El compromiso constitucional del iusfilósofo. Группа авторов

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“vale” todo”, dice Habermas, “ni es “posible” todo lo que sería factible para el sistema político si el espacio público político y la comunicación política que se le (al sistema político) anteponen y a los que ha de remitirse han devaluado discursivamente mediante contrarrazones las razones normativas que él aduce a la hora de justificar sus decisiones (Habermas, 1998, pp. 609-610). Luis Prieto ha insistido en el riesgo de que el constructivismo ético relativice la separación entre Derecho y moral, otorgando un fundamento absoluto a aquel Derecho que trata de reflejar el modelo ideal de participación y cooperación colectiva en la elaboración de normas jurídicas (Prieto, 2013, p. 112-116).

      7 En un cierto sentido se habla de constitucionalismo democrático si se considera la constitución como instrumental para la democracia, al institucionalizar los prerrequisitos para el funcionamiento del proceso democrático. Pero en un sentido más fuerte se entiende por constitucionalismo democrático aquel en el que la ciudadanía desempeña un papel más activo en la elaboración y desarrollo de la Constitución. La legitimidad democrática de un orden constitucional deriva de las posibilidades que otorga ese orden a la ciudadanía para constituir y reconstituir el orden jurídico (Colón-Ríos, 2012, pp. 35-36).

      8 La tesis que subyace a estas posiciones, sin embargo, es una tesis controvertida. Hay quienes discrepan de la idea de que una constitución flexible es más democrática, considerando que el poder de reforma no puede ser delegado a la voluntad de un poder constituido. Por el contrario, se considera que la reforma exige vías para la manifestación de la voluntad popular, tales como iniciativas populares de reforma, convocatoria de procesos constituyentes democráticos o ratificación popular de la reforma. Lo que legitima la decisión no es su institucionalización sino la voluntad política democrática que se manifiesta de ese modo (Martínez Dalmau, 2014, p. 103).

      9 Entiendo que este es el modo en que lo concibe Luis Prieto, a pesar de que en un momento dado afirma, lo que creo que es contradictorio con su construcción general sobre el poder constituyente, que la reforma constitucional “es la mejor prueba del carácter inagotable de la soberanía popular (Prieto, 2001, p. 22). Entiendo que para él el poder constituyente, como ficción, en ningún momento se hace presente en la dinámica de un orden constitucional establecido, sino que, por el contrario, es este el que institucionaliza el cambio. Lo contrario, esto es, dar por supuesto que el poder constituyente se expresa por la vía de la reforma, supondría una legitimación absoluta de la obra de los poderes constituidos de reforma.

      10 Algo de esta idea creo que puede estar detrás de la tesis que expone Luis Prieto en El constitucionalismo de los derechos, que supone un cambio en su planteamiento de la cuestión, acerca de que el modo en que se articula efectivamente la reforma es una cuestión de cuál sea la práctica social respecto de lo que se acepta como cambio de la Constitución (Prieto, 2013, p. 160).

      11 Luis Prieto se refiere críticamente a esta concepción dualista como fundamento, no de la rigidez, sino de la supremacía (2003, p. 143, nota 17).

      Sobre el RULE OF LAW

      Cuestiones de definición y de realizabilidad

      Juan Ruiz Manero*

      I.

      Como es sabido, Ronald Dworkin se refiere en el inicio de la primera parte de A Matter of Principle a la consideración prácticamente unánime de que el Rule of Law o imperio de la ley “constituye un ideal político distintivo e importante”. Pero esta unanimidad se produce en un plano, podríamos decir, puramente (o casi puramente) verbal, pues la común reverencia hacia el Rule of Law oculta el hecho de que quienes participan de ella están centralmente en desacuerdo acerca de qué es aquello que reverencian, como lo muestra, a juicio de Dworkin, la existencia de dos concepciones “muy diferentes” y en pugna acerca del imperio de la ley o Rule of Law. Estas dos concepciones son, en primer lugar, aquella a la que el propio Dworkin denomina “del libro de reglas” y la concepción, que hace suya, a la que llama “de los derechos”. En términos del propio Dworkin, la primera de ellas, la concepción “del libro de reglas” pone el acento en que “en toda la medida en que resulte posible, el poder del estado nunca debería ejercerse contra ciudadanos individuales excepto de acuerdo con reglas explícitamente establecidas en un libro público de reglas accesible a todos”. La segunda concepción, la concepción “de los derechos”, tiene como eje central que “los ciudadanos tienen derechos y deberes morales unos frente a otros, y derechos políticos frente al Estado en su conjunto. Insiste en que esos derechos morales y políticos sean reconocidos en el derecho positivo, de forma que puedan ser impuestos a demanda de ciudadanos individuales por medio de tribunales u otras instituciones judiciales del tipo que nos resulta familiar en toda la medida en que ello sea factible. El imperio de la ley es, en esta concepción, el ideal de ser gobernados por una concepción pública precisa de los derechos individuales”.

      La concepción “del libro de reglas” resulta, a juicio de Dworkin, “muy estrecha” porque “no estipula nada sobre el contenido de las reglas que se pueden poner en el libro de reglas (…)”. Las cuestiones de contenido son cuestiones de justicia sustantiva y, de acuerdo con esta concepción, “la justicia sustantiva es un ideal independiente, [que] en ningún sentido forma parte del ideal del imperio de la ley”.

      La concepción de los derechos resulta en diversos sentidos “más ambiciosa” que la concepción del libro de reglas. Básicamente, porque la concepción de los derechos “no distingue, como lo hace la del libro de reglas, entre imperio de la ley y justicia sustantiva” (Dworkin, 1986, pp. 11-12). La concepción de los derechos requiere, como parte del ideal del imperio de la ley, que las reglas que forman parte del libro de reglas reflejen correctamente los derechos morales y políticos que deben reconocerse a los ciudadanos, así como que contengan los mecanismos adecuados para su garantía.

      Las cuestiones de definición de conceptos son, de entrada, algo elusivas, puesto que no hay definiciones verdaderas o falsas, sino que son, todas ellas, determinaciones del sentido en que cada cual —o un cierto grupo— emplea el término de que se trate. Cualquier definición, cabría decir, con tal de que se emplee consistentemente, resulta de entrada aceptable. No hay, de entrada, ninguna objeción a que alguien pretenda llamar “barco” a lo que los demás conocemos como imperativo categórico kantiano. Su propuesta resultará, sin duda, extravagante, no aportará nada de utilidad, pero de ninguna manera la podríamos calificar de falsa, porque no pretende informar de nada, sino proponer un uso para un término. Hay, sin embargo, un tipo de definiciones, las llamadas lexicográficas, que pretenden informar sobre el uso de un término en un determinado grupo de hablantes. Y así, la definición de “barca” como “embarcación pequeña” refleja, efectivamente, lo que los hablantes del español entendemos por tal, en tanto que la definición de ese término aludiendo al imperativo categórico no refleja ningún uso lingüístico no ya medianamente consolidado, sino ni siquiera presente entre los mismos hablantes. Pero podría conllevar alguna otra ventaja; me parece claro que de hecho no conlleva ninguna, pero si nos posibilitara, por ejemplo, presentar de forma más clara la ética de Kant, ello constituiría una buena razón para adoptarla, al menos dentro de ciertos contextos. Algo parecido ocurre con las definiciones de “imperio de la ley” correspondientes a la concepción del libro de reglas y a la concepción de los derechos. La definición correspondiente a la concepción del libro de reglas constituye una acertada definición lexicográfica, en el sentido de que refleja lo central del sentido en que en nuestras comunidades jurídico-políticas se emplea la expresión “imperio de la ley”, en tanto que Dworkin podría argüir, en su defensa de la definición derivada de la concepción

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