, aplazar la rebelión durante unos días o quizá solo unas horas. No podrá ocultar durante mucho tiempo la muerte de mi marido.

      –Estás en lo cierto, Dido –asintió el anciano senador–. Tu hermano ha ido demasiado lejos. Con tesoro o sin él, ha de actuar. No tiene otra salida. Y no veo cuál puede ser la nuestra.

      Algunos carros comenzaban a rodar por las calles de Tiro y su traqueteo rompía el silencio nocturno. Ladraban los perros y en el aire vibraba el piar de los pájaros. La aurora arrastraba su velo rosa por el cielo y su belleza no ocultaba la inexorabilidad del transcurso del tiempo. Dido contempló el espectáculo del amanecer sobre su ciudad, la más hermosa en el mundo. O, al menos, la más amada para ella. Los tejados de las casas se extendían hasta el puerto. Brillaba el mar.

      Pensó en cuántas personas se sentirían ahora mismo seguras al abrigo de sus hogares. Muchas madres se habrían levantado ya para encender el fuego y preparar un caldo con el que confortar el estómago a sus hijos; muchos hombres irían de camino a los campos, saldrían a la mar a pescar o emprenderían un viaje con las bodegas de las naves llenas de mercancías. En poco tiempo la ciudad entera estaría en pie para iniciar la rutina diaria. Sin desconfianza. Sin temores.

      La reina se apartó de la ventana y permaneció en pie delante del Príncipe del Senado quien, en el transcurso de la noche, parecía haber envejecido. De pronto, le tomó las dos manos y se arrodilló ante él, mirándolo a los ojos.

      –Cuando mi padre decidió que yo, como primogénita, heredase su trono, comenzó a aleccionarme. Muchas veces me repitió: “Sé siempre justa, Dido. La justicia es una condición necesaria para la paz. Y busca siempre la paz, porque es el único clima en el que puede florecer la justicia”.

      –Tu padre fue un hombre cabal y un rey piadoso.

      –No entregaré Tiro a un baño de sangre –afirmó la reina–. No lo haré. Y como es imposible contener la ambición de mi hermano, me marcharé de aquí. Es la única solución que encuentro para salvaguardar a mi pueblo. Huiré con cuantas personas quieran acompañarme. Algún lugar encontraré en la tierra donde fundar una nueva ciudad.

      –¿Serías capaz de hacerlo, querida niña? –preguntó emocionado el senador–. ¿Cómo podrías huir? Tu hermano se opondrá con todas sus fuerzas. ¿Cuándo prepararás la fuga y avisarás a la gente?

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