La guerra de Catón. F. Xavier Hernàndez Cardona
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─ Chico, si tu eres Lucio Emilio vístete y sígueme, los jefes quieren hablar contigo, y se están impacientando. ¡Puaf! ¡Qué tufo! ¿Guardas animales muertos? ¿No sabes que está prohibido?
─ No, no es el olor de ningún animal, es un olor de mujer... ─precisó Lucio cada vez más intrigado.
─ ¡¿De mujer!? Pues vigila tu méntula, igual se te cae a pedazos, y dile que se limpie... qué repugnancia. Cada vez vemos cosas más extrañas en esta profesión.
─ Mira optio, esto son problemas míos, además ya pasa de la hora duodécima. ¿Quién dices que quiere ver? ¿Antonino Varrón?
─ Peor aún muchacho, tengo que llevarte a la oficina del cónsul Marco Porcio Catón, así que, espabila, que no estoy para bromas.
Lucio respiró profundamente, y aliviado. A lo que parecía aquella noche no terminaría en el fondo del Tíber, y la blanca Valentina podría continuar coqueteando desde su nube de perfume. El panorama imaginado unos segundos antes cambiaba. Ahora cualquier opción parecía buena, incluso si venía del maldito cónsul. Lucio intentó escabullirse dando largas.
─ Dile a ese Catón que éstas no son horas, además estoy medio borracho. Mañana iré a la Curia Hostilia y haré todo lo que haga falta, pero ahora marchaos que me vuelvo a la cama. ¡Hasta la vista chicos...!
El armario humano comenzó a impacientarse. Lanzó un par de sonoros bramidos. Lucio notó cómo el rostro del coloso cambiaba de color.
─ Tú eliges, o vienes directamente a las buenas o te sacudo y te llevamos arrastrando.
─ Bueno, tranquilo, no es para tanto, me pongo el sagum y te sigo.
Los guardias le dejaron en uno de los anexos de la Curia Hostilia, una entrada que no era la que Lucio frecuentaba cuando trataba con las comisiones de la administración. El guardia le indicó que subiera la escalera y preguntara. Las dependencias estaban mal iluminadas. Una luz tenue lo guió hasta un cuarto con un funcionario olvidado que seguía peleando, a pesar de la avanzada hora, contra una montaña de papiros. Lucio se extrañó, tal vez la eficacia de la administración iba mejorando...
─ Disculpa, busco la sala de recepción del cónsul Catón ¿Puedes indicarme?
El supuesto funcionario se incorporó. Entonces Lucio reconoció la figura rolliza y la calva que brillaba a la luz de las lucernas: era Catón y, sin duda, aquel no había sido un buen comienzo.
─ Bienvenido, yo soy el cónsul Catón... y tú debes ser aquel al que llaman... La Sombra de Roma.
La última parte de la frase la dijo en tono burlón y con énfasis. Lucio quedó perplejo pero antes de que pudiera articular disculpas, Catón le desautorizó con un gesto enérgico a la vez que acercaba una de las lucernas para escrutar mejor la cara del convocado. Tras las presentaciones, el cónsul le habló con parsimonia y tranquilidad.
─ Roma vive momentos difíciles. Aníbal es sufete y ha puesto en marcha una revolución democrática que convertirá a Cartago en una gran potencia. Primero comercial y luego, naval y militar. Los Escipiones, que están engrasados con plata cartaginesa ni se inmutan y siguen coqueteando con Aníbal.
Lucio se excitó al oír la palabra Aníbal, y se atrevió a matizar al cónsul.
─ Aníbal sólo tiene una obsesión, Cónsul, destruir Roma. Simpatizo con cualquier democracia pero será difícil una convivencia entre Roma y Cartago. Aníbal nunca será inocuo. Hay que acabar con él.
─ Me gusta esta música, ya sabes, hay que destruir Cartago. Parece que coincidimos, Sombra...
─ Eh... no es por falta de respeto, pero, mejor Lucio Emilio... Cónsul...
Catón sonrió mientras desarrollaba una de las copias del mapa de Eratóstenes en la que había pintado los territorios correspondientes a los diferentes estados, ciudades, bases y rutas comerciales. Su dedo índice fue recorriendo los diferentes escenarios.
─ La destrucción de Cartago es una premisa para que Roma se desarrolle. Pero, hoy por hoy, no nos podemos plantear destruir la ciudad. Tenemos otros problemas más urgentes. En Grecia continua la sedición, como si la batalla de Cinoscéfalos no hubiera servido de nada; Antíoco III de Siria quiere controlar la Tracia, los celtas de la Cisalpina amenazan y, para rematar la situación, Hispania se subleva en masa. Creo que Aníbal no es ajeno a nada de lo que sucede, es él quien empuja la rebelión íbera y la sedición griega.
─ La responsabilidad de Aníbal es más que evidente ─dijo Lucio sin apartar la vista de aquel maravilloso y detallado mapa, nunca antes había apreciado nada igual.
─ Como si nos conociéramos de siempre, Lucio, me gustaría saber tu opinión. ¿Cómo ves las cosas?
─ Con todos los respetos, Cónsul. Yo de ti golpearía, primero, en Hispania. Grecia es preocupante, pero si desplazas tus fuerzas al este la rebelión hispana acabará triunfando y el beneficiario será para Aníbal. En Grecia hay gloria, en Cartago comercio y en Hispania plata, y ahora necesitamos plata. La plata la tenemos que controlar nosotros, si se la dejamos a Aníbal los sacrificios de la guerra habrán sido inútiles. Pero... te queda poco tiempo, Cónsul.
─ Coincidimos, Lucio. Roma sólo tendrá una oportunidad. Nuestras opciones estratégicas son claras: primero golpear occidente, controlar Hispania y sus recursos, luego golpear en Grecia y rematar a Macedonia, a continuación nos comemos a Cartago y, finalmente, nos imponemos en Egipto y Oriente...
Catón enrolló el mapa de Eratóstenes y desplegó un nuevo papiro que reproducía el territorio de las provincias hispanas.
─ Según me han dicho, has sido uno de nuestros agentes en Hispania. Quiero saberlo todo y, cuando digo todo, es todo. Cuéntame tu anterior misión, sin ahorrar detalles.
─ Primero te corregiré esta carta, Cónsul. La Tierra Libre no está bien representada. Mira, aquí, los ilergetes, están sobre el Sícoris, un río aurífero. Indika está mucho más cerca de Emporion. Falta señalar el camino de la cicatriz ceretana...
Lucio corregía el mapa con carboncillo y se dirigía al cónsul con absoluta normalidad. Catón, a corta distancia, no era el tonto que Lucio había imaginado. Era un tipo más bien corpulento, con una cabeza considerable pegada al tronco con un poderoso cuello de toro. A la calvicie natural se le sumaba un afeitado rotundo. Sus francos ojos destacaban escrutadores. Tenía unos cuarenta años. La manera intencionada de llevar la ropa y las cáligas denotaba su origen campesino. Su apariencia inspiraba tranquilidad y confianza. Una permanente media sonrisa contribuía a darle una imagen de simpatía. Lucio se sintió a gusto con aquel individuo inteligente y afable que sabía escuchar y entender. Catón, a su vez, analizó a Lucio. Parecía leal, competente, digno, astuto y decidido y, además, era un singular héroe de guerra dispuesto a arriesgarlo todo por Roma, y sin contrapartidas. En ningún momento se mostró adulador, al contrario, había criticado la inoperancia