Filosofía para una vida peor. Oriol Quintana Rubio

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Filosofía para una vida peor - Oriol Quintana Rubio

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de bienestar, se puede afirmar que todo el mal padecido ha servido para ese gramo de bien. Y a la inversa: uno puede siempre vivir con miedo y temiendo lo peor, y no permitirse disfrutar jamás de ninguna tranquilidad interna por temor neurótico a perderlo todo. Seguramente por ello es partidario Cándido de no pensar en nada. No quiere pasar de creer que todo tiene solución a lo contrario, que ni parece cierto ni tampoco ofrece ningún consuelo. Lo anunciábamos antes: para algunos, cualquier filosofía que no sirva para consolar el alma humana es inútil, como una medicina que no funciona. Ahora bien, cualquier palabra dicha con la intención de reafirmar uno u otra postura (el optimismo injustificado y el pesimismo neurótico) no curará en absoluto ninguna alma, y si ofrece algún consuelo, lo hará sólo de una manera parcial y temporal, como una droga hacia la que se desarrolla tolerancia: cada vez se necesitan mayores dosis para el mismo efecto. Así, tanto los optimistas como los pesimistas forzados encuentran siempre confirmaciones a sus esperanzas o temores, pero nunca verdadero consuelo a su inquietud. Por ello existen lectores compulsivos de autoayuda, y son muy numerosos, y si no encontramos lectores compulsivos de lo otro es porque basta con abrir un periódico para que un adicto al desastre pueda obtener su dosis diaria de desgracia.

      Este libro, por supuesto, quiere situarse fuera de ambos extremos. La filosofía se practica porque uno no puede evitarlo: las consecuencias de lo que uno descubra están en segundo término; lo que le mueve a uno es la curiosidad de responder preguntas. No pretendemos, pues, refutar los libros de autoayuda, que suelen ser infantiloides y estar mal escritos, a base de decir lo contrario de lo que éstos suelen defender, es decir, proponiendo que todo está mal y que no vamos a ninguna parte. No se trata de defender de antemano que no hay nada que hacer.

      Si la mayoría de los libros de autoayuda son malos es porque están escritos para defender cierta ideología, y no para indagar sobre la existencia humana con libertad: son una forma de propaganda.

      Es fácil señalar cómo éstos prescinden de las circunstancias en las que el lector se pueda encontrar. En su unilateralidad, los libros de autoayuda, tal como hemos dicho, sostienen que no hay dificultades, sino obstáculos, y no importa qué circunstancias nos rodeen, siempre podemos superarlos. Por ello es divertido imaginarse cómo serían recibidos tales libros en esas situaciones, tan frecuentes a lo largo del siglo XX, en las que el destino destruyó literalmente al individuo. Sí: es absurdo situar el Cómo hacer amigos e influir sobre las personas en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, porque el libro no está pensado para una situación de guerra. Pero entonces, si un libro que pretende ayudar al hombre, no tiene en cuenta ni la guerra, ni el odio, ni el horror, ¿de qué sirve? ¿Cómo puede cualquier libro, que pretenda conectar al hombre con su propia realidad, escrito durante o después del siglo XX, no tener en cuenta nada de eso?

      Por otro lado, al afirmar que uno siempre puede mejorar sin importar la situación, se desplaza la responsabilidad, la culpa, hacia un individuo al que, encima, se le ha prohibido pensar que las cosas pueden escapar a su control. El corolario de creer que siempre se puede mejorar es que si uno no lo hace es porque no se esfuerza lo suficiente: es un fracasado que merece su desgracia. Es hora de que aparezca un libro que diga que todo puede salir mal, y que aporte a favor de su tesis, la ideas y experiencias de autores que vivieron un siglo entero de desgracias; un libro que se base, indirectamente, en lo irrefutables que resultan unas cuantos millones de cadáveres.

      La filosofía que vale la pena es la que se lleva a cabo como una actividad de aprendizaje, no para defender una idea. Y aunque, por el título, podría parecer que en este libro se pretende alimentar el pesimismo, lo cierto que es que lo que se ha intentado es simplemente investigar ciertos autores y exponerlos. Como los autores pertenecen todos al siglo XX, y no pretendieron desentenderse de las circunstancias vitales de sus contemporáneos, los temas de los que trataron no invitan particularmente al optimismo. Los asuntos más ásperos, como nuestra indefensión completa ante la muerte y su adalid, el sufrimiento, estarán necesariamente presentes. Ello redundará, no tan paradójicamente, en una ayuda para la vida, en algunos remedios para el alma. Porque cuando ya se ha dicho todo lo que hacía falta respecto de la necesidad de ser objetivo y de no defender conclusiones de antemano, lo cierto es que la filosofía bien hecha siempre es un consuelo para el alma y una ayuda para vivir. Sobre todo, si, como los autores que vamos a presentar, se tienen los pies firmemente plantados en el suelo. Si optamos por el título Filosofía para una vida peor es sólo porque queremos distanciarnos de los presupuestos −que son a la vez las conclusiones− de aquellos libros que dan por sentado que estamos destinados a la felicidad.

      Profesor Pessimus, ¿existe una tendencia innata al pesimismo?

      No. Algunos estudios han determinado con claridad que existe la tendencia contraria. El colmo es un estudio de 1988, de COOPER, WOO y DUNKELBERG, una encuesta a emprendedores, que constaba de dos preguntas: a)¿Qué probabilidades de éxito tiene un negocio típico como el tuyo? y b)¿Qué probabilidades de éxito tienes? Las respuestas más habituales eran del 50% y el 90% respectivamente. Los profesores THALER Y SUSTEIN, en su libro (en realidad, de autoayuda) Nudge: un pequeño empujón, ponen muchos más ejemplos y afirman que el “exceso de optimismo es inherente a la vida humana”.

      Profesor Pessimus, ¿la filosofía que dice que todo saldrá bien o que los pensamientos optimistas pueden influir en la vida, puede llamarse “positivismo”?

      No. El positivismo es una corriente filosófica del siglo XIX, inaugurada por el francés August Comte (1798-1857), relacionada con la idea de progreso, defendiendo que la civilización debe avanzar hasta alcanzar una visión del mundo y una ciencia que no se base ni en la metafísica ni en la religión, sino en los “hechos positivos”. Más adelante, en el siglo XX, apareció el denominado positivismo lógico, que, igualmente, no tenía nada que ver con el optimismo: era una corriente que defendía, siguiendo la estela del Tractatus Logico-Philosophicus (1927) de Wittgenstein (1889-1951), que las frases que no se refieren a hechos no tienen ningún significado, intentado descalificar así a toda la religión y a casi toda la tradición filosófica. La idea de que lo que pasa es lo mejor que podía pasar es el llamado optimismo, y adquirió ese nombre en tiempos de Voltaire (s.XVIII).

      2. La vida es un fraude

      I. Las raíces del pesimismo de Emil Cioran

      Según quienes le conocieron, y según él mismo nos sugiere, una de las raíces del pesimismo de Emil Cioran (1911-1995) fue su falta de sueño. Imaginemos a alguien que no pudiera dormirse del todo jamás, alguien a quien le estuviera vetado acceder a esta imitación del no ser, de la nada, que es el sueño. Imaginemos cómo ese alguien, más o menos desde los nueve años de edad, se hubiera visto obligado a empalmar hora tras hora, minuto a minuto sin tregua. No nos extrañaría que se considerara a sí mismo un especialista en el tema de la muerte, por ejemplo, al llegar a los 20 años −o en cualquier otro tema serio de la Filosofía. El hecho de tener que vivir cada minuto de su existencia con plena consciencia sólo podría llevarle a sentir su vida como algo infinitamente denso, pesado. Sin duda no tardaría demasiado en preguntarse cuándo iba a terminar ese flujo cementoso del pensamiento. Si se dedicara a escribir, no nos sorprendería que los títulos de sus obras fueran de esta especie: Las cimas de la desesperación (1934), Ese maldito yo (1987), Breviario de los vencidos (1941), Breviario de podredumbre (1949), Desgarradura (1979)... y otros similares.

      Buena parte de nuestras alegrías provienen de poder considerar cada mañana como un nuevo inicio. Considerar que empieza algo nuevo y bueno. Igualmente, poder considerar la noche como el fin de algo. Todo ello es especialmente útil cuando las cosas no marchan bien. A menudo nos acostamos con el deseo, al que acabamos llamando esperanza −como si eso cambiara su naturaleza, y le diera algo más de legitimidad y justificación−, de que al día siguiente todo sea distinto. Y, de hecho, despertar de un sueño profundo alimenta la ilusión de que lo que nos disponemos a vivir puede ser distinto de lo vivido. Una buena noche de sueño nos repara por completo: la energía que nuestro cuerpo ha repuesto casi nos

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