Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке. Бенито Линч
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Don Panchito deja con desgano su gorra sobre la mesa, cuelga el saco en la vieja percha, se quita el tirador de cuya pistolera asoma la culata negra y el cañón reluciente del revólver, y lo coloca cuidadosamente debajo de la almohada.
Como su padre, como sus tíos, como su primo, como todos los Suárez de la familia, don Panchito tiene una gran pasión por las armas, una pasión que manifiesta sin reparo y que allá, en la vida claustral de los colegios, le había valido el apodo de Pistolita entre sus compañeros chacotones.
Decía él que experimentaba voluptuosidades, enfermizas si se quiere pero exquisitas, en presencia de la hoja desnuda de una daga, y que era capaz de pasarse horas enteras ante un escaparate, contemplando amorosamente una de esas armas complicadas con que los artífices del daño vienen persiguiendo desde hace siglos quién sabe qué inconcebibles perfecciones.
Don Panchito tomaba una navaja, un bisturí, una cuchilla, una espada, un hacha, una hoz, una guadaña, cualquier instrumento, en fin, capaz de cortar, de hendir alguna cosa, y ya se le tenía abstraído para rato, y por más ocupado que estuviese, probando y reprobando aquel filo en el cutis de sus dedos, con un interés y una complacencia que resultaban curiosísimos.
Su revólver, un revólver que le regaló su padre cuando lo envió a Europa, diciéndole gravemente: “Tome, amigo, para que se haga respetar por los gringos” constituía para él la prenda de todos los afectos.
Jamás instrumento alguno, jamás ningún aparato complicado de astronomía recibió trato más cuidadoso ni exámenes más frecuentes que aquel modesto revólver Smith Wesson.
Allá, en Alemania, y durante los largos años de estudios facultativos, durante los largos años que la índole especial de su carácter hizo horriblemente monótonos para él, don Panchito limpiaba su revólver todos los días, y cuando alguno de los escasos condiscípulos que conservaba amigos, pese a sus insoportables asperezas, insinuaba alguna broma sobre aquellos cuidados paternales, él le respondía sonriendo:
– Hay que cuidar a los amigos verdaderos, a los que no traicionan nunca.
Don Panchito, pues, como decimos, coloca cuidadosamente su fiel amigo debajo de la almohada, y luego se sienta meditativo en la vieja cama de hierro, que cruje y se doblega bajo su peso de veinte años.
Afuera, el viento, agitando los sauces, las araucarias y los álamos, le recuerda el rumor de la lluvia monótona, de esa lluvia que, escuchada en la soledad, de un cuarto silencioso, engendra en el espíritu melancolías infinitas, melancolías se llenan el cerebro de nostalgias y arrastran al pensamiento hacia los tiempos pasados y hacia las cosas muertas. Con el cuerpo inclinado y los antebrazos apoyados en los muslos, don Panchito mira, con mirada turbia, la llama amarilla de la vela, la llama que alarga, en el ambiente sereno de la alcoba, un negro filamento de humo. Y don Panchito piensa en su existencia campera de otros tiempos, en esa existencia que acaba de reanudar y que ya no le parece tan atrayente como la soñó otrora, como la deseó allá, en el mundo viejo, aburrido y triste, en su aislamiento de misántropo.
Su padre, sin duda, cometió un error al mandarlo a Europa bajo la férula de aquel personaje amigo suyo, que tantos disgustos le había dado y que tan a lo serio asumió su papel de mentor, su papel de representante, con poderes plenos, de la lejana autoridad paterna.
“Yo no he tenido libertad alguna – piensa don Panchito – , yo no he podido divertirme como lo hacen todos los muchachos en Europa, por culpa de mi padre. El debió darme mayor independencia…”
Pero, muy luego, cambia de opinión y se pregunta:
“Sí; pero ¿qué hubiera hecho de mejor yo, con libertad? ¡Nada! Todos mis compañeros, excepto Ernst, Arturo y algún otro, han sido unos imbéciles, unos miserables intrigantes, a quienes todavía he de arreglar las cuentas en el mundo…
Lo que hay es que, para divertirse y estar contento en esta vida, es necesario ser o un superficial o un bruto; y como yo nunca seré ni una ni otra cosa, estoy de antemano condenado a una existencia triste y aburrida…
Las mujeres ¡oh, las mujeres! Las mujeres son como un vaso de cerveza: uno se bebe el contenido, y el vaso queda vacío. Un vaso vacío ¿para qué sirve? Para nada, sin duda; para nada que no sea llenarlo de nuevo y volver a beber.
Yo he conocido pocas mujeres, es cierto; pero para muestra me basta un botón. Todas son iguales, y el amor es una gran pamplina o yo soy un fenómeno. He tratado de enamorarme por imitar a los otros, por snobismo, pero aquello me ha resultado una pantomima ridícula y absurda.
Las mujeres no hablan más que pavadas, y, como dice muy bien el viejo, es mejor tener que tratar con pillos que con zonzos. ¡El viejo, mi padre! ¡Caramba que era malo mi padre antes! Era malo… pero era guapo. Yo no he encontrado otro hombre tan valiente como el viejo. ¿Seguirá siendo injusto? ¡Porque era guapo, pero era injusto! ¡Ah, las que me ha hecho! Yo no puedo olvidar las injusticias… pero es mi padre, y los padres…”
Y acuden a la mente de don Panchito mil recuerdos de la niñez, recuerdos que le traen la imagen de su padre siempre adusto, siempre enojado, siempre amenazante como un Dios vengador… ¡Oh! ¡cuánto miedo le inspiraba cuando chico, y cuántas injusticias había tenido que soportarle!
Don Panchito conserva memoria de todas, y las tiene, puede decirse, catalogadas en la mente.
Aquella vez, aquel día que su padre lo sacó, delante de todos, a puntapiés de la cocina, de aquella malhadada cocina adonde no quería que entrara estando reunidos los peones, para que no aprendiese pillerías. El tenía siete años… era un inocente… y había entrado en la cocina para pedir a un gaucho que le compusiera sus boleadoras para bolear gallinas, aquellas mismas boleadoras que su padre le había mandado hacer para que se divirtiese correteando.
¡Aprender pillerías! ¡Curiosa la precaución de su padre! Si cuando aquello aconteció él tenía ya tantas inmundicias amontonadas en el cerebro que éste apenas alcanzaba a analizarlas y a comprenderlas. Y ¿por qué?… por nada, señor; porque su padre, llevado de la violencia sin freno de su carácter, cada vez que se enfurecía contra alguien, ya fuera una persona, un animal o una cosa, vomitaba sin reparo, y en presencia del chico las palabrotas más groseras y los insultos más soeces que se le venían a la mente, y porque Sandalio López, aquel gaucho reblandecido, aquel caso clavado de exhibicionismo patológico, y porque la cocinera Laura, aquella yegua galopada por toda la provincia, se habían encargado de revelarle, con una complacencia enfermiza y perversa, cuantas realidades torpes deben ser y son misterio para los chicos de tal condición y tal edad.
¡Oh, si el viejo hubiera podido escuchar aquellas conferencias!
– ¡No macanee!
Su padre teníale prohibido el uso de semejante vocablo, pero él aprovechaba sus ausencias para emplearlo a troche y moche.
– No macanee, hombre; papá dice que a mi me trajeron de Buenos Aires en una canasta.
– Sí, te trajeron como el ternerito de la rosilla.
– ¡Mentira!
– ¿Mentira?
Y cualquiera de