El compromiso constitucional del iusfilósofo. Группа авторов
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IV. LA CONCEPCIÓN ORGANICISTA DEL PUEBLO, DE LA CONSTITUCIÓN Y DE LA DEMOCRACIA EN LOS POPULISMOS ACTUALES
He recordado la concepción organicista del pueblo como macrosujeto, la de la constitución como expresión de su identidad y la plebiscitaria de la democracia como afirmación de una supuesta voluntad unitaria del mismo, porque, desgraciadamente, han vuelto a proponerse por muchas actuales subculturas populistas y llamadas “soberanistas”. Y es que, en efecto, la idea de democracia que aglutina a todas es la identificación de los vencedores de las elecciones con el pueblo, de los elegidos con los electores, de la voluntad de la clase política con la voluntad popular, de los representantes con los representados y, por consiguiente, de la omnipotencia de la mayoría de gobierno y, de hecho, de su jefe, asumidos como directa expresión de la voluntad y de la soberanía popular. Por lo demás, se trata de una tentación muy difundida en los medios políticos. Como escribió Benjamin Constant, “los hombres de partido, por puras que sean sus intenciones, siempre tienen repugnancia en limitar la soberanía. Ellos se consideran como herederos presuntivos, y economizan aun en las manos de sus enemigos su propiedad futura” (Constant, cap. I, pp. 3-4).
Pero esta tendencia es, no solo una tentación, sino el rasgo distintivo de los populismos, cuya elemental concepción de la democracia consiste en la idea de la ausencia de límites a la voluntad popular, identificada a su vez con su voluntad, y por tanto en eliminación de esa gran conquista que es la subordinación de la política a los derechos establecidos constitucionalmente. De aquí la intolerancia populista tanto al pluralismo institucional, esto es, a la separación de poderes, a las autoridades técnicas e independientes, a la jurisdicción y a los límites y vínculos impuestos a la política por los principios constitucionales, como al pluralismo político, es decir, a la confrontación parlamentaria con las fuerzas políticas de oposición. De aquí la tendencia a configurar a los diferentes y a los discrepantes como enemigos y a construir la identidad del pueblo sobre la base de su negación o persecución. De aquí, también, la idea elemental del jefe o del líder como expresiones orgánicas y necesarias del pueblo soberano, sin mediaciones de partido o parlamentarias (Calisse, 2010, Calisse, 2016). De aquí, en fin, la inevitable vocación de los populismos soberanistas a transformar la democracia representativa en la que Michelangelo Bovero ha llamado “autocracia electiva”.
Por eso el principio constitutivo de la democracia representativa es el que, por oposición al principio schmittiano de homogeneidad, llamaré principio de heterogeneidad. En efecto, pues un sistema político puede decirse representativo, en cuanto sea capaz de representar la pluralidad de los intereses, las opiniones y las culturas que conviven y se enfrentan en la sociedad. Precisamente, el principio de heterogeneidad es el que asegura, no solo el igual valor de las diferencias, sino también su representación y el mismo papel de las constituciones, que, repito, son pactos de convivencia entre diferentes y entre desiguales, tanto más necesarios cuanto mayores son sus diferencias y sus desigualdades. Frente a la obsesión identitaria y a la concepción del pueblo como un todo orgánico, comunes a los totalitarismos políticos, los nacionalismos agresivos y los fundamentalismos religiosos, el principio de heterogeneidad postula el pluralismo político y el conflicto social; funda la legitimación formal de las funciones de gobierno en los derechos de autonomía política, es decir, de autónoma expresión de las propias identidades individuales y colectivas, y no en su homologación; no admite la existencia de ‘enemigos’, internos ni externos, ni estados de sitio, de excepción o de emergencia; excluye la idea del “jefe” como anticonstitucional y antirepresentativa6.
De otra parte, ningún pueblo, ningún país, ninguna civilización se caracteriza por una sola cultura. Todos presentan heterogeneidades culturales, que constituyen, no solo su riqueza, sino también, si se quiere hacer uso de esta palabra, su identidad, tanto más fuerte e interesante cuanto más compleja, abierta y por eso contraria a muros y a fronteras. La heterogeneidad y el pluralismo, del mismo modo que las homogeneidades y las identidades, atraviesan tanto las fronteras como las épocas. Como ha escrito Amartya Sen, Aristóteles y Ashoka y, al contrario, Platón, Agustín y Kautilya se parecen más entre sí que Aristóteles y Platón o Ashoka y Kaultiya (Sen, cap. XIII, p. 284). Por lo demás, tampoco los individuos están dotados de mono-identidad, o sea, de identidades mono-culturales. Al igual que los pueblos, su complejidad cultural, la heterogeneidad de sus culturas, en definitiva, su pluri-identidad, es todo uno con su madurez intelectual y cultural. En suma, normalmente, no existen mono-culturas ni mono-identidades. Las únicas mono-identidades son las del fanático o el fascista. Y las mono-culturas son solo las totalitarias o las fundamentalistas. En efecto, existe un nexo entre mono-culturalismo, mono-identidad, principio de homogeneidad, fanatismo y totalitarismo y, al contrario, entre multi-culturalismo, pluri-identidad, principio de heterogeneidad, tolerancia y democracia. La verdadera amenaza para la convivencia civil no es el multi-culturalismo, sino el pretendido mono-culturalismo que genera fundamentalismo, sectarismos, fanatismos ideológicos o religiosos.
V. UN CONSTITUCIONALISMO MÁS ALLÁ DEL ESTADO
De las dos concepciones del pueblo, la constitución y la democracia examinadas, se siguen, a su vez, dos concepciones opuestas en orden a la posibilidad de una expansión del paradigma constitucional más allá del estado. Al respecto, se plantea una cuestión teórica de fondo. ¿Cuál es el espacio de la constitución? ¿Existe un nexo entre constitución y estado nacional, de modo que sin este no serían posibles o en cualquier caso legítimas ni las constituciones ni la democracia?
Es claro que la concepción identitaria y organicista del pueblo y la idea de que la constitución y la democracia tengan un demos por fundamento de su legitimación, excluyen la posibilidad de una constitución por encima de los estados nacionales, por ejemplo europea y, más aún, global. Si acaso, una concepción semejante está en la base de todas las tentaciones secesionistas e independentistas que caracterizan a algunos de los actuales populismos. En efecto, pues está anclada en el nomos de la tierra teorizado por Carl Schmitt, que no es más que la transposición a escala internacional de su concepción de la constitución como expresión de la “unidad política de un pueblo”, fundada, pues, en el principio de homogeneidad o de identidad teorizado por él. Es la idea de un nexo axiológico entre constitución, estado nacional y pueblo que haría imposibles o al menos carentes de legitimación, en ausencia de un demos, una constitución y una democracia constitucional europea o, más aún, global; una idea reaparecida en el debate acerca de una posible constitución para Europa (Luciani, 2000, pp. 367 ss; Luciani, 2001, pp. 7187; Offe, 2002, pp. 65-119) y vista, no por casualidad, con buenos ojos por los poderes económicos y financieros globales, obviamente, hostiles a la construcción de una esfera pública supranacional.
Lo mismo hay que decir de otra versión, más reciente que la schmittiana, de la concepción identitaria de la constitución y del consiguiente escepticismo en orden al posible desarrollo de una democracia constitucional de nivel global. Me refiero a la crítica de Hedley Bull a semejante perspectiva en cuanto viciada de la que él ha llamado la falacia de la “domestic analogy” (Bull, p. 60)7. Según esta crítica sería falaz, irrealista y por eso destinado al fracaso, cualquier diseño del orden internacional que reproduzca los principios y las estructuras de las actuales democracias constitucionales estatales. Según esta tesis, faltarían algunos presupuestos esenciales de la democracia presentes solo en los ordenamientos estatales —como la existencia de un pueblo mundial y de una sociedad civil planetaria y el desarrollo de una opinión pública global y de partidos supranacionales— en ausencia de los cuales sería imposible un constitucionalismo cosmopolita y un garantismo constitucional de carácter global.
Por el contrario, un corolario de la concepción pluralista del pueblo y pacticia