DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS. VICTOR ORO MARTINEZ
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS - VICTOR ORO MARTINEZ страница 12
Cuando mi rubita se vio haciendo colas para cocinar en el único fogón colectivo existente o esperando largo rato para poderse dar una ducha en un baño que metía miedo por la suciedad y cantidad de ranas y cucarachas que allí pululaban y más aún cuando se enteró que había familias que llevaban casi diez años en aquella situación me dijo
_Decide, Rey ¿te quedas aquí solo o te vas conmigo y el niño para Camagüey?
Ella decía Camagüey, pero en realidad sus padres vivían en Minas, a un cojonal de kilómetros de la capital de la provincia. Aquello no era lo mío y tozudo como siempre fui, aunque con tremendo dolor, le dije que me quedaba, que permanecer allí era la única posibilidad que teníamos de algún día volver a tener nuestra casita, que yo iba a hacer todo lo posible por ayudarla. Le pedí que no me abandonara, que se fuera un tiempo para la casa de su tía en Boyeros, pero estaba choqueada, no entró en razones. Tres días duró el tirijala hasta que no me quedó más remedio que acompañarlos a tomar el tren. Ella se mordía los labios y las lágrimas iban bordeando la comisura de su boca hasta resbalar por la barbilla y caer sobre la blusa. El Príncipe me llamaba a gritos. Estuve a punto de montarme con ellos y partir, pero no lo hice, continué parado en el andén, con unos temblores incontrolables, hasta mucho rato después que el tren se hubiera perdido tras la curva de los elevados.
Cuando llegué al albergue el encontronazo con aquel vacío enorme que hallé me resultó más doloroso que el hecho mismo del incendio. Con el fuego perdí pertenencias materiales, ahora sentía que con aquella partida perdía un pedazo bien grande de mis amores. La nostalgia me duró semanas, vine a salir de ella cuando me vi flaco por el mal comer, sin un centavo en el bolsillo y sin tener para quien virarme a pedir ayuda. Si hubiera otro Mariel, pensaba, o algo parecido que me proporcionara un poco de dinero y que con este vinieran la tranquilidad y el bienestar, pero ni hubo más Marieles, ni más tranquilidad.
Entre los albergados más viejos se había establecido un pacto sin palabras, sin actas, ni Por Cuantos de ayudarse mutuamente en su común desgracia y de esta forma, ni en los días más difíciles me acosté sin comerme aunque fuera un plato de sopa y así, con el roce diario nos fuimos tomando confianza mutuamente y fueron llegando las primeras propuestas de vender esto o aquello en bolsa negra, de darle camino lo mismo a un pomo de ron, que a una caja de tabacos o unos pitusas.
Yo siempre había pensado que lo más difícil que hay en la vida era hacer gárgaras bocabajo, pero cuando me vi precisado a pulirla a diario en negocitos de tres por quilo, corriendo riesgos y siempre alebrestado y así día tras día y semana tras semana, sin ver prácticamente las ganancias, me di cuenta que estaba equivocado y que hasta el momento de ocurrir mi desgracia había llevado una vida despreocupada y con bastante buena suerte.
Aunque suponía que en el albergue algunos fumaban yerba, no lo puedo asegurar porque nunca nadie me la propuso, pero con certeza sí sabía que se empastillaban y hasta yo me metí mis buenos pildorazos en días de aprieto para salir por un tiempo, aunque fuera mentalmente y enajenado de aquel tugurio. Al otro día amanecía siempre con la boca reseca y amarga, los nervios de punta y una sensación de estarme convirtiendo en una plasta de mierda. Una de esas noches de enajenación, y bien volao me imagino, porque no recuerdo ni cómo sucedió, le metí mano a Martica, una mulata cuarentona que todavía decía veinte cosas. No sé ni cómo sería la jugada aquella noche, porque en realidad vine a saber que la pasamos juntos cuando en la mañana la encontré completamente en pelotas, acurrucada junto a mí en la cama, en su cama.
Con ella vino un poco de solvencia económica, pues tenía un pariente minusválido que pagaba la patente para vender baratijas por cuenta propia y era ella quien fungía de vendedora, trabajo por el que recibía treinta pesos diarios. Alentado por aquella posibilidad corrí en busca de mi viejo empleador, el de la fabriquita de plásticos, quien por suerte aún seguía en el negocio y le propuse que me diera en buen precio cierta cantidad de mercancía para venderla en la mesa de Martica. Sé que accedió a ayudarme porque me cogió lástima cuando le conté el rosario de mis calamidades, pero el caso fue que me dio una mano en un momento difícil.
El albergue fue para mí una gran escuela, allí supe de verdad lo que era la solidaridad y también la traición, la alegría y la tristeza compartidas, la humildad y la ambición. Todos los contrastes, todas las virtudes y defectos humanos habitaban allí con nosotros. Conocí de celos, de amores rabiosos, de intrigas, de negocios sucios, de deslealtades, de mañas y marañas. Ante mí desfilaron, y casi siempre dejando huellas y recuerdos, hechos que jamás hubiese siquiera soñado que podían existir.
A Arnoldo, el hijo de Martica y a quien apenas si le llevaba dos años de edad, no le caía nada bien. El no disimulaba su malestar cuando nos veía juntos y hacía hasta lo indecible por llevar la discusión a punto de bronca. La madre, que lo mismo que se gastaba en mí un cariño inmenso, se mandaba también un genio espectacular, lograba calmarlo y terminaba pronto lo que estuviera haciendo para irnos un rato de allí y así evitar algo más serio. El argumento que más blandía el muchacho era que yo le estaba chuleando a su madre y que eso ningún hombre que se considerara hombre a todas lo soportaba.
Cuando me enteré que el tipo me estaba preparando una cama para arrancármela decidí enfrentarlo, porque en aquel ambiente si te arratonas después no levantas presión más nunca. Lo esperé hasta tarde en la entrada del albergue. Era pasada la media noche cuando dobló la esquina, me pegué cuanto pude a la pared y cuando lo tuve junto a mí, me le abalancé y tomé por las solapas. Le dije con rabia, masticando las palabras.
_Oye bien lo que te voy a decir ¡cojones! Si hasta ahora te aguanté tus caritas y bravuconerías fue por Marta, ¿me oíste? Pero ya me cansé, compadre_ lo sacudí fuerte_. Ve y busca un palo, un cuchillo, un machete, lo que te dé la gana y hasta puedes traer a un par de socios tuyos si quieres_ lo empujé con fuerza contra la pared_. Los voy a esperar, solito, en la línea del tren ¡Dale, arranca!_, y lo volví a empujar.
Nunca imaginé, aunque entraba en mis cálculos, que aquello fuera a dar tan buen resultado. Es verdad que me la jugué todo a la última baraja, pero a partir de ese día nos dejó tranquilos.
Las cartas que en un inicio enviaba casi todas las semanas a Camagüey se fueron haciendo más y más esporádicas. Bety por un tiempo estuvo insistiendo en que me les uniera allá, pero ante mi negativa terminó por desilusionarse. Comenzó a trabajar en Nuevitas y se enamoró de su jefe, tuvo la sinceridad de decírmelo y como no habíamos llegado a casarnos legalmente dimos el vínculo por disuelto y aunque parezca extraño, estaba tan envuelto en líos, negocios y trajines que aquella noticia lejos de apesadumbrarme me alegró. Me sentí libre de un compromiso que a ratos me quitaba el sueño. Al Príncipe siempre que tenía un chance le pasaba un giro o le mandaba algún juguete o una cajita con cualquier bobería que consiguiera.
A Martica por otro lado le tuve que sacar el pie pues cada día se embullaba más y más con nuestra relación. Tenía con ella deudas de gratitud inmensas, pero no era mi tipo, me llevaba casi quince años de edad, era muy alegre y compartidora, pero mal hablada, amiga del chisme y últimamente se estaba poniendo muy celosa. Con gran alegría me enteré que le había llegado el turno de recibir su nueva casa, un apartamento flamante en Alamar y le ayudé a hacer la mudada, pero para empezar a cumplir lo que había prometido no me quedé en su nueva casa ni una sola noche a pesar de lo mucho que insistió.
Libre también de esta atadura y ya con las riendas en mis manos de otros medios de subsistencia volví a tener confianza en mí y me dije que había llegado la hora de iniciar la segunda conquista de la Habana. Tenía varias cosas a mi favor, ya conocía