Los mejores reyes fueron reinas. Vicenta Marquez de la Plata

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Los mejores reyes fueron reinas - Vicenta Marquez de la Plata

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inútiles, por la corrupción y la dejadez de los encargados de este quehacer. También intentó, la vieja emperatriz, la reorganización de la justicia, declarándose contraria al uso del tormento y a cualquier abuso sobre las personas. Mientras todo esto entraba en vigor en todos los lugares, la pena máxima sería la degollación, suprimiendo el descuartizamiento, la mutilación, la marca con hierro al rojo y hacer pagar las penas a la familia en lugar del reo si este no podía ser apresado. Todos estos abusos se prohibieron en teoría, en teoría, porque en los lugares remotos seguían existiendo. Con todos estos mandatos esperaba la emperatriz instituir las bases de un Gobierno aceptable para los occidentales, a quienes consideraba el germen de un gobierno constitucional. Para demostrar su buena voluntad Cixí envió una comisión presidida por el duque Tse-Tse a estudiar los sistemas políticos en los países extranjeros y sus resultados, a su regreso el duque daría razón de sus estudios y se tomarían las decisiones pertinentes, eso sí, como conviniese. Según la soberana: «[…] cuando los funcionarios y el pueblo hayan comprendido qué es el poder ejecutivo en un Gobierno, la nación estará preparada para una Constitución».

      Los artículos chinos tenían gran demanda sobre todo en Gran Bretaña, mientras que los productos de los europeos no tenían demanda ni mercado en China, por ello el comercio entre uno y otro era deficitario sobre todo en Inglaterra. Los ingleses descubrieron que llevando opio a China desde la India, donde se cultivaba, podían equilibrar su balanza, pues el opio proporcionaba ganancias de 1 a 400. Cuando los chinos protestaron ante la emperatriz Victoria, su respuesta fue enviar a las tropas para proteger el comercio de esta droga, de esta actitud surgió la llamada guerra del Opio. Fue un comercio indigno de una nación civilizada.

      Naturalmente tal abundancia de cambios atrajo el descontento de muchos. Ni siquiera la emperatriz, con todo su prestigio, podía proponer tantas transformaciones sin levantar recelos y resistencias. Los antiguos funcionarios y burócratas continuaron aferrados a sus costumbres ancestrales y la resistencia se manifestó en un obstinado apego a lo habitual, lo tradicional, lo de siempre. De no ser porque los mandatos emanaban del Viejo Buda, seguramente la resistencia hubiese tomado una forma violenta, pero todos la temían y se guardaron muy mucho de exteriorizar su oposición o descontento.

      En Pekín no había prensa, sobre todo prensa crítica, pero en las provincias del sur, en Shanghai y en Hong Kong, los periódicos desaprobaban abiertamente las medidas adoptadas por la emperatriz. Fue acusada de seguir al pie de la letra los mandatos de los diablos extranjeros, de los hombres peludos primarios y de los enanos del Japón; sin apreciar su inteligencia que le hacía ver lo necesario de esos cambios, que por otra parte odiaba. Acusaron a la emperatriz viuda de querer destruir las esencias del pasado y la tradición milenaria. No apreciaron su talento y astucia para manejar una situación explosiva a corto plazo.

      Por otro lado, los extranjeros, Inglaterra, Alemania, Francia, Austria, Rusia, sospechaban que la emperatriz los engañaba con fingidos propósitos; recordaban su actitud anterior de franca hostilidad a todo lo extranjero, su conocida xenofobia y por ello no se creían que las intenciones de la soberana fuesen verdaderas. En realidad nadie le daba el crédito que necesitaba para llevar a cabo su envite por la modernidad. Ni unos ni otros comprendieron la energía y la virilidad de esta mujer anciana. Había tenido errores, pero no por ello dejaba de ser un político de primera fila, un conductor de hombres, un talento dirigente, un gobernante experimentado.

      Los periódicos de Shanghai y de Hong Kong publicaban cada día diatribas a los menores actos de la emperatriz. Un crítico escribía:

      Es poco creíble que a su edad pueda cambiar todas sus costumbres y hacer nuevas amistades tan contrarias a su educación y su carácter. ¿No se preguntarán los extranjeros si Su Majestad puede sinceramente sentir el menor afecto a unas gentes que han saqueado su palacio y la han obligado a entregar al verdugo [el tratado de paz tras el levantamiento de los bóxers establecía el compromiso del Gobierno chino de ejecutar a 10 oficiales implicados en la revuelta] a sus colaboradores más fieles y más seguros?

      En todo caso, Cixí estaba convencida de la bondad de su proyecto y continuó el camino que se había trazado para sacar a China de su marasmo de siglos. Tenía que vencer prejuicios por ambas partes, entre los nacionales y los extranjeros, además existían alianzas y pactos de intereses en ambos lados, era una obra formidable, incluso para una personalidad como la suya. Necesitaba tiempo, aun con el empuje de toda una mujer de talento, pero tiempo era precisamente lo que no tenía el Viejo Buda. La nave del Estado iba a la deriva, había controversia de todos los lados, sin su mano el Estado encallaría en las dificultades que presentaba este modo nuevo de gobernar que deseaba implantar la emperatriz.

      Cuando la emperatriz iba a cumplir setenta y tres años, el pueblo se preparaba para las celebraciones. Una función teatral que duraría cinco días había de celebrarse en palacio, mientras las calles de la ciudad eran engalanadas. Los dignatarios y el Dalai Lama, que se hallaba a la sazón de visita, irían a saludar humildemente a la señora. El emperador, que estaba muy enfermo, no acudiría a los banquetes que se celebrarían, donde se hizo representar por un príncipe de sangre real.

      El mismo día del cumpleaños de la emperatriz, el emperador hizo un esfuerzo y salió de sus habitaciones para dirigirse al salón del trono, pero su aspecto estaba tan deteriorado que alarmó a los circunstantes, tanto fue así que la emperatriz ordenó que se lo volviesen a llevar en su palanquín y le dispensó de estar presente.

      Dos días más tarde, el 5 de noviembre, ni el emperador ni la emperatriz estaban bien de salud y no pudieron cumplir las obligaciones, y todos los asuntos de Gobierno quedaron en suspenso durante un par de días. El día 9 de noviembre ambos dirigentes estaban algo mejorados y pudieron asistir al Gran Consejo. Poco después visitaron al emperador cuatro médicos, también la emperatriz estaba enferma. El informe médico sobre la salud de Sus Majestades fue pesimista.

      El Gran Consejo, alarmado, envió un mensaje al príncipe K´ing y cuando este llegó, el día 13, halló al emperador en muy mal estado, mientras que la emperatriz decía sentirse restablecida. Sacó fuerzas de su flaqueza, la indomable señora se hizo acicalar y celebró una audiencia en el salón de los Fénix. Ante los consejeros y príncipes ella anunció que era hora de escoger un heredero al trono. Si el emperador Guangxu moría había de sucederle un príncipe de la sangre. Ella, dijo, había hecho ya su elección, pero deseaba contrastarla con la de sus consejeros. Los consejeros, por su parte, propusieron al príncipe Pu-Luen, que era el primogénito de los biznietos de Daoguang (el emperador que había sido el consorte de la Cixí cuando ella era solo la concubina Yenehara, y con quien había tenido su hijo, Tongzhi, fallecido hacía años). La emperatriz manifestó que ella había casado a la hija de Jung-Lu, su fiel ayudante y consejero —y se dice que amante— con el hijo del príncipe Chun. El hijo varón que naciese de este matrimonio debía ser emperador, ella —explicó— se lo debía al fiel Jung-Lu. Chun sería nombrado regente, con el título de príncipe colaborador del Gobierno.

      Algunos de los espectadores se opusieron a este nombramiento, pero ella, con gran fortaleza dado su estado, replicó:

      Pensáis que soy vieja y chocheo, pero deberíais saber bien que cuando yo decido una cosa, no hay nada que pueda impedirme realizarla. En una época crítica un soberano niño es sin duda una causa de debilidad para el Estado más no olvidéis que yo estaré aquí para dirigir y asistir al Príncipe Chun —entonces se dirigió a los escribientes— redactad enseguida en mi nombre dos decretos: el primero nombrando a Xiaofeng, Príncipe Chun, Príncipe Colaborador del Gobierno, y el segundo ordenando que Pu-Yi, hijo del Príncipe Chun sea

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