Raros. Francisco Rodríguez Criado

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Raros - Francisco Rodríguez Criado

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adj. Extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse

      6. adj. Dicho principalmente de un gas enrarecido: Que tiene poca densidad y consistencia

      de raro en raro

      1. loc. adv. raramente (de tarde en tarde)

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      Repaso minuciosamente las acepciones que el diccionario de la Real Academia Española le dedica al adjetivo raro, que yo pretendo convertir en un sustantivo. Dentro de la inevitable dispersión que engloba a mis personajes, debo encontrar algún hilo conductor. El asunto no es fácil. Tiendo a poner demasiados reparos a estas acepciones. Vayamos con la número 1: no considero que un comportamiento inhabitual sea suficiente para que alguien sea considerado raro. Algunos de mis personajes tuvieron vidas aparentemente normales (Rose Valland, por ejemplo). Lo que debe marcar la rareza, creo, no es el comportamiento inhabitual del día a día sino la trayectoria final, el cómputo de una vida. Es ahí donde deben marcar la diferencia.

      Y sobre el punto 4, considero que es demasiado limitador. Algunos raros lo son pese a no haber sido insignes, sobresalientes o excelentes, tres adjetivos pomposos que pueden acabar hundiendo la naturaleza humilde del adjetivo raro. Desconfío también del punto 5. La extravagancia puede ser una actitud más que una naturaleza. Me consta que algunas personas se esfuerzan en ser extravagantes o tienden a singularizarse precisamente porque son conscientes de su normalidad, de su mediocridad. Me atrae mucho, sin embargo, el punto 3: “escaso en su clase o especie”. No sirve para definir en exclusividad lo que es para mí un raro, pero empieza a acercarse al concepto. Quiero y debo escribir sobre personas escasas en su especie, o que –aun no siendo únicas– sirvan como modelo de atipicidad entre los suyos. El caso de Syd Barret –uno de mis raros preferidos– puede que encuentre demasiados espejos en su época (marcada por las drogas, el sexo y el rock), pero es al mismo tiempo, con sus singularidades, un magnífico escaparate del rarismo de la época.

      Pretendo primar también las dobles vidas. Me fascinan esos personajes que son una cosa y la contraria, que ofrecen al mundo una imagen y guardan para sí otra. A veces, en los casos más notables, esta dualidad alcanza niveles tan notables, han sido trabajadas esas vidas paralelas con tanto acierto durante el paso de los años, que el individuo afectado acaba por no saber cuál es la verdadera y cuál la falsa.

      Recapitulando: no me resulta fácil definir qué es un raro. El diccionario no me ayuda demasiado.

      Pero ¿por qué me asusta tanto no encontrar un hilo conductor? ¡Ese hilo conductor existe, ese hilo conductor soy yo! Yo soy quien los ha reunido en un álbum y soy yo quien tratará de poner el foco en sus vidas (algunas de ellas completamente desconocidas para el común de los mortales).

      Este no será un libro de raros canónicos. Será mi libro de raros, y punto.

      Menos divagar. Es hora de poner manos a la obra.

      Avanzo con la estructura del libro. Tras una noche insomne, he llegado a la conclusión de que, partiendo de ciertos elementos comunes, debería establecer al menos tres categorías de raros:

      1 a) aquellos que llevaron una doble vida.

      2 b) aquellos que desafiaron arbitraria y negligentemente las leyes de la supervivencia y convirtieron su existencia en un sublime ejercicio de autodestrucción.

      3 c) aquellos raros a su pesar cuya rareza proviene de su ensimismamiento, de su falta de atención al mundo que les ha tocado en suerte. Si fueron raros es quizá porque desconocieron lo que era la normalidad. (¿Por qué hablo en pasado? ¿Han de estar forzosamente muertos o voy a incluir a personas que aún viven? He de pensar en ello. Espero que responder a esta pregunta no me cueste otra noche de insomnio.)

      Un último apunte: soy consciente de que estas tres clasificaciones deben ser más que nada orientativas. Deben ayudarme a articular mi trabajo, no a obstaculizarlo. Y, además, intuyo que no serán clasificaciones estancas. Seguramente guardo en mi carpeta algunos raros que reúnen dos de estas condiciones, e incluso las tres.

      He sobrevivido al fin de semana, y conmigo ha sobrevivido mi proyecto, que sigue en pie. A última hora de la tarde, superada la resaca y aprovechando que Pastora se ha marchado, ordeno los recortes en el suelo del salón, en hipotéticos capítulos. Sin embargo, indeciso, vuelvo a cambiarlos de lugar una y otra vez, alterando así el orden que yo había establecido.

      Ahora, cuando la luz del día se retira del horizonte y mi habitáculo comienza a sumirse en la oscuridad, decido, más por cansancio que por convicción, que la hoja de ruta ya está prediseñada. Ha llegado el momento de demostrar que puedo hacerlo.

      Miroslav Tichý es mi hombre. Él será el primer raro de este álbum literario. En realidad no hay excesiva información sobre su persona más allá de los consabidos titulares con que suelen comprimir su biografía. Algunos afortunados supieron de su existencia en 2005, seis años antes de su muerte, y otros como yo nos enteramos cuando leímos su obituario en los periódicos.

      El paso por este mundo de este excéntrico vagabundo checo estuvo marcado por su afición al arte y a las mujeres y por sus problemas mentales. Tichý encarna a la perfección la figura del artista solitario, ensimismado y marginal.

      Hijo de un sastre de la aldea checa de Kyjov, después de la Segunda Guerra Mundial comenzó sus estudios artísticos en la Escuela de Bellas Artes de Praga. Aquí se hicieron notar por primera vez sus problemas mentales y su carácter inconformista. Tichý ejerció en todo momento, sin alharacas pero con gran determinación, su derecho a la desobediencia de las leyes ajenas. En 1948, año en que el golpe de Estado de los comunistas derribó al gobierno democrático, Tichý abandonó la Escuela, reacio a acatar las coordenadas de las nuevas autoridades, que exigían cambiar los modelos que posaban habitualmente ante los alumnos por obreros vestidos con sus monos de trabajo. A Tichý no le resultó nada fácil abrirse camino en el mundo artístico sin aceptar las órdenes del omnisciente y gris régimen comunista, que entendía el arte como un simple transmisor de su ideario marxista.

      Pero nuestro raro quería ser artista. Artista de verdad, no un títere en manos del Estado. Y la libertad tiene un precio muy caro… A partir de entonces no disfrutó de otro techo bajo el cual cobijarse que el de las estrellas. Durante décadas vivió como un vagabundo, alternando la indigencia en las calles con estancias obligadas en prisiones y en hospitales psiquiátricos. Desde luego, para la policía no era ningún desconocido. Conocía sus pasos, sus hábitos, sus rarezas. Lo tenían por un enfermo mental, aunque al cabo del tiempo cayeron en la cuenta de que era inofensivo. Tichý no era un revolucionario sino un rebelde, un rebelde silencioso cuyo mayor pecado era mirar.

      Es cierto que este voyeur carecía de dinero y de propiedades, pero conservaba algo que jamás podrían sustraerle: el instinto artístico, que mantenía tan vivo como en los tiempos de la Escuela de Bellas Artes. Haciendo de la necesidad una virtud, recurrió a sus habilidades manuales y en los años 60 construyó numerosas cámaras fotográficas con materiales de deshecho: carbón, madera, metal, carbón, plexiglás, latas usadas de tomate, paquetes de tabaco vacíos…. Este suceso marcaría un antes y un después en su carrera artística –si acaso hablar en estos términos, teniendo en cuenta el perfil del personaje, no es una frivolidad.

      Desde entonces no paró de hacer fotografías a mujeres, mujeres, mujeres, que luego revelaba él mismo en su chabola, sin demasiado esmero y con materiales inadecuados. Mujeres en el campo, en la playa, vestidas o en bikini.

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