Tendencias organizacionales y democracia interna en los partidos políticos en México. Alberto Espejel Espinoza
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En lo que respecta a si, en México, la democracia interna es algo practicable o no, se trata de un debate que precisa considerar los factores estructurales de la democracia mexicana. Si bien una Ley de Partidos puede dar la pauta para reorientar los procesos a senderos más democráticos, es indudable que su puesta en marcha y consolidación depende de otros factores, tal como la estatalidad (Fukuyama, 2004), en otras palabras, la capacidad del Estado para hacer cumplir las leyes en su interior. Sin esa capacidad que una y otra vez se pone en duda en los procesos electorales en México, difícilmente podría hacerse valer alguna ley al interior de los partidos. En todo caso, el problema es más complejo de lo que parece, pues esto apuntaría a que no basta una normatividad para lograr cambios profundos, sino que es necesario tener capacidad para hacerla cumplir. Y en ese sentido, es seguro que emergerá la voz de quienes ubican a los partidos como simples “organizaciones de miembros voluntarios”. Sin embargo, parecen obviar el financiamiento público, el monopolio de la representación política y su centralidad en la vida política mexicana.
1.1.1 Génesis del uso del concepto democracia interna en México
En este apartado, la idea principal es responder a la pregunta sobre ¿desde cuándo cobró relevancia la democracia interna en México? Vale la pena iniciar planteando que la democracia interna no fue relevante en la medida que la política mexicana se encontraba centralizada en el presidente y el partido dominante del espectro político del país; en otras palabras, estábamos frente a un sistema de partido hegemónico donde las fuerzas partidistas de oposición no eran relevantes. Debido a su propia naturaleza, era impensable imaginar democracia interna en la organización del partido hegemónico, pues sus prácticas resultaban coherentes con la estructura piramidal del sistema político mexicano, encabezada por el propio Presidente de México. Por lo anterior, es hasta que el sistema de partidos se pluralizó, y la política se descentralizó, cuando comenzó a ganar relevancia (y a hacerse visible) la democracia interna en las organizaciones partidistas en México.
El sistema de partido hegemónico fue característico de México durante una buena parte del siglo XX; de hecho, Sartori lo clasificó así en la década de 1970.3 Se trataba de una situación no competitiva en la cual un partido dominaba la mayoría de los cargos políticos en el país. Posteriormente transitamos a otra situación de carácter competitivo, donde tres partidos concentraron casi el 90% de los votos, hasta la irrupción de MORENA. Este cambio no fue inmediato, ni menor, ya que alteró la naturaleza de la actividad política en México. Uno de los efectos de esta transformación política fue en el campo científico, pues, desde la ciencia política, se fortaleció la necesidad de investigar la democracia interna de los partidos políticos.
Ahora bien, es importante recordar que, de 1929 a 1952, la vida partidaria fue dominada por la fundación y transformaciones del partido hegemónico (PNR, PRM y PRI) y sus escisiones, las cuales apenas dieron lugar a partidos cuya existencia fue efímera. Empero, en dicho periodo, dos partidos obtuvieron su registro definitivo: el PAN y el PP(S). Por ende, de 1938 a 1985, solamente Acción Nacional, partido surgido en 1939, podía acceder a cargos de representación popular; sin embargo, no podía competir por la Presidencia de México, gubernaturas o escaños legislativos importantes. Los porcentajes electorales obtenidos, una y otra vez, evidenciaron la existencia de un sistema de partidos hegemónico, encabezado por el PRI (el cual se hacía del 90% o más de los votos). Aunado a ello, la ley electoral de 1946 exigía a los partidos poseer estructuras sumamente centralizadas, al tiempo que se les dotó del monopolio de la representación política en México.
Fruto de las reformas electorales negociadas con la oposición (1963-1996), esta situación cambió paulatinamente, pues otros partidos comenzaron a cobrar cada vez más peso, hasta llegar a un escenario donde, al menos hasta 2018, tres fuerzas partidistas se distribuían el 90% de votos.
En primera instancia, en 1963, gracias a las negociaciones entre Acción Nacional y el PRI, se instauró la figura de “diputado de partido”; en 1977, luego de esta reforma, vendría la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procedimientos Electorales (LOPPE) como una apuesta liberalizadora del régimen que daría espacios a partidos de oposición marginados. Otro cambio importante fue que, a partir de ese momento, los partidos serían considerados entidades de “interés público” con derecho a financiamiento.4 En 1990, producto de la catástrofe electoral de 1988 (con la famosa “caída del sistema”), comenzaría la reducción de la intervención del Poder Ejecutivo en los órganos electorales, dando lugar, en 1996, a la ciudadanización del Instituto Federal Electoral.
Este paulatino proceso de reformas electorales permitió que la oposición accediera a cargos de elección popular hasta llegar a 1997, momento en el cual se configuró un sistema de partidos pluralista. Esto fue posible en la medida de que el PRI perdiera, por sí mismo, la mayoría en la Cámara de Diputados. A partir de esta coyuntura, el otrora partido hegemónico tendría que negociar con la oposición si quería aprobar o modificar leyes. Aunado a ello, la oposición (PAN 24% y PRD 25%) comenzó a obtener triunfos de gran relevancia a nivel subnacional.
Siguiendo una tendencia similar a la de otros países en América Latina, en México, la exigencia de democracia interna fue antecedida por la descentralización política, misma que comenzó en 1980, pero tuvo su etapa de esplendor en la década siguiente (Alcántara, 2004: 215-217). En México, dicho proceso estuvo acompañado por la liberalización política, luego de la cual a la oposición (principiando por el PAN, en 1989) le fueron reconocidos triunfos electorales importantes. Se trató de un periodo en el cual la oposición fue ganando espacios en el orden subnacional. Esta reconfiguración del poder político motivó una mayor exigencia por parte de los mismos partidos.
En el caso del PAN, las élites subnacionales comenzarían a exigir mayores espacios de poder, mientras que en el caso del PRD, debido a su exigua estructura subnacional, este nuevo escenario sería aprovechado por los grupos internos en detrimento del líder carismático. En el PRI, la dirección centralizada subordinada al Presidente de México fue cediendo poder a los gobernadores.
Así, la configuración actual del sistema de partidos en México, caracterizado por el pluralismo moderado, proviene de un proceso de cambios y reformas electorales graduales. Precisamente, a partir de las décadas de los ochenta y noventa del siglo XX, el sistema de partidos presenciaría una mayor competencia electoral, la cual incidiría en el tránsito de un sistema de partido hegemónico a la construcción de un sistema de partidos competitivo.
Las elecciones de 2000 siguieron esta misma lógica, pues en la integración, tanto de la Cámara de Diputados como la de Senadores, ninguna fuerza partidista obtuvo mayoría absoluta. Además, luego de 70 años de la hegemonía del PRI, en el Poder Ejecutivo se experimentó la primera alternancia con el triunfo de Acción Nacional.
Así pues, el sistema de partidos pluripartidista con elecciones competitivas, en el que ningún partido obtiene la mayoría absoluta, ha prevalecido desde el año 2000, hasta el 2015. Los rasgos principales de dicho sistema pluripartidista mexicano fueron: 1) la alternancia política en los órganos de representa; 2) el fortalecimiento de las instituciones y reglas electorales; 3) gobiernos divididos en los niveles federal y locales; y 4) que, entre 1991 y 2012, tres partidos se han disputado alrededor del 90% de los votos.
Ahora bien, a partir de que la política se descentraliza, aunado a que los partidos comienzan a adquirir más relevancia en el escenario nacional (debido, por un lado, a sus triunfos electorales y, por el otro, a la asignación de cuantiosos recursos para su ejercicio), desde la academia despertaría un mayor interés por conocer la vida interna de estas organizaciones, en tanto entidades de “interés público”.
De hecho, los primeros trabajos que denuncian y/o describen la precaria democracia