Hernán Cortés. La verdadera historia. Antonio Codero
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Entonces, digamos:
Tienen razón quienes piden a España que se disculpe. Como las personas, toda nación que ofende a otra debería hacerlo. Motivos hay muchos y por los cuales ya varios perdones y en distintas épocas se ofrecieron. Pero si se demandan justificaciones de otro, si se es congruente, antes habría que reconocerle sus contribuciones. Correspondería entonces enviar, primero, un detallado pliego de agradecimientos, extensos listados de legados recibidos y una medalla al mérito acompañada de carta explicativa de por qué la primera solicitud no debe ser tomada en serio. Después, tener muy claro de qué España se pretenden cuentas: de la de allá o la de acá. La de América se llama México, porque todos sus habitantes también son España, desde el Presidente de la República hasta el indígena más puro con el que se entabla comunicación. Poder hacerlo, hablar, es la prueba más clara del legado español. Los hispanoamericanos, los que llegaron hace 500 años, hace 40 o los que ya estaban hace 5.000 y se latinizaron, lo son. Los primeros tendrían que enviar la mencionada diligencia después de la entrega de los documentos. Y como mexicanos – yo mismo me incluyo–, también debemos exculparnos por las horribles ofensas que cometimos contra nosotros mismos a lo largo de las centurias en las que todavía no éramos España: fuimos muy duros y crueles entre nosotros y apenas nos conocíamos. Sería una larga y absurda cadena de absolución.
Otra petición lamentable es la que hizo públicamente en una entrevista con un conocido periodista una diputada del Partido Verde Ecologista de México2. Omito su nombre para no avergonzar a sus hijos o nietos si en un futuro leen este escrito. Sugirió, con una clara intencionalidad política, pero también con ingenuidad que llama a la ternura, la desaparición de todos los monumentos de Cristóbal Colón y Hernán Cortés que hubiese en México, «para no ofender a los pueblos originarios». Es decir, aspiraba no al retiro de objetos de bronce, sino a la negación de la cultura misma. Todo ser humano es beneficiario de la cultura y, como probablemente esté de acuerdo el lector conmigo después de contar con su paciencia, los pueblos originarios, los secundarios o los que resulten de las mezclas de todos los anteriores, no solo son beneficiarios de la cultura, son la cultura. La legisladora no propuso un debate de especialistas, tampoco hizo un llamado a la investigación histórica, a la revisión o análisis de hechos, sino exigió la negación del pasado, borrarlo (por eso el presente se tambalea).
Con el mismo criterio de la diputada, o más bien, con igual falta del mismo, habría que retirar los miles de bustos de los emperadores romanos regadas por Europa debido a los excesos que infringieron a los conquistados y gobernados, los de los santos que impusieron su fe a la población de distintos lugares, las estatuas de deidades mitológicas que abundan en el mundo, los monumentos a Cuauhtémoc y los otros señores del Anáhuac que acabaron con sus iguales para ascender al trono, o el de Mickey Mouse que custodia el acceso a Disneylandia3. En fin.
Cómo exigir en el extranjero que a los mexicanos se les reconozcan ciertas cuestiones si niegan lo que más podrían exhibir para ser bien tratados. Debemos examinar la complejidad del dilema y aceptar que no hay, en la cultura, buenos y malos. Los que creemos buenos, no lo son tanto, y los malos, tampoco lo son mucho.
No obstante la dicotomía en la que vivimos, por un lado la esperanza de un mejor futuro que incluya a todos, y por otro, el reino de la «cangrejocracia»4, este es el momento histórico para reanudar el futuro. Se necesitaría hacer una limpieza nacional y reinterpretar la propia cruz.
El simple hecho de cuestionar, en territorio mexicano y en la propia España, que la celebración del quinto centenario del encuentro de dos mundos puede molestar al gobierno y al pueblo de México, es razón suficiente para atender de manera urgente las causas reales, las internas de tal malestar. Esta es la oportunidad de autoexaminación para saber a dónde vamos y si vamos bien. No hemos tenido ganas de pensarnos, nos da miedo buscarnos porque, en una de esas, nos encontramos.
Hoy, a menos que se siga redundando en la torpeza, debe entenderse que la identidad mexicana es resultado de dos vertientes con capacidades sobresalientes. Liberarse de prejuicios y reconciliarse con uno mismo da lugar a lograr lo extraordinario. La conquista de hoy es el descubrimiento de los mexicanos.
Por último, no me quiero quedar sin una reflexión particular para esta edición. Pienso cuán distintas perspectivas tendremos de lo mismo en ambos continentes. Entiendo que en España, así como en otros países de Europa, la visión de Cortés es de un caudillo, un avezado guerrero, un segundón; un personaje histórico más de ese pedazo de la historia tan importante para España.
En México en cambio, Cortés es un personaje de relevancia determinante en nuestra historia, dueño de los principios y de las consecuencias, que sin embargo, una gran mayoría niega. Por eso me invade la curiosidad por descubrir la opinión que la lectura de este análisis tendrá en el lector no mexicano.
2 Cuando este prefacio fue escrito no habían retirado aún el monumento a Colón, del Paseo de la Reforma, en la Ciudad de México. Lo que se creía una ocurrencia, pronto fue una acción de una ideología corta.
3 Un concejal de Segovia, España, sugirió destruir el acueducto romano de esa ciudad «para borrar la huella de esa conquista». Ilustres luminosos hay en todas partes del mundo.
4 Neologismo proveniente del griego krateîn («gobernar») y «cangrejo», el cual describe al sistema que, como hacen esos animales, se desplaza hacia atrás, en lugar de avanzar.
Hablar de Hernán Cortés es causar polémica. El propósito de este escrito es provocar aún más. No responder, sino hacer preguntas que obliguen a escudriñar hasta el fondo de la conciencia.
En el 2019 se cumplieron 500 años del inicio de la gesta de la Conquista y, dos años después, 500 de su culminación. Es tiempo de reflexiones. Medio milenio no es cualquier asunto. Resulta necesario cerrar un ciclo doloroso para abrir una etapa de aceptación que conduzca con serenidad al futuro.
Quise empezar declarando mi pretensión objetiva e imparcial sobre la cuestión cortesiana, pero después de releer mis palabras opto por la versión apasionada de mí mismo y no la veladamente hipócrita que a veces nos empeñamos en representar.
Entenderé que no todos coincidan conmigo, porque aunque crea que esto es la verdad, no por ello quiero imponerla, pero sí proponerla y, más, desvelarla. No soy un obseso de la verdad. Creo que todos tenemos derecho a conocerla, aunque, también, en ocasiones, la responsabilidad de no decirla, salvo que nos perjudique a todos, en cuyo caso habrá de irse liberando con prudencia, como el buen administrador que gasta para recuperar la inversión.
Me adentro en la historia como un viajero y me escudo en la inmunidad que me otorga mi calidad de ciudadano observador. La historia se escribe siempre de manera retroactiva; no es sino un recuento, una narración personal de lo que sucedió según la visión de quien lo escribe, pues así nos convertimos en el presente, en autores del pasado.
Hoy,