En Equilibrio. Eva Forte
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Paolo empezó a probar de su pizza, cogiéndole trozos pequeños y riéndose de la travesura. A su vez, Sara le alejaba el tesoro, tomándole el pelo como si fuera un niño, y luego se lo volvía a acercar y le dejaba probar otro trozo. Cuando acabaron de comer, con una despreocupación auxiliada por el aire fresco que llenaba los pulmones, reemprendieron la recolecta de datos sobre el uso de la leche, que en gran parte proveían los barriles por razón del sabor intenso de la leche y el precio más bajo.
Ya antes de la comida las mesas de las tiendas estaban atestadas y la gente pedía carne y queso y comía sin mirar el reloj. Diferentes generaciones con los pies bajo la misma mesa, vestidos de forma tradicional, deteniendo el tiempo entre las faldas hinchadas y los senos a la vista con las camisetas entrelazadas a la espalda, los hombres con pantalones de terciopelo a la altura de la rodilla y medias blancas chillonas. Chalecos con flores de las nieves, sombreros de todas las formas, camisas a cuadros y tirantes sobre los que descansar las manos. El perfume de la leña que arde al mezclarse con carne a la brasa y se adhiere a la piel, mientras los niños corren, felices. Sara había enmudecido, sintiéndose cada vez más lejos de su vida en la grande metrópolis, de la que en ese momento hubiera querido escapar, perdida entre el humo negro que salía de las chimeneas de las casas.
Llenaron todo el papeleo que habían traído y Paolo decidió celebrarlo con una buena cerveza con hielo dentro de la pesada jarra de cristal. Se sentaron apartados de los demás, sobre un pequeño saliente de
piedra, junto a un árbol centenario. Tras pasar la mañana juntos sin interactuar demasiado le pareció que volvía entonces a su propio cuerpo, después de observarlo todo desde fuera. Una extraña melancolía la había estado envolviendo, recordando los momentos pasados en la montaña cuando sus hijos eran pequeños. En ese momento le pareció que todo había ido demasiado rápido y que se había perdido demasiados momentos de sus niños, y ahora la soledad de una madre lejos de casa era la única y cruda realidad. Cuando Paolo le trajo la jarra de cerveza consiguió hasta cierto punto acallar sus recuerdos y la trajo de vuelta con los pies al suelo, sentada a su lado y apoyada en él. Lo sintió muy cercano, en una intimidad que la tranquilizó tanto que borró de su mente todos los pensamientos negativos y melancólicos. Por primera vez pudo apreciar su propio perfume, con un regusto de incienso que superaba el olor acre de las brasas.
Se encontraba sentada sintiendo el frío de la piedra casi en la piel, el gusto de la cerveza en la boca, la nubes premurosas del cielo despejado y sin ningún teléfono que controlar, ningún teléfono que sonara… Y entonces se dio cuenta de que se lo había dejado en el coche, y se sintió libre de verdad.
30
CAPÍTULO 4
LA CASA
En el trayecto de vuelta, Sara se sintió como si la hubieran tirado dentro de una lavadora, sumergido en la ropa, revuelto, y con el mundo dándole vueltas sin parar. Por una parte se moría de ganas de volver a casa, hecha de costumbres y seguridad, pero por otra sólo quería dar marcha atrás, entre las montañas que le habían regalado tres días inolvidables aunque no hubiera pasado nada en concreto. Se sentía desdoblada, y cada parte era feliz en su realidad.
Luca había organizado una cena con los hijos, la cuñada y su marido para darle la bienvenida. Que sólo tuviera que preocuparse de llegar a casa, dejar las maletas y prepararse para la cena. Un detalle muy dulce, el de su marido, que la había hecho sentir estrechada en un abrazo cálido antes incluso de volver físicamente a Roma.
Pero tal y como el panorama cambiaba contínuamente fuera de la ventanilla del tren, de la misma forma su mente divagaba entre la vida real y familiar y la que acababa de saborear en aquellos pocos días. El día antes estaba apoyada contra Paolo, en aquel saliente frío e irregular, dando sorbos a la cerveza fría y alternando la conversación con largos silencios embelesados por la naturaleza que les rodeaba. Antes de irse, cogiéndola de las manos, antes de devolver las jarras vacías, le sugirió que se quedara también el fin de semana para familiarizarse con el pueblo y pasar juntos unos momentos alejados de pensamientos relacionados con el trabajo. Un nuevo contacto, que duró un instante pero hizo que se sobresaltara y se olvidara de todo lo relacionado con su otra vida, que la esperaba a quilómetros de distancia. El tiempo se detuvo durante un momento larguísimo, como sucede en las mejores películas, en el que tuvo que ponerse de acuerdo consigo misma, tomar una decisión y dar una respuesta.
Al día siguiente estaba de vuelta tras farfullar una excusa muy alejada de la realidad de los hechos, que la
obligaba a volver a la ciudad, al menos aquél fin de semana. A pesar de la emoción que le despertaba el interés de ese hombre aún desconocido tenía muchas ganas de volver a ver a su marido. Aletargada en el vagón, sentía que la dualidad de aquellos días no le pesaba en lo más mínimo, e incluso se sentía alegre y emocionada, como si hubiera recreado una película y ahora sólo tuviera que salir del set y ponerse su ropa.
Luca la esperaba en la estación, puntual, sentado en uno de los bancos de mármol situados bajo la pantalla de llegadas. La había avisado con un sms y no le costó mucho encontrarlo entre la multitud cuando llegó a la estación. Apenas la vio, Luca se levantó de un salto y fue a cogerle la maleta, más ligera que en la partida, y la abrazó antes de pronunciar palabra. Sara quedó muda, arropada por esa recepción, que no se esperaba. Evidentemente la distancia se había notado durante esos días de separación. Le entraron unas ganas irrefrenables de contarle a su marido cada momento de su estancia pero este fue más rápido y empezó a hablar sin parar sobre sus problemas laborales, de lo que había tenido que hacer y de las disputas con los hijos, que no le escuchaban demasiado. Siguió hablando cuando se metieron en el coche y ella empezó a hacer volar la fantasía, dejando de prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. El entusiasmo del abrazo cálido se había desvanecido en cuestión de segundos, recayendo en el sopor de la rutina que había abandonado tres días antes. Volvió a sentir el cansancio acumulado durante los días anteriores y cuando se enteró de la cena que le habían organizado se sintió irritada. En aquél instante sólo tenía ganas de abrazar a sus hijos y quedarse en casa mirando una película los cuatro juntos. Tuvo la sensación de vivir en una burbuja donde el exterior se encontraba distorsionado, falso y lejano. Al llegar a casa, con la excusa del largo trayecto en tren se encerró en el baño, dejando al otro lado de la puerta la verbosidad contínua de Luca, que seguía hablado. Cuando por fin llegó el silencio, éste se vio roto por el sonido del móvil que llevaba encima, y lo desbloqueó sin demasiado entusiasmo. Cuando vio que el mensaje era de Paolo los ojos se le iluminaron y lo abrió con voracidad: «¿Ya has llegado?¿ Cómo ha
ido el viaje? Yo aquí aburridísimo, ¿qué haces esta noche?». Sara se apresuró a escribir la respuesta con manos temblorosas y el corazón acelerado. Se inventó unos planes sobre la marcha, ya que no le había confesado su verdadera vida en Roma. «Esta noche salgo con las amigas, tengo el tiempo justo de cambiarme y salir, ¿te apuntas?». La respuesta no llegó al momento y eso la apenó. Salió del baño sin apartar los ojos de la pantalla inalterada del teléfono. Cruzó el umbral de la habitación. A lo lejos se oía la televisión y a su marido concentrado en una llamada con los amigos de futsal. El teléfono volvió a sonar. «Puede, me encantaría venir… ¿Cómo vas vestida? Siento curiosidad» . Volvió a leer el mensaje intentando comprender el trasfonsdo, y, siguiéndole el juego, volvió a responder con premura. «Vestido negro y tacones altos…¿qué opinas?». Se sentó en la cama, echando un vistazo de vez en cuando a la puerta para asegurarse de que nadie perturbara aquél intercambio de mensajes. En ese instante oyó abrirse la puerta de casa. Había llegado su hijo pequeño, que nada más ver la maleta en la entrada se puso a llamarla, buscándola. Sara dejó el teléfono en la cama y fue a su encuentro. Tommaso tenía catorce años y todo el entusiasmo de un chico de su edad. Ahora era más alto que ella pero seguía teniendo la actitud de un niño para su madre. Se encontraron en el pasillo y Tommaso le saltó encima, casi tirándola