Filosofía para una vida peor. Oriol Quintana Rubio
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(Respecto a los procedimientos terapéuticos que Cioran prescribe en esta ocasión cabe decir, no sin algo de malicia, que cualquier pesimista con cierta autoexigencia estaría dispuesto a adoptarlos antes que leer y seguir los tibios y contemporizadores consejos de un libro de autoayuda…) Que Cioran recomiende contra el dolor de cabeza o el malestar inespecífico un buen espectáculo de gladiadores no es más que una humorada de un gusto discutible, pero muy representativa de un autor que se propuso buscar una expresión memorable, y por ello, exagerada, de las ideas. Que estas expresiones no nos hagan perder de vista lo principal: esta vida es un fraude porque en ella no existe alegría pura, ni una pena pura. Fuera quizá, del dolor físico, no hay nada verdadero, ningún sentimiento puro y auténtico. Comprendemos así igualmente en qué consiste la admiración que Santa Teresa despertaba en Cioran ya desde joven: él, como ella, hubiera gritado también gustosamente ‘¡Incondicionalidad!’ en vez de ‘¡Eternidad!’, o más simplemente, ‘¡Pureza!’. Pero jamás pudo o supo hacerlo. Le faltaba aquél “fuego en el alma” que los escritos de la santa todavía transmiten después de cuatrocientos años.
Todos estos planteamientos, quizá objetará el lector, son demasiado radicales. Resulta difícil identificarse con personajes como éstos, con los santos y los ascetas, y con otros personajes igualmente maximalistas, como el propio Cioran, que lo es por lo menos en la expresión lapidaria de sus ideas. El común de la gente no necesita andar gritando ‘¡Eternidad!’ o no desea llorar por comprender la ausencia de pureza. Incluso muchos pensadores han desconfiado de la estrategia de hacer brotar los problemas del hombre de fuentes tan dramáticas y tan sospechosamente próximas a la temática religiosa. Además, todos estos planteamientos parecen alejarse de lo cotidiano.
Pero lo cierto es que el fenómeno del pesimismo nace de la necesidad consciente o inconsciente de perfección.
Quienes se conforman con menos que la perfección no tendrán que cargar con los dilemas a los que Cioran tuvo que hacer frente, ni, en general a los que los autores del siglo XX que se explican en este libro supieron discernir y afrontar. Cioran, en 1987 escribía [Ese maldito yo, Tusquets, Barcelona, 2004]:
“’Habiendo renunciado a la santidad…’
-¡Pensar que he sido capaz de escribir semejante enormidad! Debo sin embargo tener alguna excusa y espero hallarla aún.”
Con ello se confesaba a sí mismo, y a sus lectores una doble verdad, y el origen de todos sus tormentos íntimos: que desde bien joven experimentó una gran lucidez respecto a la inanidad de la condición humana, pero que no supo, o más bien, no quiso, obligarse a andar el camino que la clarividencia muestra: que hay que desear verdaderamente ser nada, dejar atrás los delirios del deseo que nos hace relacionarnos con las cosas como si éstas nos pudieran proporcionar el bien o la pureza; renunciar a todo, incluso a sí mismo.
Ya de mayor, lamentaba no haber sabido tomar ese camino, y sugería entre líneas que a su edad ya había pasado el tiempo de la renuncia. Al final sólo quedaba el apego a sí mismo y la perplejidad de no comprender el porqué de esa negativa a renunciar, dado que toda su vida se había reducido a una obstinada confirmación, penosa y reiterativa, de lo que ya había comprobado desde siempre: que uno no es libre si no abraza el vacío (sus libros, testimonios de esta reiteración de lo ya sabido, con su falta de evolución intelectual, quedan como prueba de todo ello). Este aforismo por sí solo demuestra lo cercano que está el escéptico o el pesimista del santo, figuras en principio contrarias: los primeros, se mueven entre la suspensión del juicio y la negación de cualquier convencimiento. El santo, en cambio, es la figura que afirma radicalmente la existencia del bien, la posibilidad de unir consciencia, existencia y alegría. Si a todo eso añadimos que en la mayoría de las biografías de los santos, como si se tratara ya de un recurso literario del género, casi un tópico, se puede hallar siempre un período, a veces larguísimo, de noche oscura, de abandono, de no saber, la figura de Cioran se nos vuelve diáfana: se trata del hombre que quedó a medio camino. Renunció a los sueños y falsos consuelos que se pueden hallar en esta vida, pero no abrazó el abismo y el vacío que hubieran sido la culminación de esa primera renuncia, y que le habría liberado del dolor de vivir exiliado de un mundo de ilusiones al que ya no podía volver.
Una vez más: quizá no todos se identifiquen con un planteamiento tan radical, y, por ello, no puedan aspirar a esos niveles de pesimismo. Sin embargo hay una verdad universalmente aceptada: hay algo en la vida humana que no funciona (la literatura de autoayuda, por sí sola, constituye prueba suficiente de ello). Hay enfermedades mentales, menos modernas de lo que parecen, pero que solemos atribuir a las formas actuales de vida, como los trastornos alimentarios, que nacen, no sólo del complejo de ser gordo o feo, sino más bien del afán de perfección y pureza: ¿qué otra cosa hace una muchachita perfeccionista cuando se priva de la bajeza del alimento hasta que se convierte en un fantasma descarnado? ¿Y cuántas terapias alternativas no son más que ritos de una imposible purificación? Cuando uno hace una cura dietética, y pasa semanas sin comer, sólo bebiendo savia de árbol mezclada con agua de mineralización débil, está expresando a las claras que está harto de la impureza del alimento y de la vida. Se dirá a sí mismo “esto me irá muy bien para eliminar toxinas”, teniendo una idea muy vaga de lo que éstas puedan ser (mejor): en realidad está deseando una separación más clara entre el bien y el mal, aquello que los alimentos más habituales no nos proporcionan: lo que es bueno para algo es malo para otra cosa. Pero la vida es tóxica. Es un vapor acuoso, una mezcla de toda clase de impurezas que se instalan en la carne: uno quiere tener la sensación que se libra de ello. Otras dietas, las que separan alimentos y permiten ingerir sólo una clase de nutrientes son igualmente una muestra diáfana de la necesidad de pureza: los cambios fisiológicos que un régimen tan drástico tienen por necesidad que producir en el cuerpo son tomados como síntoma y muestra de una liberación de lo impuro. El vegetarianismo neurótico de nuestros contemporáneos (como el del dictador Adolf Hitler, por cierto, y no como el tradicional del hinduismo: su inercia y su raigambre merecen un respeto especial, además de ser, confesadamente, una busca de la perfección espiritual), la obsesión por los alimentos biológicos y libres de pesticidas, libres de antibióticos, libres de la infelicidad de los animales estabulados, que mágicamente, se ha pegado a sus carnes, son otro tanto y más de lo mismo. Todo es un esfuerzo vano y responde a la falta de lucidez. El mismo Cioran dijo (en Ese maldito yo) que la pureza era incompatible con el aliento. Puede que sólo esté al alcance de los santos y de los lactantes. Y, desde luego, no parece que nadie vaya a alcanzarla a base de hacer experimentos con la comida.
Con el anterior planteamiento inicial hemos pretendido señalar la raíz del pesimismo, que es la insatisfacción derivada de comprender que al nacer se nos da la vida, pero se nos priva del bien, de lo incondicional. Pero el pesimismo es un árbol con tronco y numerosas ramas. Sólo en lo que resta de éste capítulo seguiremos rebuscando en las raíces y sólo en el último volveremos a ellas. En los siguientes, indagaremos qué otros aspectos ha tenido el pesimismo contemporáneo y cómo podemos extraer de ellos algunas enseñanzas para una vida que ya no podremos calificar de mejor: lo más probable es que cuanto más conscientes seamos, más nos alejemos de la alegría.
II. La vida como simulacro o el timo vital
Cioran no fue el primer pensador en presentar la existencia humana como algo defectuoso. En realidad, por mucho que se insista en lo negro de sus planteamientos, Cioran se queda corto en explicar hasta qué punto las cosas carecen de valor. Veamos este aforismo y comparémoslo con un planteamiento de otro pensador del siglo IV