En Equilibrio. Eva Forte

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En Equilibrio - Eva  Forte

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No se había tomado bien su decisión de trabajar fuera y todavía tenía que asimilarlo antes de controlar sus pensamientos y reacciones. Le dio un beso en la mejilla y se metió en su habitación, cerrando la puerta a sus espaldas. Tommaso también se alejó con una sonrisa en la cara y la pesada mochila aún colgada en la espalda. Al verse fuera de la habitación, sola, se acordó del intercambio de mensajes con Paolo y volvió a entrar corriendo, tirándose a la cama para revisar si le había llegado uno nuevo: «Quiero verlo,

      mándame una foto. ¿Sigues ahí?». Sara se miró en el espejo. Aún llevaba puestos los tejanos viejos y un jersey blanco de cuello alto. Se levantó, corrió hacia el armario y se puso a examinar los vestidos que había en él. Vestido negro, vestido negro… era imperioso encontrar un vestido que le sentara bien, como un guante, y quería mandarle la foto cuanto antes. Sacó del cajón un par de medias opacas, se puso su vestido favorito, ajustado y escotado por la espalda y los tacones más altos que tenía. Se tiró el cabello hacia atrás, dejando que un solo mechón le cayera por el cuello y se situó ante el espejo de la habitación con el teléfono en la mano para sacarse una foto y mandársela. Al verse en el espejo se sintió inapropiada. Le dio miedo mandarle el mensaje equivocado a un hombre que apenas conocía. Se miró a los ojos y los vio con más vida que nunca. Eso la hizo sentir tan llena de entusiasmo que no se lo pensó más. Se puso a sacarse fotos, las revisó una por una y le mandó un mensaje a Paolo.

      En la penumbra de la habitación se sintió más guapa, joven y fascinante que nunca. Sara vio cómo Luca se acercaba a sus espaldas, a través del reflejo del espejo. Se giró hacia él, esperando un comentario, un cumplido, pero en cambio sólo recibió una media sonrisa distraída y rápida que le dejó un gusto amargo en la boca. Viendo la falta de reacción del marido se arrepintió de haber enviado el sms, pensando que quizás no estaba tan guapa así vestida, pero la respuesta no tardó en llegar, y Sara recobró la seguridad al instante: «Menudo espectáculo, es casi un pecado que te pongas ese vestido». De repente se sintió desnuda y notó una ligera incomodidad que la ruborizó. En ese momento sonó el telefonillo de casa y tuvo que renunciar a pensar en una respuesta para abrir la puerta. Era su hermana, abrigada a más no poder y tiritando de frío por haber tenido que esperar a su marido en la parada del autobús más de media hora. Estaba tan enfadada que apenas la saludó. Detrás de ella, el culpable que se había retrasado la seguía como un perro apaleado sin pronunciar palabra.

      Ya estaban todos listos. Así pues, antes de que a los últimos en llegar les diera tiempo de quitarse el abrigo, salieron de casa para ir a comer una pizza en un restaurante cercano. Los hombres y los niños, a paso

      ligero, se distanciaron de las dos hermanas, que se quedaron atrás, indiferentes a la conversación sobre los últimos y próximos partidos de fútbol. — ¿Tú lo ves?, media hora esperando en la calle con este frío. Con que me mandara un mensaje… ¿Qué haces así vestida? Estás guapísima… ¡Pero si sólo vamos a por una pizza! Sara cogió a su hermana del brazo, sin responderle, esbozando una sonrisa y mirando hacia el grupo de hombres que tenía delante. Las calles de la ciudad estaban casi desiertas, y se podía distinguir cada paso caminado sobre el asfalto congelado.

      Las farolas iluminaban la acera a trazos y los edificios jugaban con las luces de las casas, escondidas tras las persianas y alguna que otra maceta de flores apoyada en las ventanas. A lo lejos, los ladridos de un perro fueron el único indicio de señales de vida en el barrio. Mientras tanto un anciano caminaba al otro lado de la calle sosegadamente, sin nadie que le esperara en casa. En ese momento Sara se sintió como aquél señor, sola y paulatina hacia una meta que carecía de significado para ella excepto el de pasar la velada y pensar qué responder al último mensaje. Su hermana seguía hablando sin parar, pero su voz empezó a desvanecerse en su mente. Centró casi toda su atención en el sonido de los tacones que resonaban por la calle, rebotando contra las paredes romanas y los escasos adoquines que habían sobrevivido al nuevo asfalto. Mantuvo los ojos fijos en los zapatos, oscilando de un lado a otro como un metrónomo fijo e inexorable. Delante de ellas, los hombres y los hijos se habían alejado lo suficiente como para que no le fuera posible distinguir sus palabras.

      Cuando el teléfono sonó anunciando un mensaje entrante toda su cara enrojeció, como si aquello hubiera contado en un segundo todo cuanto le había pasado por la cabeza durante el trayecto. Levantó la cabeza, aunque seguía con la mirada fija en el suelo, y siguió caminando como si nada. — ¿Y bien? ¿No contestas? — inquirió la hermana, algo molesta por el ruido que había interrumpido su monólogo interior exteriorizado. — No, ya lo leeré luego, todas las personas importantes están aquí… no será nada urgente.

      Por primera vez en años mintió a su hermana, con tal desenvoltura que la conversación continuó sin ningún problema donde la habían dejado. Pero en su interior sentía una gran curiosidad por leer el mensaje, segura de que era de Paolo. Aceleró el paso, arrastrando a su hermana, inconsciente de las ansias que mostraba por llegar al restaurante. Avanzaron al resto del grupo, llegaron a la pizzeria y pidieron la mesa que habían reservado. Una camarera les indicó el camino. Se quitó el chaquetón, lo apoyó sobre la primera silla que vio, se excusó y corrió hacia el baño. Una vez sola, cogió el teléfono para leer el último mensaje, aquél que la había dejado en tensión los últimos diez minutos. Con manos temblorosas y tras tres intentos de desbloquear el teléfono, consiguió marcar el código correcto. Cuando abrió la cola de mensajes, sin embargo, vio que el sms era de la compañía telefónica que le notificaba la última recarga efectuada. Durante unos instantes permaneció quieta, incrédula y decepcionada, con el corazón aún acelerado como le sucede al menos una vez en la vida a todo adolescente con su primer amor. Para asegurarse, abrió y volvió a cerrar el contacto de Paolo para ver si le había llegado algún mensaje mientras tanto, pero nada, todo había quedado en aquél cumplido. Decidió entonces contestar algo: escribió un mensaje tres veces, borrándolo y reescribiéndolo una y otra vez hasta que escuchó a alguien que se acercaba y que golpeó la puerta enérgicamente:

      1 — ¿Cielo, va todo bien ahí dentro? Estabas muy pálida…

      La preocupación de su marido la hizo volver a Roma, tanto física como mentalmente, y salió con rapidez del baño sin responder.

      Se aferró con fuerza a uno de los brazos de Luca, aún fornidos, y volvieron juntos a la mesa, donde ya se habían acomodado todos y estudiaban el menú, esperando su turno para pedir. Sara se dirigó a su sitio y tomó asiento junto a las únicas otras dos mujeres de la velada, que siguieron la conversación, sin inmutarse por su llegada. Sara se sintió un poco excluída. Se quedó admirando a su hija, que cada día estaba más guapa. Se parecía mucho a ella, con manos largas, delgadas y armoniosas y ojos tan grandes que podía leerse en ellos cada pensamiento que los cruzaba. Llevaba puesto un jersey que le cubría las curvas,

      dejando entrever solo el físico esbelto de quién ha practicado deporte toda la vida, aunque estuviera apenas empezándolo. Mientras hablaba con la tía jugaba con un mechón entre sus dedos, y de vez en cuando le echaba una mirada elocuente, esperando que se sumara a la conversación. No pudo evitar pensar en cómo había sido ella a la edad de su hija. Se imaginó a sí misma sentada a la mesa del restaurante donde siempre iba con sus amigas, mientras jugaba con el pelo en una fase de la vida tan despreocupada. Por un momento deseó volver al pasado y reescribir algunas páginas. No se arrepentía de nada, pero los días tediosos de los últimos años empezaban a pesarle como nunca. Estaba perdida entre sus recuerdos cuando su hermana la despertó del sopor y le preguntó cómo había pasado esos días, lejos de casa por primera vez. Se sintió invadida en territorio desconocido, y le habló sin entrar en detalles sobre el nuevo puesto de trabajo y de los sitios que había podido admirar a su paso antes de volver a la ciudad. No hizo alusión alguna sobre Paolo, como si solo existiera en su imaginación.

      Fue una velada tranquila, arropada finalmente por una vida de seguridad después de años apilando cada ladrillo de lo que era ahora, a sus cuarenta años. Una vida que no hubiera cambiado por ninguna otra, sumergida en sus costumbres,

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