Raros. Francisco Rodríguez Criado
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Un crítico de arte contemporáneo, Harald Szeemann, personaje clave en esta historia sobre la marginalidad, alguien que pasaba por allí, descubrió a este fascinante y raro personaje a su pesar y le organizó una exposición en Colonia. A partir de ese momento, Miroslav Tichý logró conjugar su imagen de enfermo mental con la de artista. Ante la sociedad, siempre tan resultadista y meritocrática, había subido varios escalafones.
Sus fotografías, iconoclastas, borrosas y sin la calidad técnica propia de cualquier fotógrafo normal, recibieron el aplauso de numerosos críticos y aficionados que visitaron sus obras en exposiciones como la Bienal del Arte Contemporáneo de Sevilla, en 2004. Expuso también en salas de Madrid, París, Nueva York, etcétera. Tichý, como cabría esperar, nunca asistió a ninguna de esas exposiciones. Pese al glamour que venía emparejado a las nuevas circunstancias, siguió siendo el mismo de siempre: ese barbudo iconoclasta, solitario y marginal que sabía aunar su distante perversión por las mujeres con una exquisita sensibilidad artística.
Retrató mujeres compulsivamente hasta el último de sus días (hacía al menos cien fotografías diarias). Y mientras tanto, en los ratos libres –que eran muchos: no tenía oficina en la que fichar cada mañana ni familia que mantener–, seguía fabricando sus cámaras artesanales. Miroslav Tichý, el artista automarginal, enemigo de las normas establecidas por otros, seguía en pie. Pese a todo. Contra todos.
Murió pobre (rehusaba cobrar los beneficios de sus fotografías, cuyos precios oscilaban entre 4.000 y 8.000 euros), genio y figura. Sin hacer el menor ruido, durante décadas había retratado a hermosas mujeres (unas porque lo eran y otras porque él las hacía hermosas) y entrañables escenas de su pueblo natal. Sufrió la mofa continua de sus conciudadanos, que vieron en él a un mendigo ensimismado que iba de un lado a otro cargado de latas y otros cachivaches. Solo eso: un simple mendigo. Como suele ocurrir, este artista del hambre tuvo que morir para que aquellos que lo habían mirado por encima del hombro se dieran cuenta de que, a veces, la locura y el genio son primos hermanos.
Nota 1: rechazo etiquetarlo como autodestructivo. Si Tichý llevó una vida marginal no fue por afán autodestructivo sino por la necesidad de ser libre sin pagar el precio al que todos –o casi todos– estamos condenados para formar parte de esta sociedad.
Nota 2: descubro en Internet que hay un documental sobre Tichý, de Roman Buxbaum (2004), presidente de la fundación Tichý Ocean, titulado Tarzán jubilado, Tarzán retirado. Trataré de verlo.
Nombre: Miroslav Tichý (1926-2011)
Nacionalidad: Checa
Categoría: Raro a su pesar
Palabras clave: Arte, grabados, mujeres, fotografías, mendigo, chatarra, problemas mentales, prisión, sanatorios psiquiátricos
Referencias de interés:
Andrea Rizzi, Las modelos de Tichý, El País, 4-12-2005 Antón Castro, Miroslav Tichý en Valladolid, Blog de Antón Castro, 13-7-2011
31 de mayo, jueves
Llevo un par de días ordenando las notas sobre el siguiente personaje: Rose Valland. Yo nada sabía de ella hasta que leí hace unas semanas The Monuments Men, de Robert M. Edsel con Bret Witter (Destino, 2011). Elijo a Valland justo después de Tichý a propósito. Son dos personajes con perfiles y objetivos muy diferentes aunque con un denominador común: entregaron sus vidas al arte.
Antes que nada vayamos con una breve introducción a The Monuments Men. ¿Quiénes eran estos hombres y mujeres que entraron en la historia del siglo XX, tímidamente, por la puerta trasera? Digamos que fueron seleccionados para formar parte de una sección de rescate creada a finales de la Segunda Guerra Mundial. Muchos de ellos eran militares, pero su objetivo no era causar bajas en el bando enemigo. No disparaban armas ni lanzaban bombas ni se refugiaban en trincheras o al amparo de sacos terreros.
Eran hombres de paz en un mundo en descomposición y estaban embarcados en una misión tan noble como necesaria: recuperar las obras de arte que los nazis habían robado en los primeros años de la contienda, cuando se creían invencibles y todopoderosos. No eran ni lo uno ni lo otro, como quedó demostrado. Sin embargo, un año antes del final de la guerra los nazis seguían teniendo en su poder más de cinco millones de objetos artísticos incautados en museos y catedrales europeos o en colecciones privadas (las de Rothschild, Selgimann y Wildenstein, por citar algunas).
Aquí es donde entra en escena la sección de Monumentos, Bellas Artes y Archivos, nombre suntuoso que por comodidad iba a quedar recortado a “la Sección Monumentos” o incluso “Monumentos”, a secas. El grupo, en funcionamiento hasta 1951, estaba compuesto por más de trescientos hombres y mujeres de trece países, y en sus filas, militares aparte, había historiadores, directores de museos, profesores, etcétera. Son The Monuments Men, y su historia constituye una de las menos conocidas de la muy estudiada Segunda Guerra Mundial.
El libro antes citado fue el que me puso tras la pista de estos guerreros del arte, así nombrados ya desde la cubierta. Robert M. Edsel es un exitoso empresario petrolífero estadounidense que en 1996, una vez instalado en Florencia, decide compatibilizar sus negocios con la escritura de libros de divulgación histórica-artística.
Publicado originalmente en 2009, The Monuments Men estudia los hechos sucedidos entre junio de 1944 y mayo de 1945 en algunos países de Europa como Francia, Países Bajos y Alemania.
Son varios los personajes clave de esta sección (el mayor Ronald Edmund Balfour, los capitanes Walker Hancock y Robert Posey, el teniente George Stout, el subteniente James Rorimer, el soldado Harry Ettlinger...), pero hay una mujer que yo destacaría por su trascendencia: Rose Valland, dechado de coraje y abnegación.
Si Tichý era un tipo con aureola de raro enajenado, Valland es a simple vista su reverso: sencilla, aburrida, alguien que si a los ojos de los demás destacaba en algo era en no destacar en nada. Y, sin embargo, ¡qué gran mujer!
Rose era de constitución fuerte, medía uno setenta y dos aproximadamente, vestía de manera insulsa y ajena a las tendencias del momento, tenía los ojos marrones que escondía bajo gafas de montura metálica y llevaba el pelo recogido en un moño, “como una abuela”. ¿Atractiva? No, físicamente era una mujer del montón.
La primera vez que la vio el subteniente James Rorimer, conservador del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York (Met) y uno de los Monuments Men más significativos, pensó que tenía el aspecto de una “matrona”. No era pues su físico por lo que acabaría despuntando esta mujer que trabajaba como voluntaria en el Museo del Jeu de Paume, adyacente al Louvre, sino por su determinación a prueba de bombas. Pero Rorimer pensó algo más de ella, algo que la definía como persona. Pensó que nunca se pintaría una línea negra en la parte posterior de la pierna imitando las costuras, como hacían muchas parisinas durante la ocupación nazi. (Era, en definitiva, una mujer rara, fuera de la norma.) A Rorimer le pareció una persona inescrutable, alguien que no dejaba al descubierto sus anhelos más íntimos.