Hernán Cortés. La verdadera historia. Antonio Codero
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Antes, para verificar la redondez de la Tierra se tenía que ir al confín del mundo; hoy, para ver la superficie de Marte basta con apretar un botón. Con tanto conocimiento en la palma de nuestras manos, vemos como una locura el heroísmo de esas proezas, pero en su momento se trató de una guerra santa de la humanidad contra lo desconocido. Por eso agrega Zweig: «donde exista una generación decidida el mundo se transformará». Esa generación, la de Magallanes, la de Cortés, nos posiciona en la era moderna.
América no le es suficiente al inquieto descubridor. Conocedor de la importancia económica que representan las especias y que fue la motivación principal de los viajes de Colón, organiza, a petición del emperador pero con recursos propios, una expedición a las Molucas (Indonesia), las islas más codiciadas de aquellos tiempos, lo que representa el primer cruce del océano Pacífico partiendo desde México. Allá llega el ímpetu empresarial de Cortés: de la Nueva España hasta Asia.
Años más tarde se lo ve en Argel acompañando a su monarca. Pudo haber salvado la honra de Carlos I (V de Alemania), quien no lo toma en cuenta para el mando de las tropas españolas. Los elementos no los favorecen y fracasan en su intento de castigo al pirata Barbarroja y a sus cómplices turcos y berberiscos que azotan el Mediterráneo. Los últimos años se le ve en Madrid y Valladolid haciendo vida de corte, no por gusto, puesto que añora la acción, sino enfrascado en decenas de juicios esperando la justicia real que no llega. Se amarga su otoño. Finalmente el fundador evoca Sevilla, de donde partió hacia América y donde, muy cerca, muere en Castilleja de la Cuesta en 1547, a los 62 años.
6 Coyoacán es una de las 16 demarcaciones de la Ciudad de México. Durante la época pre colonial fue una entidad política independiente de Tenochtitlán, pero ligada a esa gran ciudad prehispánica.
7 Cuernavaca es la capital del estado mexicano de Morelos, aproximadamente a 90 kilómetros de la Ciudad de México. Fue fundada por la etnia tlahuica, cuyas construcciones se usaron como material para establecer los marquesados y el Palacio de Cortés.
Capítulo II
Antes de la llegada de los españoles, México no existe como nación. Lo que hoy es el territorio nacional mexicano está conformado por una multitud de tribus, separadas no solo por cordilleras, ríos y montañas de enorme paisaje, sino por el peor de los abismos: el lingüístico. Centenares de lenguas y dialectos separan a vecinos de territorios comunes que, en ocasiones, como señala el historiador José López Portillo y Weber, en su investigación La Conquista de la Nueva Galicia, comparten como única relación entre ellos la guerra. Cuando el invasor llega, salvo el del pueblo dominante, todo esplendor había terminado.
Hacía mucho tiempo que las montañas en Mesoamérica eran montículos selváticos que escondían en su seno una pirámide maya, y en el Valle de México, Teotihuacán era un conjunto de ruinas sin nombre desde cientos de años antes de que los aztecas llegaran al Anáhuac. Desde luego que en esas tierras hubo grandeza, magnificencia e interesantes avances en la ciencia y organización social, pero se dieron siempre de manera aislada y nunca de forma continuada. Los aztecas, desde su ciudad estado, dominaron, gracias a sus alianzas, la meseta central, e impusieron por la fuerza su hegemonía al resto de poblaciones, a las cuales sojuzgaban.
Los aztecas, desde su ciudad-estado México-Tenochtitlán, en la meseta central, imponen su hegemonía al resto de poblaciones. La ciudad alcanzó un urbanismo que maravilló a los conquistadres españoles por sus dimensiones, jardines, palacios y plazas.
Los aztecas, entonces, viven en constante rivalidad con los tlaxcaltecas y permiten cierta soberanía a los tarascos en occidente, y a los zapotecas en el sur. Pero nada los identifica como un alma nacional, ni una misma lengua, idea de estado, organización política o religión común; son fracciones que no arman un todo. Al contrario, una feroz enemistad alimenta la guerra perpetua, siempre inclinado el resultado a favor del dominante, cuya evidencia eran los esclavos para los trabajos más arduos, tributos excesivos y víctimas para los sacrificios. Deséchese ese sentimentalismo, fomentado por algunos autores anglosajones, sobre el dolor del indio que pierde su patria. No existía ninguna patria antes de la Conquista. Los aztecas sí perdieron su ciudad, la cual fue destruida junto con su supremacía y su poder, pero ellos eran una minoría privilegiada y opresora. Los españoles, dice José Vasconcelos, el famoso educador, filósofo y escritor mexicano, en su Breve Historia de México, «oprimieron a los indios, y los mexicanos seguimos oprimiéndolos, pero nunca más de lo que los hacían padecer sus propios caciques y jefes».
En las crónicas se lee cómo el cacique de Cempoala8 y el señor de Quiahuiztlán se quejan con Cortés, desde el principio, de las exacciones de los mexicas, de los niños robados para los sacrificios, de las cosechas confiscadas, de las mujeres tomadas, violadas y esclavizadas. Terror y extorsión de Estado. Se entiende por qué Cortés, más que un sometedor, fue un libertador para la mayoría. Llaman la atención, y así lo manifiesta en sus cartas al monarca español, las rivalidades existentes que encuentra entre los distintos pueblos. Llegaban emisarios de uno y otro bando solicitando mediación. Cortés se convierte entonces, de súbito, el comandante invasor, en árbitro de añejas rivalidades entre los naturales de la tierra que apenas conoce.
Si se logra extirpar el veneno acumulado por dos siglos de propagandas inductivas, deberá reconocerse que fue más patria la que Cortés construyó después, que la del valiente Cuauhtémoc o la del temido Moctezuma. De los tributarios de este gran tlatoani9 recoge el futuro conquistador múltiples quejas, como los de Huejotzingo, quienes sienten tal enemistad por los mexicas que abrazan la causa de la Conquista con un entusiasmo que desconcierta a los españoles, y hasta de sus forzados aliados, como constata a su paso por Chalco, Tlalmanalco y Chimalhuacán, tomando nota de lo vulnerable que podría ser la posición del absoluto emperador tenochca. Por eso Vasconcelos le pide al indio «que reconozca para su propia sangre humillada por la Conquista, que había más oportunidades, sin embargo, en la sociedad cristiana que organizaban los españoles, que en la sombría hecatombe periódica de las tribus anteriores a la Conquista». Severo, sin duda, Vasconcelos, pero no es posible negarle la razón.
Entrada de Cortés en Cempoala. Ahí es recibido por el «Cacique Gordo», quien se queja de las exacciones que Moctezuma impone a los pueblos dominados. El futuro conquistador vislumbra la posible alianza con los enemigos del imperio.
Antes de continuar, una aclaración: se usarán indistintamente las palabras azteca, mexica o mexicas, que es como se llamaron a sí mismos los antiguos mexicanos. El primer término, aclara Juan Miralles, aparece empleado por primera vez por Álvaro Tezozomoc, a finales del siglo XVI y propalado por Prescott siglos después, al referirse a los hombres que procedían de un lugar llamado Aztlán. También se les llamará tenochcas, por ser los habitantes del nombre binario como se llamaba esa ciudad: