El compromiso constitucional del iusfilósofo. Группа авторов

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cierto que, para la efectividad de toda constitución, tanto estatal como supraestatal, hace falta cierto grado de cohesión social y de consenso. Pero la efectividad no debe confundirse con la legitimidad. Y, en todo caso, al igual que la cohesión social que es su presupuesto, aquella sigue y no precede a la estipulación del pacto constitucional. En efecto, pues la percepción de los asociados como iguales madura con la igualdad en los derechos; y el sentido de pertenencia y la identidad de una comunidad política se desarrollan a partir de la garantía de los propios derechos fundamentales como derechos iguales. También en este aspecto debe invertirse la tesis de Schmitt. El pueblo no es el presupuesto sino la consecuencia de una constitución y de la igualdad en derechos instituida por ella. En efecto, es en la igual titularidad de aquellos derechos universales que son los derechos constitucionales, atribuida a todos y a cada uno —de un lado, en la igualdad formal de todas las diferentes identidades personales asegurada por los derechos de libertad, de otro, en la reducción de las desigualdades sustanciales asegurada por los derechos sociales—, donde se fundan la percepción de los demás como iguales y con ello el sentido de pertenencia a una misma comunidad que hace de esta un pueblo.

      Así, es la constitución democrática la que sirve para dar vida a un pueblo, a través de los derechos atribuidos por ella, de una manera igual, a todos los que lo forman, y no viceversa. Lo que hace posible el pluralismo político y social y el conflicto y, a la vez, la identidad de “pueblo” adquirida por una multitud de personas y con ello su unidad en el único sentido compatible con la democracia constitucional, es, precisamente, la igualdad, es decir, la titularidad de todos y cada uno de los mismos derechos fundamentales, atribuidos a todos de forma universal.

      Las dos opuestas concepciones de pueblo y de constitución aquí recordadas sirven para fundar dos opuestas concepciones de democracia: la democracia plebiscitaria, basada en la concepción organicista de la constitución como expresión de la identidad y de la voluntad del pueblo, y la democracia pluralista basada, por el contrario, en la concepción contractualista de la constitución como pacto de convivencia entre individuos diferentes y desiguales.

      Exactamente opuesta es la idea de democracia expresada en la concepción de los muchos “como individuos” y de la constitución como pacto de convivencia entre diferentes y desiguales dirigido a garantizar, a través del principio de igualdad y los derechos fundamentales establecidos en ella, la tutela de sus diferencias y la reducción de sus desigualdades. Así, resultan excluidas, junto a la idea schmittiana de la constitución como expresión orgánica de la identidad de un pueblo, las tesis escépticas acerca de un posible constitucionalismo sin una sociedad civil homogénea que lo sustente. Fundándose en la igualdad en los derechos fundamentales —en los derechos de libertad y en los derechos sociales, tanto como en los civiles y políticos— esta concepción pacticia y pluralista de la democracia alude al “pueblo” en un sentido todavía más intenso del mismo principio de mayoría, dado que tales derechos equivalen a poderes, contrapoderes y expectativas de todos. Y comporta dos implicaciones de enorme alcance para los fines de una teoría normativa de la democracia.

      La primera implicación es que todos los sujetos que son titulares de los derechos fundamentales conferidos por las normas constitucionales, lo son, además —”titulares”, entiéndase, y no simplemente “destinatarios”— de estas mismas normas. En efecto, los derechos fundamentales no son más que los significantes normativos en los que consisten las normas que los atribuyen. Es por lo que la constitución, en su parte sustancial, está “imputada”, en el sentido técnico-jurídico del término, a todos y a cada uno, es decir, al pueblo entero y a cada una de las personas que lo integran. De aquí, en el plano teórico, su “natural” rigidez (Pace, pp. 4085 ss.): los derechos fundamentales, y por tanto las normas constitucionales en que consisten, precisamente porque derechos de todos y cada uno, no son suprimibles ni reducibles por mayoría, dado que la mayoría no puede disponer de aquello que no le pertenece. Si todos y cada uno somos titulares de la constitución en cuanto titulares de los derechos adscritos por ella, la constitución es patrimonio de todos y cada uno, y ninguna mayoría puede intervenir sobre ella de no ser con un golpe de estado y una ruptura ilegítima del pacto de convivencia. Por eso —en el plano de la teoría de la democracia, y no ya en el contingente del derecho positivo—, una vez estipulados constitucionalmente, los derechos fundamentales no pueden ser suprimidos por ninguna mayoría, ni siquiera por mayorías cualificadas, y tendrían que ser sustraídos a cualquier poder de revisión. En síntesis: debería admitirse únicamente su ampliación, nunca su restricción, y menos aún su supresión.

      La segunda implicación está conectada a la primera. La constitucionalización de los derechos fundamentales, al elevar tales derechos a la categoría de normas supraordenadas a cualquier otra, confiere, a todas las personas que son sus titulares, una posición a su vez supraordenada al conjunto de los poderes, públicos y privados, que deben están vinculados y deben actuar en función de su respeto y su garantía. Es en esta común titularidad de la constitución, consiguiente a la titularidad de los derechos fundamentales, donde reside a mi juicio la “soberanía” en el único sentido en que todavía se puede hacer uso de esta vieja palabra. En efecto, en el estado constitucional de derecho, en el que también el poder legislativo está sujeto a la ley, y precisamente a los derechos constitucionalmente establecidos, no tiene cabida la idea de soberanía en la vieja acepción de potestas legibus soluta. “La soberanía pertenece al pueblo” o “reside en el pueblo”, afirman nuestras constituciones. Pero estas normas solo pueden entenderse en dos sentidos, complementarios entre sí: en negativo, en el sentido de que la soberanía pertenece al pueblo y a nadie más, y ningún poder constituido, ni asamblea representativa ni presidente elegido por el pueblo puede apropiarse de ella o usurparla; en positivo, en el sentido de que, al no ser el pueblo un macrosujeto sino el conjunto de todos los asociados, la soberanía pertenece a todos y a cada uno, identificándose con el conjunto de esos fragmentos de soberanía, es decir, de poderes y contrapoderes, que son los derechos fundamentales de los que son titulares todos y cada uno. En definitiva, la soberanía es de todos y (por eso) de ninguno.

      De aquí resulta ampliada y reforzada la misma noción corriente de “democracia política”. La democracia consiste en el “poder del pueblo”, no simplemente en el sentido de que los derechos políticos y por eso el autogobierno a través del voto y la mediación representativa corresponden al pueblo y, por consiguiente, a los ciudadanos, sino también en el ulterior sentido de que es al pueblo y a todas las personas que lo componen a quienes corresponde el conjunto de esos “poderes” que son los derechos civiles y de esos “contrapoderes” que son los derechos de libertad y los derechos sociales a los que todos los demás poderes, incluso los mayoritarios, están sometidos y que no pueden ser violados por ningún poder.

      Solo de este modo, a través de su funcionalización a la garantía de los diversos tipos de derechos fundamentales, el estado democrático, o sea, el conjunto de los poderes públicos

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