Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке. Бенито Линч

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Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке - Бенито Линч Literatura clasica

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escasamente, el padre y el hijo se contemplan en silencio.

      Hay ternura en los ojos del viejo, y un ligero temblor de emoción en sus labios finos. Parécele cosa de sueño que aquel gallardo muchacho que ahora se sienta frente a él, con el cigarro entre los labios y las manos en los bolsillos de sus breeches a grandes cuadros, sea su hijo, aquel hijo que envió a Europa chico de escuela todavía, y desgarbado y feo como los potrillos mestizos de La Quinua. Tiene el pecho ancho, combado, y la cintura fina ceñida por el tirador, cuya hebilla niquelada se insinúa apenas debajo del chaleco un poco desprendido: se diría el vértice de la pirámide invertida de su tórax.

      Los ojos azules, la herencia de la madre muerta, han tomado las tonalidades grises del acero, y bajo la contracción perenne de las cejas casi unidas, y algo más obscuras que el cabello, pierden la impavidez de su expresión para tornarse vivos y curiosos.

      El conjunto es bello y varonil. Aquella nariz enérgica, la nariz legendaria de los Suárez, llena de orgullo al padre, que sonríe.

      – ¿Por qué te has afeitado el bigote? – dice.

      – ¿El bigote? … ¡Caramba! … ni sabría explicártelo. Me lo he afeitado porque todo el mundo se lo afeita. En Europa está de moda. Es mucho más cómodo.

      – Pareces un fraile.

      Don Panchito aumenta en un milímetro la eterna contracción de su ceño, pero luego, encogiéndose de hombros, dice a su padre muy sonriente:

      – Es cuestión de costumbre.

      Transcurre un minuto de silencio, durante el cual el padre y el hijo tornan a observarse con una mezcla de afección y desconfianza en el semblante.

      La vieja Laura, la eterna cocinera de La Florida, entra en el comedor arrastrando sus desvencijadas alpargatas, y mientras recoge las tazas y cucharillas del café sonríe, con su ojo único, a aquel patroncito tan blanco y tan güen mozo, a aquel don Panchito a quien tuvo la gloria de tener en sus brazos cuando chico.

      Don Panchito la mira también y se sonríe, con una sonrisa que quiere ser amable pero que resulta perversa en esos labios siempre contraídos por un amargo gesto.

      La vieja sale del comedor, cerrando la contrapuerta de alambre con suavidad cuidadosa, y don Panchito la sigue con la vista.

      – ¡Qué Laura esta! Pero dime una cosa, papá. ¿Y Sandalio? ¿y Rosa? ¿qué ha sido de ellos? Nada me has dicho…

      La altiva cabeza de don Pancho experimenta, al oir la pregunta, algo así como una imponderable sacudida. Mira sus manos, mira la lámpara pendiente del cielo raso, donde antiguas goteras han pintado enormes manchas amarillas, y luego, con las pupilas clavadas en los ojos de su hijo, y a tiempo de disparar una miguita de galleta contra la puerta, responde indiferente:

      – ¿Sandalio? Ahí está Sandalio; está siempre con Rosa… Están en la laguna de Los Toros. ¿Por qué?

      – Por nada… por saber, no más. Tendría ganas de verlos… Pero tienen hijos ¿verdad?

      – Sí; tienen varios chicos.

      Don Pancho no debe sentirse cómodo, porque la uña de su pulgar derecho agranda ahora, inconscientemente, una descascaradura del hule del mantel, y porque sus pies, apoyados en el suelo, han iniciado un bailecillo nervioso que dice muchas cosas.

      – Deben tener hijos mozos, ya.

      – Sí… no; tienen varios chiquilines…

      Don Pancho ha fruncido el entrecejo poblado y se mira las uñas; su hijo, a su vez, lo observa con ojos escrutadores y curiosos. Un reloj de metal, uno de esos comunes despertadores ordinarios, puesto sobre el mármol de la mesa de trinchar, cuenta centímetros de vida, y afuera, en el patio, el viento que acaba de levantarse agita las ramas de los árboles produciendo un rumor de correntada.

      – Sandalio – murmura al cabo don Pancho —, es un gaucho trompeta, es un gaucho sinvergüenza.

      – ¡Ah! ¿sí? ¿No te sirve?

      Y el rostro de don Panchito manifiesta solicitud e interés. Don Pancho continúa con cierta vehemencia:

      – ¿Servirme? ¡Qué me va a servir! Nunca ha servido para nada ese estúpido. Ya le he dicho que no me pise más aquí.

      – ¿Sí?

      – Sí; y tengo hecho el propósito de despedirlo hace una punta de tiempo…

      Don Panchito cambia de postura, y mirándose la hebilla del tirador filosofa gravemente:

      – ¡Qué gauchos éstos! Siempre los mismos; no comprenden ni sus propios intereses.

      – Así es.

      – Un hombre casado, un hombre con familia, tener que marcharse a la vejez. Pero ¿qué es lo que ha hecho?

      – ¿Qué me ha hecho? Nada. Es un gaucho haragán, un gaucho sinvergüenza, un gaucho…

      Se ve claramente que don Pancho habla con esfuerzo, que no tiene argumentos sólidos para apoyar su aseveración. Se calla y mira hoscamente la bandeja de galleta que está sobre la mesa.

      Don Panchito piensa que su padre, algo maniático, habrá tomado entre ojos al pobre gaucho; pero, como la cosa no le preocupa mayormente, se abstiene de formular nuevas preguntas.

      Al cabo de algunos instantes, sin embargo, don Pancho insiste sobre el tema:

      – Pienso despedirlo, como te digo, dentro de poco; pero, mientras tanto, no quiero que nadie de la estancia ¿me entiendes?… nadie, vaya para nada a la laguna de Los Toros.

      Don Panchito palidece ligeramente, y encogiéndose de hombros exclama en tono despectivo:

      – Por mí…

      Don Pancho se da cuenta de su error y entonces trata de corregirlo, agregando risueño e insinuante:

      – ¿Sabes? Lo hago para que el gaucho se embrome y se vea aislado. ¿Me comprendes?

      – Sí, sí – dice don Panchito poniéndose en pie —. ¡Cómo no!

      Pero se nota, en su tono, que la suspicacia ha sido herida, y que el resentimiento perdura; mas su padre, que no sabe comprenderlo, no obstante la gran similitud que hay entre ambos carácteres, exclama alegremente:

      – Bueno, hijo, vamos a acostarnos; ya son las diez.

      Y sin más despide a don Panchito besándole en la frente, a don Panchito que se va a su cuarto cabizbajo y haciendo crujir, con ese crujido característico de la suela nueva, sus correctas polainas amarillas.

      La alcoba es modesta, tan modesta y descuidada como corresponde al resto del edificio y a la casa de un hombre solo, donde no hay más representante del bello sexo que aquella vieja cocinera gaucha, cuya mocedad transcurrió en un rancho de chorizo, en un rancho que tenía por toda puerta el cuero de una yegua colorada.

      Si hubiera vivido la madre de don Panchito, si hubiera tenido hermanas, es indudable que aquel cuarto lo hubiera acogido coqueto y cariñoso como una mujer enamorada; pero su padre no entiende de esas cosas ni puede prever tales detalles.

      – Vea,

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