DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS. VICTOR ORO MARTINEZ

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DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS - VICTOR ORO MARTINEZ

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el tratamiento que le dimos, pero yo sí agradecí y agradezco todavía a Ricardo y a Bety, a Luis y muchos otros aquellos días pasados allí y que todavía hoy recuerdo con agrado. A mi rubita le prometí en la despedida del campamento ir a verla antes de abordar el barco que los llevaría hasta Odesa. Se llevó mi dirección para enseguida que llegara escribirme y que de esa forma no se perdiera la comunicación. Juró que me quería y hasta yo sentí de verdad nostalgia y dolor por separarnos. Cantando las viejas estrofas de “Reloj” y pidiéndole que no marcara las horas porque íbamos a enloquecer, con un beso largo y un abrazo interminable nos despedimos.

      A la Habana llegué una noche lluviosa dos días antes de que comenzara el Onceno Festival de la Juventud y los Estudiantes. La Colmillo Blanco en que viajé era la mar de cómoda, pero apenas si pude disfrutar en el trayecto de las bellezas del paisaje, para mí casi desconocido, pues el chofer, un aprendiz de esquimal, tenía el aire acondicionado a todo meter y me temblaba hasta la quijada de arriba. El shock hipotérmico debe haber sido el culpable de mi maltrecha estampa cuando descendí del ómnibus, tal sería mi facha que enseguida un policía me pidió identificarme. Trabajo me costó convencerlo de que yo era un delegado de la Universidad Central al que se había ido la guagua que transportó a los participantes del evento.

      Libre de él, pero con la preocupación renovada por mi seguridad, pues este hecho me venía a confirmar que la policía, en estos días especialmente, iba a estar más activa que de costumbre y por tanto debía cuidarme de no ser sorprendido en mis proyectos de plagio. Crucé la Avenida Boyeros y deambulé entre los kioscos, vacíos a causa del mal tiempo, de la Feria de la Juventud. Una malta y un par de panes con croquetas calmaron mi apetito ¿Adónde ir? La idea que traía era acercarme a la Escuela Vocacional Lenin, que sería una de las Villas de alojamiento de los visitantes al evento, pero realmente no sabía dónde esta se encontraba, ni cómo llegar hasta allí, de contra la lluvia continuaba y volví a tiritar. La CUJAE era la otra opción y una más remota, por la lejanía era pernoctar en casa de mi tío Alfredo, el padre del huérfano, que vivía en Bauta. De esa última idea desistí de inmediato.

      Esta era apenas mi segunda visita a la Habana, la anterior había sido como diez años antes, así que poco práctico como estaba para deambular sin dirección, decidí pasar la noche en los bancos de la Lista de Espera de la Terminal de Ómnibus. Me encontré allí un hervidero de gente tirada en el piso sobre cartones y ni un huequito siquiera en un banco donde reposar mi huesos. Me entraron unas ganas tremendas de regresar a casa, a mi camita tibia, hacía más de un mes que no sabía nada de mi madre, abuela, hermano y primo. Las defensas comenzaron a ceder ante la tentadora idea del regreso y la obtención del perdón familiar y ya casi estaba decidido a apuntarme en la Lista de Espera para volver a Santa Clara cuando tres jóvenes amulatados se me acercaron.

      En seguida me puse alerta, pues tenía conocimiento de los maleantes y embaucadores habaneros que merodeaban por las terminales y timaban a los pasajeros que veían con cara de guajiros, pero no, era mi salvación lo que el Destino ponía en mis manos. Por lo que pude entender con mi famélico inglés, supe que eran egipcios y que andaban extraviados, habían llegado el día anterior para el Festival y ansiosos por conocer la ciudad y su gente salieron a dar una vuelta, se empataron con unas muchachas habaneras que los engatusaron y robaron los dólares que traían. De pronto me alumbré y les pregunté por los pasaportes, por suerte los conservaban consigo, para no llamar mucho la atención de posibles curiosos bajamos al piso inferior donde era menor la multitud y les hice creer que yo era un estudiante nicaragüense también delegado al Festival y prometí ayudarlos. Un rápido cálculo de mis finanzas me demostró que bien valía la pena gastarme diez pesos y alquilarles un taxi que los llevara hasta su albergue. Insistieron para que los acompañara pues temían el regaño del jefe de su delegación, pero con el pretexto de que estaba allí esperando por unos compañeros míos que pronto arribarían me los quité de encima. Después de media hora tratando de capturar un Chevy, logré que uno los llevara. En la despedida, con fuertes abrazos incluidos, me las arreglé para extraer los papeles del bolsillo de uno de ellos.

      Así es la vida, en apenas unos minutos me había convertido en Ahmed el Meligui, natural del Cairo y con alojamiento en el Pedagógico Varona. Indudablemente que por aquel lugar no podría ni asomarme, pero tener en mis manos una credencial para mostrar a las autoridades y entrar en los lugares de los eventos era un gran logro, algo con lo que no había ni siquiera soñado. Me quedaban veinticinco pesos.

      Amaneciendo llegué a la escuela Lenin, al parecer allí habían trabajado toda la noche recibiendo delegados, porque numerosas personas caminaban aún a esa hora por los pasillos y áreas exteriores. Me colgué del cuello la credencial y haciendo uso de un acento extraño empecé a mascullar un español que para cualquiera era legítimamente extranjero, así supe donde se encontraba el comedor, mi primera e inmediata meta, ya que nada me apetecía más, ni más agradecerían mis húmedos huesos que un café con leche bien caliente y un pan con mantequilla. En el comedor, amplio y encristalado había para escoger: yogur, malta, helado, leche fría, frutas, ensaladas, dulces, pero café con leche ni para un remedio. Tuve que conformarme con un par de bocaditos de jamón y queso y una taza bien llena de té caliente. Pregunté después, para quitarme el susto, qué delegaciones se hospedaban en la escuela, pues me hubiera visto en un aprieto si alguien se dirigía a mí en árabe, idioma en el que sólo sabía decir Salam Alekum, por suerte allí primaban delegados latinoamericanos y de la Europa socialista.

      Al cabo de una hora el jolgorio y el aire festivo aumentaron cuando se fueron sumando a los deambulantes otros cientos de jóvenes recién llegados y otros cientos recién levantados. Me puse en una fila en el vestíbulo y me entregaron dos pullovers, uno con la Flor del Festival y otro con un CUBA SI grandísimo en el pecho; en otra cola me dieron una gorra roja y un puñado de sellitos metálicos con saludos y consignas. Hice otra cola, esta vez más larga y pude abordar un ómnibus que nos llevó hasta la Playa de Santa María.

      Después de la tormenta del día anterior el sol lucía radiante y la atmósfera limpiecita, como acabada de estrenar, sin embargo mi mente, que debía estar también clara y como recién estrenada, era un hervidero, una madeja de sentimientos, deseos, aspiraciones y miedos que le roncaba. Por un lado tenía la tranquilidad de poseer un documento que me amparaba y que suponía iba a ser el Ábrete Sésamo de los próximos días, por el otro me corroía el temor de ser sorprendido in fraganti en mis mentiras, lo mismo por la policía o autoridades de los albergues, que por los propios delegados, ya que si ante algunos me había presentado como árabe, para otros era nica, para otros más colombiano y todavía me faltaba personificarme como Silvio.

      La barbita que me había afeitado en Camagüey ya estaba casi como antes, sólo que sin guitarra me sería mucho más difícil lograr mis propósitos. Por lo pronto y en vista de que era la tendencia generalizada entre los delegados, que serían muy revolucionarios, antimperialistas y todo eso, pero que ahora estaban entregados de lleno al vacilón y al ligue de sus respectivas parejas, decidí seguirles la corriente, no desentonar y comencé a barrer con ojos de perro sato las arenas circundantes. Bikinis y más bikinis, chores, pescadores y risas lindas y pelos largos o cortos, rubios, castaños y nalguitas y nalgonas, peloticas y pelotonas ¡Crema era lo que había allí, pura crema!

      Siguiendo la vieja técnica empleada en el Parque Céspedes, y como por obligación yo era el delegado más solitario y desamparado, decidí hacerme el sueco, el interesantón, pero nada. Media hora de técnica aplicada y nada. Se habían formado grupos de a quince, veinte y más, se hablaba en español, ruso, inglés, portugués, francés y no sé en cuantas otras lenguas, me parecía estar metido en una verdadera olla de grillos o en la torre de Babel. En proporción abundaban las muchachas sobre los varones y eso me tranquilizó, pero era ya cerca del mediodía y continuaba en mi idiota estatuez. La espalda ya me ardía y decidí darme un chapuzón, miré en derredor a ver a quién dejar al cuidado de mi ropa y me decidí por una joven que al parecer también disfrutaba o penaba por la soledad. Era mulata, delgada, pero no de una delgadez extrema como años después

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