Filosofía para una vida peor. Oriol Quintana Rubio
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“Un cráneo expuesto en una vitrina es ya un desafío; un esqueleto entero, un escándalo. ¿Cómo el pobre transeúnte, aunque sólo le eche una mirada furtiva, se dedicará luego a sus tareas? ¿Y con qué ánimo irá el enamorado a su cita?
Con mayor motivo, una observación prolongada de nuestra última metamorfosis no podrá más que disuadir deseos y delirios.
…De ahí que, alejándome de aquel escaparate, no pudiera sino maldecir semejante horror vertical y su sarcástica sonrisa ininterrumpida”
En efecto: la calavera se ríe de nosotros y de nuestros afanes. Y nos resulta inquietante porque nos reconocemos en ella, porque sabemos que constituirá nuestra última metamorfosis. En el fondo no somos más que un esqueleto. Una meditación parecida puede hacerse ante la sección de charcutería de los supermercados. Aquél que se sienta abrumado por el peso de sus quehaceres y angustias, que se plante ante los bloques de carne reconstituida: cuando sostenga en sus manos un salami de dos quilos, embutido a presión en un grueso plástico y firmemente atado por una pequeña anilla metálica en cada extremo, que piense que, en realidad, no hay una diferencia sustancial entre él mismo y ese frío salchichón que sostiene. El cuerpo no es más que un conjunto de tejidos, que podrían ser reducidos a un fiambre como se hace en la industria de la carne.
Una vez más: a quien no se identifica con el pesimismo, tales imágenes le parecerán vanas e inútiles. ¿Qué provecho puede sacar nadie de saber que es un pedazo complejo y bien organizado de chopped? ¿Para qué íbamos a perder un solo minuto con una idea tan inoperante? Sin embargo, para quien haya sentido alguna vez, aunque fuera veladamente, la intuición de que la vida es una carrera absurda, y el hombre nada más que un trozo de carne, hallará en estas imágenes cierto consuelo pasado el susto inicial. Y en todo caso, si llega a convertirse en un maestro del pesimismo, como el mismo Cioran, será inmune a los desengaños de todo tipo que la vida nos tenga preparados. Porque, cuando uno sabe que no se es más que un bloque de carne, ¿puede sorprenderse ante la enfermedad? ¿Puede sentirse horrorizado por la mezquindad humana? ¿Le pillará desprevenido que el dolor le venga incluso de sus seres queridos, de aquellos que no deberían traicionarle? La contemplación de un frankfurt, si se sabe cómo, puede curar más enfermedades y dolores del alma que muchos libros de autoayuda.
Pero tendemos a vivir de espaldas a estas visiones deprimentes. No creemos en su potencial liberador. Tales doctrinas nos parecen una burla o una mera provocación; no sabemos ver en ellas su capacidad de relativizar que, como una calavera burlona, nos permitirían reírnos tanto de nuestros fracasos como de nuestros éxitos. Muy al contrario: huimos de nuestra desnudez, tapamos nuestras vergüenzas. Corremos en pos del éxito profesional y social, intentamos parecernos a nuestros modelos. No sabemos soportar el mínimo dolor: nuestra vida está llena de analgésicos de todo tipo −la literatura de autoayuda no es más que un gran analgésico para la existencia. Vivimos tan olvidados de nuestra desnudez que casi somos incapaces de ver que la imperfección y el sufrimiento son inherentes a la condición humana.
IV. Nuevos formatos para viejas ideas
De la misma manera que encontramos en Platón un precedente de la contemplación del mundo como algo irreal, debemos también recurrir a él para hallar el precedente más remoto del hombre como esqueleto que obsesionaba a Cioran. En el mismo libro de La República, donde Platón dejo por escrito el mito de la caverna, hallamos el episodio que se suele llamar el Justo. Todo el libro trata de la idea de justicia: sobre cómo conseguir esta virtud para el individuo y para la sociedad. Uno de los interlocutores de Sócrates propone una dificultad que parece insuperable en vistas a discernir qué es la justicia: que ella se confunde necesariamente con la apariencia de justicia. El hombre injusto tratará de cometer sus fechorías pasando inadvertido, porque si se dejara pillar no sería un verdadero hombre malo. El verdadero hombre injusto es el que nunca es castigado. Por otro lado, si un hombre justo adquiere la fama que le corresponde, ¿habrá alguna manera de saber que su justicia no es fingida, el producto de querer tener buena fama? Proponen una solución radical y expeditiva: quitarle toda la fama de justicia, darle la reputación contraria. Hay que despojarle de todo excepto de la justicia, esperando que llegue al final de su vida imperturbable, sin haberse dejado influir por su mala fama. Y al final, flagelarlo, torturarlo, encarcelarlo, quemarle los ojos, hacerle padecer toda clase de males y empalarlo. Sólo si no se traiciona, podremos considerarlo verdaderamente justo. Es decir: el destino del hombre justo es la muerte violenta, y el del injusto, la fama y el éxito. El hombre que no miente está completamente despojado de poder. Sobre el vestido, la carne que recubre los huesos y en la buena apariencia habrá siempre una sombra de sospecha.
Sin embargo, puede que la cultura popular de finales del siglo XX y principios del siglo XXI esté re-descubriendo este tipo de verdades, en particular la que dice que el ser humano es un ser inerme, que por mucho que se recubra con una capa social de prestigio, o se rodee de la última tecnología, es débil y está constantemente amenazado por la muerte. Es sin duda una lección aprendida tras los desastres del siglo XX y que nos gusta recordar periódicamente.
Se podría diseñar un ciclo de cine-fórum, como los de antes, que se titulara algo así como “El hombre como ser inerme”. El primer filme de la lista sería Náufrago (Cast Away, Robert Zemeckis, 2000). ¿Qué pasaría si un contemporáneo nuestro sobreviviera a un accidente aéreo y lograra llegar con vida a una inhóspita isla del Pacífico? ¿Cómo se las arreglaría un hombre solo para vivir sin tecnología y sin nadie a quien recurrir? El filme es recordado por las distintas agonías por las que pasa el protagonista: por la de tener que ir descalzo, por la de intentar hacer fuego, por la de abrir un coco sin herramientas, por la de intentar pescar algo, por la de tener un diente cariado y tener que arrancárselo de cualquier manera. El film fue también ampliamente celebrado por la relación que establece el protagonista con otro superviviente: un balón de voleibol, al que pinta ojos y boca, y con el que mantiene largos diálogos unilaterales llamándole por el nombre de su marca, Wilson. Uno de los momentos cumbre del filme: cuando habiendo por fin nuestro náufrago conseguido lo necesario para construir una balsa y huir de su cautiverio, pierde la pelota tras días interminables de ir a la deriva: el náufrago se desespera al ver a Wilson alejarse en medio de las olas, le llama y le pide disculpas; llora desconsoladamente cuando la pérdida ya no tiene remedio. El espectador medio, sobrecogido por la intensidad de sus aventuras, llora también estúpidamente ante una escena de tan alto patetismo. Típica secuencia que se mueve entre la fina línea que separa lo sublime de lo ridículo, y que ha sido parodiada en ocasiones en otros filmes posteriores (probando, con ello, su influencia).
¿Quién recuerda lo que era tener que pasar un dolor de muelas sin poder tomar una aspirina, o arrancarse un diente sin ninguna anestesia? Para el espectador medio de cualquier país desarrollado, es algo que sólo puede causar horror. Muy posiblemente, para los espectadores de países sin un sistema sanitario avanzado, el dolor de muelas tiene que ser algo sin duda desagradable pero tan cotidiano que jamás podría dar lugar a la admiración y compasión que uno debe sentir por el héroe épico. Moraleja involuntaria de la película: vivimos en circunstancias desnaturalizadas, en las que hemos logrado que los problemas de nuestra supervivencia se solucionen pulsando botones, y ello es ideal, porque el ser humano es un ser desnudo, delgado y maloliente, cuya visión sólo logramos soportar cuando está enmarcada en una historia de ficción y servida por nuestro actor favorito.
(La industria hollywoodiense es incapaz de hacer una película sin una moraleja edificante: necesita que el protagonista aprenda algo de sus peripecias. La moraleja oficial de la película viene en otra secuencia −el lector que no quiera que le arruinen el final de la película hará bien en saltarse este párrafo, porque para lo que queremos contar en este libro, necesitamos revelar el final. Cuando el protagonista ha logrado regresar a la civilización y cuenta los detalles de su peripecia a los amigos, explica que, en su cautiverio, habiendo llegado a un punto de desesperación,