Episodios Nacionales: Mendizábal. Benito Pérez Galdós

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Episodios Nacionales: Mendizábal - Benito Pérez Galdós страница 11

Episodios Nacionales: Mendizábal - Benito Pérez Galdós

Скачать книгу

que es la única salvación del país.

      – Señores, son muchas salvaciones para un solo país… Salvadora la Reina Cristina, salvador D. Carlos, salvador Mendizábal, y ahora también D. Francisco nos quiere salvar… Vamos, con tantas salvaciones, España va al abismo.

      – Señores, no desvariemos – indicó Hillo. – El señor infante D. Francisco, que es persona discreta, no ha puesto sus ojos en el Trono… Se contentará por hoy con sentarse en el Estamento de Próceres.

      – Pretensión contraria a las leyes, tras de la cual hemos de ver y vemos una ambición política muy sospechosa, señores, muy sospechosa.

      – No exageremos… Cuando más, cuando más, Dracón aspira a la Regencia…

      – ¡Otra te pego!…

      – Señores conferenciantes – dijo Hillo con festiva severidad, – que no permito, que no puedo consentir afirmaciones tan contrarias al decoro de la Real Familia… Si siguen sus señorías por ese camino, mandaré que les lleven al corral.

      – ¿Somos gallinas?

      – Toros de sentido… de excesivo sentido, maliciosos, imposibles para la brega, por lo cual creo que no puede acabar bien la elocuente corrida que estamos celebrando.

      – ¡Ja, ja, ja!… Muy bien. En fin, concretemos: seamos explícitos y lacónicos, porque este joven (por Calpena) dirá, y con razón, que le estamos embromando. ¿Verdad, señor Calpena, que no entiende usted qué relación puede existir entre su persona y estas cosas desordenadas que acaba de oír?

      – En efecto: no se me alcanza qué concomitancia pueda tener mi humilde persona con esos agentes reservados, con esas intrigas, con el Sr. Dracón y demás…

      – Hemos sabido – dijo Nicomedes con campanuda solemnidad, – que de Francia se remitió un paquete de interesantes papeles a Madrid… No vaya usted a creer que intentamos sustraer ese tesoro, y apropiárnoslo por medios contrarios a la hidalguía. En poder de usted se halla todavía el encargo. La persona que debía recogerlo ha sido presa, y probablemente no saldrá pronto de la cárcel. Es muy posible que alguien intente apoderarse del paquete, diciendo a usted que viene de parte de su legítimo dueño. Yo le suplico, señor D. Fernando, que no lo suelte, aunque los que vengan a pedirlo le presenten esquela del mismo Sr. D. Eugenio Aviraneta, a quien viene dirigido, porque tanto el recado como la esquela serán falsos de toda falsedad.

      – Pues correspondo a su franqueza – dijo D. Fernando, a quien todos oían con vivísima atención, – que no traigo yo encargo ni cosa alguna para ese señor que acaba de nombrar; y si algo hay en mi baúl, que me confiaron en la frontera personas de toda mi confianza, y que no conspiran ni han conspirado nunca, lo entregaré a quien venga a reclamarlo, siempre que acredite, por usual conocimiento, ser la persona a quien viene rotulado.

      – Pues aún me resta decir algo para que vean todos mi sinceridad y nobleza. Antes dije a usted que el paquete venía dirigido a Mendizábal; pero esto lo hice sin más objeto que desconcertarle a usted, con la idea de que su turbación le arrastrase a revelarme algo que yo quería saber: lo que usted trae no viene dirigido a Mendizábal, ni tiene nada que ver directamente con nuestro célebre gaditano. Pero personas muy altas, muy altas, fijese bien en lo que afirmo, pudieran tener noticia de que el señor Calpena es portador de papeles graves, y en este caso no dejarían de intentar por todos los medios apoderarse de ellos.

      – En vez de aumentar la confusión de este excelente joven – indicó Caballero, – procuremos disiparla, amigo Nicomedes, y al propio tiempo, convenzámosle de que no pretendemos apoderamos de secretos que no se nos quieren confiar.

      – Justamente – dijo López, – y empecemos por declarar que ignoramos, o por lo menos, que no sabemos con exactitud qué documentos se han confiado a su discreción. Puede ser algo que exclusivamente interese a la Familia Real; puede ser del común interés de los partidos militantes. Me inclino a creer esto. El propio Aviraneta no sabe lo que es, o no quiere decírnoslo.

      – No lo sabe – afirmó Iglesias. – Así me lo aseguró ayer, y debemos creerlo.

      – Hame dado en la nariz – dijo Caballero, – que lo que han remitido a D. Eugenio es todo el fárrago de papeles concernientes a la Confederación isabelina, de infausta memoria. Él mismo se lo llevó a Francia no sé con qué objeto, y de allá se lo remiten para que lo utilice aquí en contra nuestra, y en pro de los Torenos y Martínez… Yo, señores míos, me fío poco de Aviraneta, y no quisiera que mis amigos tuvieran interés por nada que al infatigable conspirador se refiera… Fíjese usted, Sr. Calpena, en lo que voy a decirle, para que no se embrollen sus ideas con la extraordinaria confusión que ha de resultarle de lo que decimos. Los estatuistas nos acusan de haber preparado, dispuesto, organizado, en una palabra, el degüello de los frailes, el asesinato de Canterac y otros abominables hechos de que usted tendrá conocimiento. Se nos quiere denigrar, inutilizar para la gobernación del Reino. Si hay responsabilidad, no pueden ellos eludirla, pues en los terribles días de Julio del año pasado era Presidente del Consejo el Sr. Martínez de la Rosa; Ministro de la Gobernación el Sr. Moscoso, y Corregidor de Madrid el señor Marqués de Falces. ¿Sabéis lo que, en mi presunción, contiene la estafeta que ha traído el Sr. Calpena? Pues el plan de Constitución que hicimos Olavarría y yo; la exposición dirigida a S. M. por Flórez Estrada, condenando el Estatuto; el proyecto de asonada general; el plan de Ministerio, presidido por Pérez de Castro; los compromisos contraídos por Palafox y Calvo de Rozas, con el nombre de trabajos militares, y, por último, el informe de la Comisión que nombramos para proponer al Gobierno el mejor sistema de extinción de frailes. Todo eso y algo más había. Aviraneta, como iniciador de la Isabelina, arrambló con el archivo cuando la persecución de la policía le obligó a emigrar a Francia. ¿Trataría de hacer algún negocio con Luis Felipe? ¿Habrá entrado en contubernios con D. Carlos? Yo no lo sé… Ya os he dicho que no me fío de ese hombre, y que de su refinada astucia y doblez lo temo todo. Vosotros creéis en Aviraneta; yo no. Para mí es un monstruoso talento, el más sutil y agudo para la intriga. El año pasado conspiraba o aparentaba conspirar con nosotros. Este año trabaja secretamente por los enemigos del progreso. Vosotros creéis en sus alardes de patriotismo revolucionario; yo no. Vosotros confiáis en su lealtad; yo desconfío hasta de su sombra. Si le ayudáis, ayudáis al desprestigio de Palafox, de D. Jerónimo Valdés, de San Miguel, de los patriotas Quiroga y Palarea, de Salustiano, del propio Mendizábal, pues ya sabéis que D. Juan Álvarez comunicó desde Londres su propósito de constituir allí un Círculo isabelino, y de facilitar fondos para la causa, y en esfera más modesta ayudáis también a vuestro propio vilipendio y al mío…

      – Fermín, Fermín – dijo Iglesias, apretando los puños, encendido el rostro-: tú siempre pesimista, tú siempre malévolo y suspicaz, desconfiando de los hombres más adictos a la idea, de los que han sabido padecer por ella persecuciones horribles.

      – Y tú, Nicomedes, siempre iluso y confiado, pobre enfermo de la calentura patriótica, ni aprendes nada de la experiencia, ni atiendes a las lecciones del tiempo. Tanto a ti, pobre Iglesias, como a ti, Joaquín, almas crédulas, espíritus generosos, os digo que desconfiéis de Aviraneta, que no le ayudéis en sus maquinaciones, que le dejéis solo en la febril inquietud de su conspirar instintivo, genial, por amor al arte, por ley de su naturaleza.

      Y cambiando bruscamente al tono familiar, antes que sus atontados amigos pudieran replicarle, se levantó y formuló la despedida en estos términos: «Ya he sermoneado bastante, y ahora me voy, que tengo que trabajar. Holgazanes, quedaos con Dios».

      – Fermín, aguarda, siéntate… que aún tenemos mucho que hablar.

      – ¡Hablar! La maldita palabra. Es la sarna del país. España llegará al fin del siglo sin haber

Скачать книгу