Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке. Бенито Линч
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Entonces el joven, como quien cumple un deber y con esa clásica depravación ciudadana pregunta al muchacho, bajando la voz:
– ¿Y qué tal? ¿es linda?
Bibiano hace un mohín de indiferencia con su bocaza enorme.
– Dicen que es güeña moza, pero a mí no me parece.
– ¿Y…? – continúa don Panchito, cada vez más interesado – , ¿y por qué le dicen la señorita?
– ¡Ah, yo no sé!… yo no sé… creo que es por orgullosa…
– ¿Por orgullosa?
– Sí, seor.
– ¿Y por qué?
– ¡Ah! yo no sé, don Panchito.
– ¿Cómo que no sabes?
– No sé, don Panchito, li asiguro.
– ¡Mentís!
Y don Panchito asusta al chico con una de sus miradas más feroces. Bibiano, con los ojos como patacones, se vuelve hacia la puerta abierta, indeciso y trémulo.
– ¡Decime!
– Vea, don… vea, don Panchito, quel patrón se enoja, quel patrón no quiere…
– ¿Qué cosa no quiere?
– El patrón no quiere que hablen mal de la señorita.
Don Panchito vacila un momento; pero, como no piensa más que en satisfacer sus deseos, no puede darse cuenta de su papel vergonzoso, y agrega muy luego, convincente:
– Yo no te digo que hables mal, zonzo. Te digo solamente que me expliques por qué dicen que es orgullosa la hija de Sandalio.
Bibiano, haciendo un puchero horrible, replica entre dientes y con voz lastimera:
– El patrón me va a castigar, don Panchito…
El joven se levanta de la cama, entonces, y Bibiano, asustado, retrocede un paso.
– Vamos, no seas pavo. Decímelo todo, y te doy un peso – y la mano fina y cuidada del caballero acaricia nerviosa la greña luciente del pampita – . ¡Vamos, hombre!
Los ojos grandes y llorosos de Bibiano buscan humildes los de aquel paladín esforzado, que tan poco se preocupa de los peligros a que lo expone con aquella pretensión absurda, y su voz torna a repetir sollozante:
– El patrón me va a pegar, don Panchito…
El joven se ríe con su risa perversa, y torna a repetir, insinuante:
– Nadie te pegará, mijo, yo té defiendo; decímelo todo.
Bibiano, trémulo como una vara de duraznillo combatida por el viento, vacila todavía; pero, cuando la cólera de don Panchito va a estallar de impaciencia, se oye una voz temblorosa y apenas perceptible, que dice entre lágrimas y como quien recita:
– Es orgullosa porque se lava y se paina todos los días, y porque se pone paqueta, y porque lee los peródicos quel patrón li hace tráir por la galera…
– ¿Y qué más?
– Y nada más; yo no sé más, y el patrón aura me va a pegar porque li dicho…
Y Bibiano se echa a llorar desconsolado.
Don Panchito le acaricia de nuevo, como quien acaricia a un potrillo:
– ¡Vamos, hombre! No tengas miedo; nadie te hará nada. Yo te cuido; pero ¿cómo sabes que el viejo se enoja?
Bibiano se vuelve para mirar hacia la puerta, y luego, fijos sus grandes ojos desconfiados en los ojos curiosos de su interlocutor, dice en voz baja:
– Una vez, Peralta…
– ¿Quién es Peralta?
– Un pión qui había…
– ¿Qué hizo Peralta?
– Nada, dijo en el corral no sé qué cosa de la señorita pa hacerlo rabiar a don Sandalio, a sigún dijieron, y entonces el patrón le pegó unos rebencazos…
– ¡Ah! ¿sí?
Y los ojos de don Panchito, turbios, plomizos, se agrandan enormemente.
– Sí, y aura me va a pegar a mi también, don Panchito…
Don Panchito tiene un respingo que hace dar un salto nervioso al pobre chico.
– ¡Te he dicho que no, animal!
Y luego, cambiando de tono, añade autoritario:
– Anda, tráeme un mate.
Bibiano sale, enjugando sus lágrimas con el revés de los dedos, y don Panchito permanece largo rato con el ceño fruncido y las manos en los bolsillos, recostado en el contramarco de la puerta.
Cuando Bibiano vuelve con el mate tiene que campearlo, sin embargo. El joven ya no está allí, sino en la costa de la laguna, entre los sauces. Ha recorrido todo el casco de la estancia, despertando a cada paso, en su mente, recuerdos, amables unos, tristes los otros.
El corral de las ovejas, el tambo, el chiquero de los cerdos, el palenque de los caballos. ¡Cómo están grandes los sauces! ¡cómo han crecido! Siente deseos de montar a caballo, de correr, de retozar por el campo; pero no hay caballo alguno en la estancia, se diría que han quedado en las casas mujeres solas, y este pensamiento lo molesta, sin duda, porque murmura entre dientes:
– El viejo se ha olvidado de hacerme agarrar caballo, porque cree que soy un gringo…
Y como el sol cae a plomo sobre su cabeza, don Panchito se siente atraído por el verdor y la sombra de los sauces de la costa de la laguna, cuyas aguas relumbran, allá a lo lejos, en incesante cabrilleo.
Don Panchito, con agilidad gimnástica, salta uno por uno todos los lienzos que forman los bretes del corral de las ovejas, y llega así hasta la costa.
Hay una barranquilla de tierra que el agua va socavando lentamente hasta dejar al descubierto las raíces de los sauces. La paja de techar, esa paja verdinegra y recia cuyas hojas se yerguen amenazadoras y cortantes, festona toda la laguna y aun avanza, formando islotes de verdura, centenares de metros hacia el centro. En los claros que dejan entre sí los matorrales compactos, muestra la lama viscosa sus tornasoles de esmeralda y de grana, y en la orilla misma, allí donde sólo hay media pulgada de agua cristalina, millares de pececillos obscuros huyen en desbande al sentir los pasos del joven sobre la playa fangosa.
La laguna es inmensa, tan inmensa que parece un mar sin orillas, y bajo el sol resplandeciente toda su fauna entona un himno de vida, un himno inarmónico de gritos y de graznidos que no cesa nunca.