Raros. Francisco Rodríguez Criado

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Raros - Francisco Rodríguez Criado

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es un tópico, es un hecho. Tú podrías probarlo; puede que un poco de esfuerzo arrugue tus trajes blancos, pero no te matará. En su tiempo fuiste un magnífico estudiante. Podrías haber hecho carrera.

      (¿Carrera en qué, mi adorable tía?)

      –Tiempo atrás fui joven y ambicioso, te lo concedo. Dos pecados que afortunadamente he borrado de mi biografía.

      –¡Pero algo habrá que te gustaría hacer! –añade inquisitiva, con inesperado énfasis–. Algo que no consideres un trabajo aun siéndolo, algo que te reconforte y te haga sentirte útil.

      ¿Qué es ser útil?, me pregunto. ¿Por qué todo gira en estos términos: lo que es útil y lo que es inútil y por tanto desechable? (Recuerdo la nota que Baudelaire dejó a su madre cuando intentó suicidarse: “Me mato porque soy inútil para los demás”). ¿Para qué sirven los narcisos y los tulipanes, que nacen con una fecha de caducidad tan limitada? ¿Por qué estos retratos del tamaño de una persona me parecen más ridículos que nunca?

      –Dime, tía, ¿adónde quieres llegar? ¿Qué te gustaría que hiciera?

      –Eres tú quien tiene que responder a esa pregunta. ¿No hay nada que te atraiga?

      Podría responder de manera exhaustiva. En realidad no soy ningún asceta: me atraen demasiadas cosas, todas ellas terrenales. Pero prefiero no enumerarlas. Tía Ágata está hoy más susceptible de lo que habitual.

      –Sí, hay algo –digo al fin.

      –¿…?

      –Sigo pensando en mi proyecto.

      –¿Qué proyecto? No recuerdo que nunca hayas tenido un proyecto –dice sin la menor ironía.

      –Siempre he tenido un proyecto, no lo suficientemente oculto… ¿O acaso no recuerdas que te hablé de mis Raros?

      –Ah, ese proyecto.

      –Llevo recogiendo material desde los dieciocho años. En todo este tiempo he pensado mucho en ese proyecto, pero nunca me he atrevido a llevarlo a la práctica. Pero el pasado sábado me encontré con Vélez, el hermano de mi amigo Gustavo, el que murió en un accidente de tráfico.

      –Lo recuerdo bien.

      –Vélez y yo nos saludamos en uno de esos tugurios del centro que tanto detestas, tía, negros e inhóspitos como una mina de carbón. Hacía años que no nos veíamos, justo desde el entierro de su infortunado hermano. Decididamente, bebimos más de la cuenta. Hablamos y hablamos desaforadamente, sin orden ni concierto. Ya sabes cómo somos los hombres cuando bebemos en petit comité. En algo hemos de dilapidar nuestro tiempo… Está bien, no te impacientes, iré al grano... De alguna manera, no sé por qué, le hablé de Raros, sin ningún tipo de intención por mi parte, sin demasiados detalles. Para mi sorpresa, a él le gustó mucho la idea, tanto que me propuso que escribiera el manuscrito. Se encargaría de publicar mis raros, aseguró. Así lo dijo, “tus raros”, sustantivando el adjetivo y añadiendo el posesivo “tus”, ese dardo envenenado que pretendía insuflar en mí el gusanillo por la propiedad, por el padrinazgo. No le concedí mucha importancia: ha creado una editorial con uno de sus primos y pensé que su ofrecimiento era solo una manera como otra cualquiera de darse importancia. Deduje que disfrutaba interpretando el papel de editor pujante a la busca de nuevos talentos, solo eso. Al cabo de seis o siete cervezas me marché a casa tras intercambiar nuestros números de teléfono. Dos días después me telefoneó desde su despacho. Quería decirme que había estado pensando en mi proyecto y que su ofrecimiento de publicación era firme. Su editorial está especializada en temas históricos y cree que esta suerte de biografía de personajes raros –la mayoría de ellos poco conocidos– podría encontrar su hueco en el mercado. Sería –así lo dijo– una delicatessen entre obligados Napoleones, Gandhis y Churchills.

      –¿Y?

      –Y… nada.

      Mi tía, entregada a su taza de té, ha estado escuchando demasiado rato sin decir nada. Es su turno para hacer preguntas, su oportunidad de insistir, su enésimo intento de supervivencia:

      –¿De veras quieres escribir ese libro?

      –¿Qué esperas de él?

      –¿Por qué no lo has escrito antes?

      –¿Por qué quieres escribirlo precisamente ahora?

      Mi respuesta es siempre la misma: “No lo sé”.

      –Hmmm… Entonces escríbelo –sentencia–. Si vivimos es precisamente para salir de dudas.

      Sería difícil encontrar la menor similitud entre el majestuoso y recoleto chalé de mi tía y este desvencijado ático en el que vivo, a pocas calles de la céntrica Plaza de Santa Ana. Pero este es mi refugio particular, yo lo he creado, yo lo he alimentado durante años con obstinada indiferencia, con mi silencio vital. Este desorden es mi obra: mi única obra.

      Sentado en el suelo alfombrado como un niño el día de los Reyes Magos, esparzo mi colección de raros con alegría. Tantos años coleccionando recortes de prensa, anotando ideas en un cuaderno. ¿Qué hacer con estos recortes, con estos apuntes? ¿Qué hacer con el hombre que habito? Creo que inconscientemente visité ayer a tía Ágata con la sibilina intención de encontrar alguna excusa que me permitiera retirarme de este proyecto, que, he de confesarlo, en realidad nunca pensé llevar a cabo. La recomendación de mi tía –lapidaria y brumosa, pero recomendación en cualquier caso– me ha desconcertado.

      Es la primera vez en mucho tiempo que me enfrento a una decisión más importante que la de escoger entre dos marcas de cerveza en el supermercado. Sé que el proyecto puede ser delicioso, que podría entregarme a él con devoción. Pero, por otra parte, es tan reconfortante dejar pasar los días sin hacer nada… Me da miedo, además, ofrecerle al mundo este álbum de raros tan personal que con tanto empeño he atesorado durante años. Sería una forma de desnudarme quitándole la ropa a otros.

      Ahora dudo. Y es esta duda, haciendo buena la frase lacónica con la que mi tía me invitó a desarrollar este proyecto, la que me incita a pensar que debo sentarme a escribir sin más demora.

      (“Escribiré a pesar de todo: es mi batalla por la existencia”, anotó Kafka en su diario el 31 de julio de 1914.)

      Vélez ha vuelto a telefonearme hoy. Quiere que le envíe un calendario de entregas parciales de cada capítulo de Raros (!!!). No me he atrevido a manifestarle mi escepticismo. Sigo pensando que Raros sería un buen libro, y tengo material de sobra. No es la obra en sí lo que me asusta, sino el autor. Me asusta ser incapaz de darle forma al proyecto y defraudar las expectativas de Vélez. No es fácil regresar al campo de batalla cuando uno lleva tanto tiempo observando la trifulca desde la colina, tumbado en una hamaca. Es la primera vez en muchos años que alguien centra sus expectativas en mí, la primera vez en muchos años que alguien me toma en serio.

      raro, ra

      (Del lat. rarus)

      1. adj. Que se comporta de un modo inhabitual

      2. adj. Extraordinario, poco común o frecuente

      3. adj. Escaso en su clase o especie

      4.

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