DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS. VICTOR ORO MARTINEZ

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DE NAUFRAGIOS Y AMORES LOCOS - VICTOR ORO MARTINEZ

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representantes de varios países y entre ellos iba mi rumanita. Para ella fue muy natural verme con mi nuevo pitusa, pero yo estaba loco porque me lo celebrara, tenía tanta alegría y orgullo que como se dice no me cabía en el culo ni un alpiste.

      Tomamos un par de caballos y nos perdimos por unos trillos perfumados en un bosquecito de eucaliptos y ocujes hasta que llegamos a la orilla de una represa que me pareció gigantesca. Con muchas señas y algunas palabras farfulladas por ella en español y otras que yo masticaba en inglés logramos establecer un código de comunicación bastante efectivo. Enseguida entendió que quería bañarme con ella y asintió. Me acordé de Bety y del Plomo y me reí de aquella noche en la presa. Mi chica me observaba en silencio, preguntó cómo se llamaban las curiosas elevaciones que se distinguían a lo lejos y le contesté que Tetas de Managua y mientras ella las observaba en la lejanía yo quería morder las suyas tan cercanas. Por pudor nos metimos en el agua con calzoncillo y blúmer, pero en cuanto nos manoseamos un poco y la sangre comenzó a hervir los arrojamos a la orilla con desesperación. La cargué a horcajadas y de pronto sentí perderme en un infinito azul de tibias emociones.

      Absortos en el gozo nos retrasamos y por supuesto perdimos las guaguas. Vimos un grupo de extranjeros a lo lejos e intentamos unirnos a ellos, pero cuando descubrí que entre ellos se encontraban algunos árabes, tomé a Marina de la mano y salimos corriendo de allí, después de dar mil vueltas y de caminar como unos caballos logramos montar en una ruta 31 y fuimos hasta la Víbora desde donde continuamos viaje a la Lenin en otra ruta. Mi desconocimiento de la zona nos llevó a un recorrido ridículo, pues el Parque y la escuela Lenin son casi vecinos.

      Eusebio me echó una cojonera del carajo al llegar.

      _ ¡Mira que vos sos arrecho! Me abandonaste compa, me abandonaste.

      Le conté lo sucedido y el resto de los días Marina, él, su chica rumana llamada Renata y yo formamos un cuarteto inseparable. Hicimos muchas promesas de escribirnos y todo eso que se planea cuando se establece una relación en esas circunstancias y que uno sabe a ciencia cierta que no se van a cumplir. Aun así, a pesar de nuestro estrecho roce, dos o tres noches me las agencié para escaparme un rato y establecer relaciones con mexicanos, canadienses, chicanos, argentinos, italianos y el Copón Bendito. Con artimañas, trucos y mucha labia e imaginación logré reunir un pulovito por aquí, un jean usado por allá, una cotona por acá y algunos que otros dólares, francos, liras, soles, bolívares y pesetas.Marina me dejó de recuerdo un radiecito portátil que era una maravilla.

      Lo triste, realmente triste, fue la partida. Con el cuento de que debía quedarme una semana más en Cuba por situaciones con los pasajes, los pude despedir a todos y ganas no me faltaron de llorar, lo juro.

      También por poco lloro una semana después cuando fui al puerto a despedir a Bety. Fue de las últimas en abordar el “Ucrania”, una motonave viejuca, pero impresionante todavía por sus dimensiones y su albor. Me estuvo diciendo adiós y tirando besos hasta que el buque se perdió tras las murallas del Morro.

      Quedé abatido y desamparado. Ya habían cerrado los albergues, todos los delegados habían partido de regreso a sus países y me vi en la calle y sin llavín. Ir a pasar unos días en casa del tío Alfredo en Bauta no me causaba mucha gracia, volver a mi pueblo a cargar las baterías para retornar con nuevos bríos y recursos a la Habana tampoco me atraía. Hasta pensé en regresar a los brazos de mi mulata santiaguera y pedirle perdón, mas mi destino ya estaba marcado y también deseché aquella opción.

      Las primeras noches dormí en los bancos de las terminales de ómnibus y trenes. Sentirme acompañado por las decenas de personas que habitualmente hacen noche allí me daba más confianza. Por el día deambulaba por el Vedado o la Habana Vieja, conociendo los barrios y tratando de establecer alguna relación que me resultara de utilidad. A pesar de que el pelo, por no cuidarlo había vuelto a tornarse rizoso, veía con agrado como muchos me observaban largamente debido a mi semejanza con el trovador.

      Una tarde, la del 19 de agosto de 1978, nunca la podré olvidar. Mientras descansaba en un banco del Parque de la Fraternidad la tortura hirviente de mis pies y trataba de aclarar la enredadera de mis pensamientos me quedé mirando a un viejito, que con dos pesadas jabas caminaba casi frente a mí. Su cansancio era evidente, cada diez o doce pasos tenía que bajar la carga para tomar un respiro, aparentaba unos ochenta años. Me colgué la mochila a la espalda y le ofrecí ayuda, me miró con ojos gastados a través de unos espejuelos culo de botella con un semblante realmente lastimoso.

      _ ¿Va muy lejos, abuelo, quiere que lo ayude?

      _ ¿Ehhh?

      Ahora sí, me dije, aparte de ciego, sordo también, a este lo que le queda es si acaso una afeitada. Le grité más alto y me dio su consentimiento con una voz apagadita.

      Vivía a unas cuatro cuadras de allí, en Obrapía, casi al fondo de la Zaragozana. Su domicilio era apenas un cuarto con barbacoa, un bañito minúsculo y una cocinitica. El reguero y la suciedad que encontré eran de tres pares de timbales. Me contó farfullando que se llamaba Simón, tenía setentaiocho años, estaba solo desde que se le murió la vieja hacía tres años, le habían extirpado un riñón y un pulmón, no tenía hijos y estaba pasando más trabajo que un cochino a soga.

      Por mi parte le dije que era huérfano desde pequeño, que había tenido una mujercita, pero que murió en el parto de nuestro primer hijo, que estaba destruido emocionalmente y que por eso había abandonado mi pueblo, huyendo de los fantasmas del pasado, que ahora andaba errante y sin punto fijo donde vivir. A pesar de todas sus desgracias el viejito no había perdido su sentido del humor y cuando hubo descansado un poco me agasajó con un café recién colado que me supo a gloria y mientras se le iluminaba el rostro con una pícara sonrisa me dijo.

      _ Tú y yo somos como una tuerca y un tornillo, cada uno por su lado no servimos para nada ¿Por qué no te quedas a vivir aquí un tiempo? Así me ayudas y te ayudo.

      Vi los cielos abiertos con su proposición, pero para darme aires de honesto y desinteresado comencé por rechazarle la oferta. Tanto me dio el viejo hasta que por fin le dije.

      _Vamos a probar. Yo no soy muy buen cocinero y como amo de casa nunca me he probado, así que usted que tiene más experiencia, sus gustos y resabios me va diciendo lo que le gusta y lo que no, hasta ver si la cosa funciona.

      Fue increíble la cantidad de trastos y cacharros que saqué con la primera limpieza que hice en aquel cuartucho: botellas vacías por docenas, trapos, revistas, zapatos sin parejas, un tibor lleno de huecos, ollas de hierro y aluminio tiznadas, requemadas, latas oxidadas y mil cosas más. Después conseguí una tanqueta de lechada y le metí dos manos de pintura a las paredes, destupí los caños, remendé la puerta, aseguré escalones, desinfecté el piso, cambié bombillos por lámparas de luz fría. Al cabo de una semana los pocos vecinos que lo visitaban miraban sorprendidos cómo había cambiado aquello desde que vino a vivir con Simón su sobrino.

      Fui a visitar a mi madre y abuela a las que encontré bien de salud pero preocupadas por mi larga ausencia, las tranquilicé como pude y regresé con los documentos necesarios para instalarme en la Habana. Tan buena era mi suerte que a la vecina nuestra por el lado derecho, la del final del pasillo le dio un patatús y guardó el carro. El mismo Simón se encargó de hacer la solicitud del cuarto, ahora vacío, por colindancia y al cabo de un mes se lo autorizaron. Abrí una puerta de comunicación en la pared que los separaba y nos vimos en posesión de un local bastante bien conservado. Los funcionarios de Vivienda se llevaron todo lo servible que encontraron allí para entregarlo a otros casos sociales, por lo que entonces nos sobraba espacio o nos faltaban muebles que es lo mismo.

      Simón

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