Hernán Cortés. La verdadera historia. Antonio Codero
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En el Templo Mayor, actual Zócalo de la Ciudad de México, confluían los aspectos más importantes de la vida política, religiosa y económica de los mexicas. Ahí tenían lugar desde las fiestas que el calendario ritual marcaba, hasta la entronización de los tlatoani («Gran Señor», «el que habla») y los funerales de los viejos gobernantes.
Se verá más adelante lo que pasó a los mexicanos al ignorar la herencia hispana y olvidarse de uno de sus mejores exponentes. Pero que aflore de una vez lo que en el «consciente colectivo» se cree que es Cortés y el país de donde proviene: lo primero un conquistador ambicioso que destruyó una maravillosa civilización y forma de vida mítica; dirigió a un puñado de bandidos cuya única intención era enriquecerse y regresar a casa con su botín; oprimió al indio; asesinó y torturó para conseguir riquezas. En segundo lugar, España, una nación atrasada que no merece todo lo que encontró. Desplumemos, entonces, el guajolote10 para no indigestarnos.
Inventario de tributos recibidos por México-Tenochtitlán. Según sus propios registros, se recibían, de 371 señoríos y pueblos, diversas cantidades de productos, alimentos y riquezas, sin ninguna contraprestación por parte del imperio. El pueblo que no cumpliera con el requerimiento era sujeto a la esclavitud o encontraba la muerte.
Los reyes aztecas no solo fueron vencidos por los centenares de españoles que acompañaban a Cortés, sino también por los millares de indios que se unieron a este para destruir la opresión en que vivían. En ese entonces, aunque al mexica se le considera imperio porque, según sus registros, recibe tributos de 371 señoríos y pueblos distintos, en realidad no gobierna, solo sojuzga y extrae beneficios de distinta clase. El sistema tributario, tan exigente y sin contraprestación, es un detonante definitivo para que los indios decidan aliarse contra la Confederación del Valle de México que encabezaban los tenochcas.
El odio que los indígenas de Tlaxcala11 y de otras poblaciones tenían a los aztecas, era más fuerte que su sentimiento racial. En la realidad del mundo indígena hay más regocijo por el fatal destino azteca que interés por formar causa común contra el extranjero, como se demostró finalmente con la apatía de los príncipes tarascos ante el desesperado llamado de Cuauhtémoc para salvar Tenochtitlán.
Desde cierta óptica, las batallas revisten más la forma de una guerra civil que de una conquista y, desde otra, los verdaderos conquistadores son los habitantes locales, venciendo a otros. Por eso la ocupación española, en algunas partes del territorio mexicano, fue pacífica, por persuasión. Pero esto no es un argumento para minimizar la victoria de Cortés; al contrario, los fuertes enemigos de los aztecas, nunca logran imponerse a su dominador. Es el genio del conquistador, su estrategia, quien concreta la gesta. La principal herramienta no es el garrote tlaxcalteca, sino el liderazgo del general que sabe utilizar la imprescindible fuerza que no lleva. ¿Fue la honda la que venció a Goliat o fue David?
El tzompantli (osario) impresionó a los extranjeros invasores durante su primera visita a la sede del imperio mexica. Era un altar donde se empalaban las cabezas de los cautivos, sacrificados para honrar a los dioses.
Durante aquella época, el mundo indígena está dividido social, cultural y políticamente. Ningún predominio, ya sea la tiranía azteca –o antes, la tolteca– en la meseta, la olmeca en el Golfo o la maya en el sureste, logra formar nunca una unión. Tuvieron que pasar cientos de años para que, como resultado del nuevo planteamiento social y el mestizaje cultural, surgiera la noción integral de grupo-país que no existió antaño.
Como en toda conquista, hay en muchas ocasiones una brutal destrucción de las civilizaciones, y en esto tienen razón los indigenistas, pero difícilmente estas, por sus características, hubieran podido lograr un cabal desarrollo. Aunque en todas partes del mundo se mata por necesidades de la guerra o por sentencias de la justicia, en los países católicos, especialmente en España, por decisiones obscuras de tribunales eclesiásticos, ello se hacía sabiendo que se cometía un acto antinatural o un crimen justificado. El azteca, por su parte, convertía en fiesta las matanzas. Es justo decirlo: esas fiestas de muerte indígena dejaron menos víctimas que las muy santas guerras del cristianismo europeo.
Tzompantli (osario), autor: Rafael Cauduro.
Algunos esgrimen el argumento de que las Guerras Floridas12 para obtener prisioneros para los sacrificios humanos tienen una motivación religiosa: intentan buscar en lo sagrado la justificación de la barbarie, pero es precisamente el origen tergiversado del sentido lo que más se cuestiona. Muy pocos dioses, de los que la mente humana inventa, exigen tantos corazones en sus altares.
Debe conocerse la dimensión real de lo que acontecía. No eran sacrificios de animales o rituales sagrados donde se daba muerte a personas con intenciones religiosas muy específicas, como se dio en algunas partes de Asia, en Escandinavia o en el propio territorio maya. Se trataba de ¡holocaustos periódicos! de miles y miles de personas, una industria de matanza humana (la principal y alrededor de la cual se movía más gente: templos, ejércitos, guerras y una enorme burocracia de organización, recaudación, administración, etc.) a disposición de la insaciable sed de sangre del panteón azteca y de los temores metafísicos de su clase sacerdotal. A medida que van consolidando su poder, aumenta la demanda de sangre. Con su supremacía se propaga y glorifica el rito de los sacrificios humanos; solo en la principal celebración de la ciudad sagrada de Cholula se sacrificaban cada año seis mil víctimas a los dioses.
El carácter sanguinario de la religión de Huitzilopochtli, el principal dios azteca, encuentra su culminación en los tiempos de Ahuízotl: en su reinado se termina un templo gigantesco consagrado al dios de la guerra. Cuando se inaugura, inmolan a 20 mil cautivos (algunos autores afirman que fueron 80 mil) durante cuatro días en los que se suceden decenas de sacerdotes exhaustos extrayendo corazones. «Se les dispuso en cuatro largas columnas, que se extendían desde más allá de los límites de la ciudad hasta la cima de la pirámide. Algunas miles de víctimas eran prisioneros de recientes victorias aztecas; pero la gran mayoría fueron entregados a los aztecas por gobernantes vasallos. Los nobles llegados de las provincias tributarias y estados enemigos fueron instalados, regalados con manjares y mordisquearon hongos alucinógenos para mitigar sus percepciones durante el sangriento espectáculo», narra Jonathan Kandell.
Imaginemos la enajenación de la «fiesta». A los cautivos se les arrancaba el corazón en pocos segundos y sus cuerpos eran lanzados por la pirámide. El estruendo de los tambores ahogaba sus alaridos. Una vida tras otra era extinguida. Los torrentes de sangre humana que bajaban por los escalones del templo se coagularon en grandes cuajarones horribles. «El hedor era tan grande en toda la ciudad, que resultaba intolerable para la población». Los cuerpos eran desmembrados, y algunos, cocinados. Pero en esa ocasión, las víctimas fueron tantas, que miles de cuerpos fueron arrojados al lago de Texcoco.
Nunca un osario aglutinó tantos cráneos, es el tzompantli13 más grande del continente cinco años antes del descubrimiento de Colón. Tlalcaelel14, el poder tras el trono, comentó: «que nuestros enemigos vayan y digan a su pueblo lo que han visto». Es la política del terror, la pax mexica. «Es una religión implacable, el amor no existía», se lamenta Jean Descola. Y ello se hacía a costa principalmente de los pueblos sometidos.
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