Hernán Cortés. La verdadera historia. Antonio Codero

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Hernán Cortés. La verdadera historia - Antonio Codero Historia Incógnita

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talento de su capitán. Debe pasar casi un siglo para que los pobladores de estas regiones vuelvan a ver a un europeo por sus lares: los primeros misioneros. Esta expedición es en apariencia inútil en resultados, pero como dice Stefan Zweig, biógrafo de Magallanes, quien, bajo pabellón español y también en 1519, zarpa de Sevilla para realizar una epopeya jamás atrevida. Dice Zweig: «en la historia nunca la utilidad práctica determina el valor moral de una conquista. Solo enriquece a la humanidad quien acrecienta el saber en lo que le rodea y eleva su capacidad creadora».

      Antes, para verificar la redondez de la Tierra se tenía que ir al confín del mundo; hoy, para ver la superficie de Marte basta con apretar un botón. Con tanto conocimiento en la palma de nuestras manos, vemos como una locura el heroísmo de esas proezas, pero en su momento se trató de una guerra santa de la humanidad contra lo desconocido. Por eso agrega Zweig: «donde exista una generación decidida el mundo se transformará». Esa generación, la de Magallanes, la de Cortés, nos posiciona en la era moderna.

      América no le es suficiente al inquieto descubridor. Conocedor de la importancia económica que representan las especias y que fue la motivación principal de los viajes de Colón, organiza, a petición del emperador pero con recursos propios, una expedición a las Molucas (Indonesia), las islas más codiciadas de aquellos tiempos, lo que representa el primer cruce del océano Pacífico partiendo desde México. Allá llega el ímpetu empresarial de Cortés: de la Nueva España hasta Asia.

      Años más tarde se lo ve en Argel acompañando a su monarca. Pudo haber salvado la honra de Carlos I (V de Alemania), quien no lo toma en cuenta para el mando de las tropas españolas. Los elementos no los favorecen y fracasan en su intento de castigo al pirata Barbarroja y a sus cómplices turcos y berberiscos que azotan el Mediterráneo. Los últimos años se le ve en Madrid y Valladolid haciendo vida de corte, no por gusto, puesto que añora la acción, sino enfrascado en decenas de juicios esperando la justicia real que no llega. Se amarga su otoño. Finalmente el fundador evoca Sevilla, de donde partió hacia América y donde, muy cerca, muere en Castilleja de la Cuesta en 1547, a los 62 años.

      Capítulo II

       México antes de España

      Antes de la llegada de los españoles, México no existe como nación. Lo que hoy es el territorio nacional mexicano está conformado por una multitud de tribus, separadas no solo por cordilleras, ríos y montañas de enorme paisaje, sino por el peor de los abismos: el lingüístico. Centenares de lenguas y dialectos separan a vecinos de territorios comunes que, en ocasiones, como señala el historiador José López Portillo y Weber, en su investigación La Conquista de la Nueva Galicia, comparten como única relación entre ellos la guerra. Cuando el invasor llega, salvo el del pueblo dominante, todo esplendor había terminado.

      Hacía mucho tiempo que las montañas en Mesoamérica eran montículos selváticos que escondían en su seno una pirámide maya, y en el Valle de México, Teotihuacán era un conjunto de ruinas sin nombre desde cientos de años antes de que los aztecas llegaran al Anáhuac. Desde luego que en esas tierras hubo grandeza, magnificencia e interesantes avances en la ciencia y organización social, pero se dieron siempre de manera aislada y nunca de forma continuada. Los aztecas, desde su ciudad estado, dominaron, gracias a sus alianzas, la meseta central, e impusieron por la fuerza su hegemonía al resto de poblaciones, a las cuales sojuzgaban.

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      Los aztecas, desde su ciudad-estado México-Tenochtitlán, en la meseta central, imponen su hegemonía al resto de poblaciones. La ciudad alcanzó un urbanismo que maravilló a los conquistadres españoles por sus dimensiones, jardines, palacios y plazas.

      Los aztecas, entonces, viven en constante rivalidad con los tlaxcaltecas y permiten cierta soberanía a los tarascos en occidente, y a los zapotecas en el sur. Pero nada los identifica como un alma nacional, ni una misma lengua, idea de estado, organización política o religión común; son fracciones que no arman un todo. Al contrario, una feroz enemistad alimenta la guerra perpetua, siempre inclinado el resultado a favor del dominante, cuya evidencia eran los esclavos para los trabajos más arduos, tributos excesivos y víctimas para los sacrificios. Deséchese ese sentimentalismo, fomentado por algunos autores anglosajones, sobre el dolor del indio que pierde su patria. No existía ninguna patria antes de la Conquista. Los aztecas sí perdieron su ciudad, la cual fue destruida junto con su supremacía y su poder, pero ellos eran una minoría privilegiada y opresora. Los españoles, dice José Vasconcelos, el famoso educador, filósofo y escritor mexicano, en su Breve Historia de México, «oprimieron a los indios, y los mexicanos seguimos oprimiéndolos, pero nunca más de lo que los hacían padecer sus propios caciques y jefes».

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      Entrada de Cortés en Cempoala. Ahí es recibido por el «Cacique Gordo», quien se queja de las exacciones que Moctezuma impone a los pueblos dominados. El futuro conquistador vislumbra la posible alianza con los enemigos del imperio.

      Antes de continuar, una aclaración: se usarán indistintamente las palabras azteca, mexica o mexicas, que es como se llamaron a sí mismos los antiguos mexicanos. El primer término, aclara Juan Miralles, aparece empleado por primera vez por Álvaro Tezozomoc, a finales del siglo XVI y propalado por Prescott siglos después, al referirse a los hombres que procedían de un lugar llamado Aztlán. También se les llamará tenochcas, por ser los habitantes del nombre binario como se llamaba esa ciudad:

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