Filosofía para una vida peor. Oriol Quintana Rubio
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Se podría reaccionar de la misma manera frente a cualquier cosa cuyo secreto se haya penetrado. Sin embargo, por una obnubilación prodigiosa, los ginecólogos se encaprichan de sus clientes, los sepultureros engendran niños, los incurables hacen abundantes proyectos, los escépticos escriben…”
Parece casual que Cioran recurra al cine para exponer de nuevo la idea: la vida es una simulación, nada es auténtico, nada contiene el bien o la realidad que parece contener. Platón, en el siglo IV a.C., describió también el timo vital en unos términos no menos radicales e igualmente cinematográficos. Según él, como es sabido, las personas vivimos en realidad encadenadas desde el nacimiento en el fondo de una caverna. Vivimos de espaldas y muy alejados de la entrada y ninguna luz natural nos llega. Y ni siquiera sospechamos nuestro cautiverio: nuestra condición innata son las cadenas y las tinieblas. Nuestros ojos están eternamente fijados en la pared del fondo, en la que unos hombres manipuladores proyectan las sombras de ciertos títeres que ellos manejan delante de un fuego situado un poco más arriba de nuestras cabezas. A esas sombras, a esta película anterior a toda película, como era de esperar, la llamamos lo real.
Dice la alegoría platónica que a uno de los prisioneros se le hacen saltar las cadenas y se le obliga a salir. Todo ello para su sorpresa y espanto, claro está, puesto que no era consciente de su cautiverio, y a nadie le gusta avanzar hacia lo desconocido. Al salir va quedando cegado por la luz que invade sus ojos poco avezados. Pero al tiempo, y ya en el exterior, puede distinguir lo que le rodea: reconoce en plenitud cada objeto que antes sólo había visto en sombras. Al volver para contarlo a todo el mundo, no recibe más que incomprensión y rechazo, y por su perseverancia en mantener el relato que los demás no quieren escuchar −demasiado perturbador y demasiado lleno de consecuencias para darle la razón− deciden matarlo.
Platón usa este relato para apoyar la teoría que dice que hay dos mundos en realidad, que se corresponden con el interior y el exterior de la caverna. Sólo el mundo inteligible −el que no se capta por los sentidos− merece ser calificado como real: el mundo presente, en el que nos encontramos, sólo está hecho de sombras. Es sin duda una idea chocante, que nos recuerda demasiado a lo que el posterior cristianismo delimitó como la Tierra y el Cielo, lo temporal y lo eterno. Pero ésa no es en absoluto la lectura que debemos hacer. La interpretación que nos interesa es la que hubiera hecho Cioran o cualquier otro pesimista: nuestro mundo presente es, sin ningún matiz ni sombra de duda, lo único real. No existe otra realidad que ésta que nos rodea. Sin embargo, en términos de valor, nuestro mundo, nuestra realidad, es una pura sombra.
Para lograr ver la inanidad de lo que nos rodea, su falta de valor, es necesaria una lucidez que sólo en algunos momentos llegamos a tener y que, en general, rechazamos, porque no nos ayuda a vivir. Es de lo que habla Cioran al referirse al ginecólogo, quien, a pesar de acceder diariamente a la intimidad física del cuerpo de las mujeres, sigue apegado al supuesto encanto de la feminidad; de esa lucidez carece igualmente el sepulturero, quien a pesar de tener que manejar la podredumbre de los cuerpos sepultos casi a diario –cuando se necesita espacio para los muertos más frescos– decide engendrar futuros cadáveres; Cioran se queja de sí mismo, cuando, como escéptico, se da cuenta de su incoherencia al escribir un libro más. Cualquiera de nosotros ve y no ve estas contradicciones. Nunca dejamos que el pensamiento de la inanidad de la vida humana invada por completo nuestro espíritu.
Comprendemos y simpatizamos además ahora con el filósofo rumano: si desde la adolescencia uno no puede abandonar la idea de que lo que parece tener valor en realidad no lo tiene –sin poder sumergirse en el sueño, que, con sus lícitos delirios es lo que pone fin a la lucidez y trae las ilusiones de una nueva mañana–, ha de acabar como Cioran: viviendo sin poderse comprometer con ninguna causa, sin trabajo, sin familia, sin ganas de volver a su tierra natal ni ganas de quedarse, desarraigado de todo excepto de la escritura que, por un lado, resulta lo único que hace disminuir el dolor, y, por otro, resulta lo único que uno sabe hacer –en su caso. Sin ilusión (o engaño) no es posible emprender ninguna tarea.
Todos, decíamos, tenemos muy de vez en cuando, y aunque sea muy fugazmente, la experiencia de que lo que amamos, en realidad, no es ni puede ser tan valioso. Pero casi luchamos contra ese tipo de lucidez. Tomemos el amor, por ejemplo. A los enamorados, por un lado, y a una madre dedicada a su hijo, por otro, les resulta imposible admitir que el objeto de su amor es alguien como cualquier otro. Amar es engañarse respecto la intercambiabilidad de los seres humanos (algo, que, por otro lado afirmamos con orgullo al proclamar la igualdad de todos los hombres, y el respeto debido a todos). Si un enamorado considera a su enamorada como una mujer entre otras, se puede certificar ipso facto el final del amor. El apego de una madre suele ser tan fuerte que jamás se llega a dicha intercambiabilidad. Dicho de otro modo: amar a todo el mundo es lo mismo que no amar a nadie, porque amar es creer que algo o alguien tiene valor –es decir, más valor que los iguales. En definitiva, el amor nos ciega a la realidad. El amor, lo supuestamente más valioso de la existencia humana, nos ahorra la lucidez –¿será por eso que todo el mundo lo busca? En general todas nuestras actividades, trabajo, juego, amor, entretenimientos son sólo estrategias para escapar del vacío de la lucidez.
Platón, en su alegoría, pone un curioso y poco citado ejemplo de este tipo de lucidez que rechazamos. Cuenta que, entre los prisioneros, se suelen dar premios a aquél que muestre mayor sabiduría, es decir, a aquel que sepa adivinar antes qué son las sombras que van apareciendo, cuál de ellas será la próxima; igualmente se premia a aquél que sepa recordar qué otras sombras fueron apareciendo a lo largo de los años. Es el prisionero liberado el que, en el exterior de la cueva, recuerda cómo sus conciudadanos se daban estos premios entre sí, con qué pompa y solemnidad hablaban de los temas que creían dominar, qué prestigio tenía su sabiduría. Una imagen que contrasta con la de Cioran rechazando premios literarios, una imagen que resulta familiar a cualquiera que haya asistido a nuestras presentaciones de libros, a nuestras clases en la universidad y a nuestras veladas literarias: hombres en el fondo vulgares, indistinguibles del resto, que se creen poco menos que dioses en su sabiduría infinita. El prisionero, lleno de piedad, quiere apresurarse a despertarles de sus delirios de grandeza. No es extraño que al final lo maten. Platón está diciendo en definitiva que se pueden conocer muchas cosas, pero que se está actuando como un imbécil, que se está haciendo un ridículo cósmico, mientras se ignore lo más esencial: que uno está encadenado en el fondo de una cueva, y que todo lo que va a conocer, mientras no escape, van a ser sombras, irrealidades: objetos carentes de valor.
(Y todavía podríamos añadir: Cioran es el prisionero que fue liberado de las cadenas, y que fue conducido al exterior pero sólo hasta aquel punto en el que la luz comenzaba a adivinarse. Pero este prisionero en concreto tuvo miedo de lo que empezó a intuir, miedo a la enormidad de lo desconocido que se abría ante sus pasos. Por ello, decidió volver junto a sus compañeros de cautiverio. Incapaz ahora de participar más en sus juegos y adivinanzas, plenamente consciente de encontrarse en un mundo de puras sombras, le faltó el fuego interior y, por lo tanto, la convicción exterior para intentar convencer a nadie. Cuando los demás prisioneros leyeron sus escritos, intentaron darle premios para integrarle y domesticarlo. Y en eso reside lo trágico de su figura: el prisionero decidió conformarse con una situación de semi-consciencia y semi-libertad: decidió quedarse en aquel lugar al que ya no pertenecía. La tragedia vital que el mismo Cioran se confesaba: haber renunciado a la santidad.)
III. El rey está desnudo
Exactamente como en el cuento popular, una verdad que está profundamente velada, es la radical desnudez del ser humano. Cioran dedicó aforismos dispersos en su obra, y un capítulo entero de El aciago demiurgo (1969) al tema del esqueleto humano, o al hombre como esqueleto: de lo superfluo de la carne. La permanente risa de la calavera, con ese aspecto siniestro y torturado, pero a la vez extrañamente risueño y burlón, le inquietaba profundamente.