La guerra de Catón. F. Xavier Hernàndez Cardona

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La guerra de Catón - F. Xavier Hernàndez Cardona Emporion

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era que nadie sabía qué harían los romanos, quizás vendrían a reclamar sus dominios o quizás olvidarían para siempre sus intereses en tierras hispanas. Sin embargo, la espera se hacía larga. Pero allí estaban los guerreros íberos bloqueando Emporion, la única puerta que los romanos tenían para entrar en Hispania.

      Tildok, el cosetano, y su compañera Melk llegaron al campamento íbero de Emporion con tres talentos de plata que habían obtenido en la expedición a Tibissi, y que quedaron bajo la custodia de los tesoreros del ejército confederado. Decidieron instalarse en el campamento, estaba claro que en aquella historia que se avecinaba iban a tener protagonismo. Himilcón, confirmado como jefe militar de la heterogénea tropa, dedicó los meses de invierno a optimizar las fortificaciones del campamento. La empalizada de circunvalación se extendió hasta la Paleápolis y el Ticer. Emporion quedaba prácticamente cerrada. El paso del Ticer, junto a la playa y el camino hacia las Escalas de Aníbal eran la única vía que no estaba directamente cortada por la fortificación íbera.

      El comercio de la ciudad acusaba los cambios, pues los emporitanos sólo controlaban las dársenas del puerto que daban directamente al núcleo urbano o a los espigones adyacentes. Los barcos que fondeaban en el gran puerto y en sus muelles centrales quedaban bajo control de los íberos, que pasaron a ser los principales beneficiarios en los intercambios. Con los íberos instalados en el cerro de Emporion, el campamento amenazaba con relevar a la Neápolis como emporio comercial. Creonte, el mercader siracusano, detalló a Himilcón cómo había ido la expedición a Tibissi. Luego aparejó su nave, La Gracia de Siracusa, y abandonó Emporion. Según dijo, tenía que ir a Sicilia a pasar el invierno, pero sus intenciones eran otras. Navegó directo a Ebusim, y de allí a Akra Leuque y Cartago Nova. Continuó por las costas de Urci, Abdera, Sexi y Malaca y tomó la derrota norteafricana, hacia Russadir. Allí adquirió un buen cargamento, a bajo precio, de púrpura y sal, y recogió algo de oro llegado de los confines del desierto. Luego rozó la costa númida hasta llegar a Útica y finalmente consiguió arribar a Cartago. Atravesó el puerto comercial y entró, directamente, en el antiguo puerto militar y allí atracó, en una de las dársenas cubiertas que en otro tiempo habían alojado galeras de guerra.

      Aníbal era ahora sufete de Cartago, el magistrado supremo de la ciudad, y estaba propiciando una revolución democrática. Por fin empezaba a pasar cuentas con el partido de la oligarquía. Ellos le habían apuñalado en la campaña itálica, pero ahora podía ahogar a los oligarcas, deshacerse de los romanos y restaurar la hegemonía de Cartago en el mar Occidental.

      Aníbal trasladó su residencia a la llamada Casa del Almirante, en el centro del antiguo puerto militar de Cartago, ahora en desuso. La paz con Roma obligó a hundir la flota de guerra. Fue un día triste, de humillación. Las magníficas naves cartagineses fueron despreciadas por los romanos que no quisieron apoderarse de ellas. Las concentraron cerca de la costa y allí fueron hundidas. A Cartago se le prohibió disponer de flota de guerra. El puerto militar ya no tenía ninguna función. Aníbal podía contemplar los alvéolos vacíos que habían acogido las orgullosas quinquerremes de guerra, y que ahora servían como discretas dársenas comerciales. La antigua fortaleza portuaria tenía forma circular. En el centro, en una isla comunicada por un puente, estaba la Casa del Almirante que ahora ocupaba el sufete. Era un espacio absolutamente seguro, que Aníbal podía defender con su guardia personal. Una ciudadela en el corazón de la urbe, lejos de la vista de los oligarcas, que a cualquier precio querían impedir las reformas democráticas. Desde la colina de Birsa se podía divisar la fortaleza-puerto, pero no con el suficiente detalle.

      Aquella noche había hecho frío. Aníbal despidió a las dos chicas gatúlicas que le habían proporcionado una noche carnosa y confortable. ¡Cómo le gustaban aquellas chicas orondas y llenas de tatuajes! Salió a la terraza, como de costumbre, y barrió el horizonte con su único ojo. Un par de naves mercantes partían del puerto comercial. En otros tiempos, las velas de los mercantes y de las penteras de guerra se hubiesen visto a docenas, ahora Cartago era una sombra, pero las cosas volverían a cambiar. Su banquero, Antígono, entró en la estancia. Aníbal le tenía absoluta confianza y hacía días que no despachaban. Antígono constató que el espacio del líder era una selva de pergaminos y papiros, informes de todo tipo, esquemas de nuevos modelos de naves, listas de productos e incluso las últimas novedades literarias del mundo helenístico. Sobre la pared disponía de un enorme mapa del oikumene, desde Iberia hasta la India.

      ─ Es la mejor imagen del mundo conocido, según dicen ─sentenció Aníbal.

      ─ Realmente es extraordinario ─Antígono estaba sorprendido─. No he visto nunca un mapa igual.

      ─ Mis agentes lo han comprado a un copista de la Biblioteca de Alejandría ─precisó Aníbal─. La representación no está mal aunque tiene errores en la zona del sur de África por ejemplo.

      Con la sonrisa en los labios, Aníbal pensó que esto no era extraño, durante siglos los púnicos habían hundido los barcos que se atrevían a cruzar las Columnas de Hércules. Los griegos sabían muy poco de lo que había más allá del Estrecho.

      ─ ¿Qué saben los griegos de las expediciones de Hannón y Himilcón? ─precisó Aníbal─. ¿O de la circunvalación de África realizada en tiempos del faraón Necao? ¿O de las islas Afortunadas? ¿O del golfo de Guinea y sus gorilas? ¿O de la navegación de altura de Finisterre a Britania? ¿O del lejano continente de poniente? Sólo el bueno de Piteas forzó nuestro monopolio del conocimiento del mar Exterior...

      ─ Ciertamente, por eso me extraña que esté tan bien ─comentó Antígono, observando con mucho cuidado.

      ─ Dicen que lo ha diseñado Eratóstenes ─continuó Aníbal─. Es un sabio de la biblioteca alejandrina que dice que el mundo es una esfera de 20.000 estadios de circunferencia, y de la que sólo conocemos una mínima parte.

      Aníbal había ordenado la confección de varias copias del mapa, y encima del que tenía en la pared proyectaba sus más íntimas fantasías: flechas procedentes de Hispania, Macedonia, Siria y Cartago convergían en diferenciadas etapas hacia Roma. Poco podía sospechar que en Roma había alguien que especulaba sobre el futuro de la oikumene sobre un mapa similar, pero con las flechas al revés.

      Después del desayuno, Aníbal pasó a formalizar la primera reunión con su banquero, los responsables de finanzas y el asesor de seguridad. Juntos esperaron la llegada del Gran Ojo.

      Tras ser anunciado por una sirvienta, el Gran Ojo entró en la cámara de Aníbal que, con un abrazo entusiasta y un par de puñetazos al estómago, le dio la bienvenida. Otra cosa era Pericles, el mono que acompañaba al personaje. Aníbal odiaba los monos. Pericles lo intuyó y bajó rápido del hombro de su protector, pero no pudo esquivar la patada que le propinó Aníbal y que lo estampó contra la pared. Aún así se recuperó y, renqueante y atemorizado, se escondió bajo uno de los cojines de la sala.

      ─ ¡Salud Creonte! Los romanos no pudieron acabar conmigo, sólo pudieron quitarme un ojo, y tú Creonte eres mi otro ojo, el que mira por mí el mar Occidental. Cuéntanos, amigo. ¿Cuáles son las novedades? Y diagnostica que pasará en Hispania. Estoy impaciente por saber cuanto ocurre.

      Creonte tomó sus notas y procedió a exponer un largo informe de lo sucedido en el último año. Detalló las actividades de sabotaje de la organización secreta de la Mano Negra de Tanit, explicó los detalles de los combates en Emporion y cómo los íberos casi conquistaron la ciudad. Relató la importancia de la recuperación de la plata ilergete y el inconveniente de no haber podido encontrar la pátera sagrada. La pátera del Templo del Lobo de Ilerda era venerada por todo el pueblo, y desde que había sido sustraída los ilergetes habían perdido el coraje.

      Aníbal se mordió el labio e hizo sus propias cábalas.

      ─ Indíbil y Mandonio, los comedores

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