El Fantasma De Margaret Houg. Elton Varfi

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El Fantasma De Margaret Houg - Elton Varfi

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no hablo más —volvió a decir Roni, y se quedó en silencio.

      En el mismo instante sonó el teléfono y James Houg descolgó.

      —¿Entonces? —preguntó una voz desde el otro lado.

      —Creo que podremos hacerlo. Te daré una respuesta muy pronto —dijo Houg.

      —Muy bien, señor Houg, veo que empieza a comprender —replicó su interlocutor, que colgó bruscamente.

      Houg permaneció con el teléfono en la mano por unos minutos, después colgó y salió del estudio.

      

      

      

      

      III

      

      

      Luisa no podía comprender qué la había empujado a llamar a Ernest e invitarlo a cenara su casa. Ya era demasiado tarde para cambiar las cosas; él iba a llegar en unos minutos. Estaba segura de que durante la cena la conversación iba a tomar una dirección que no le iba a gustar en absoluto. Ernest iba a hacer preguntas legítimas, para cuya respuesta ella no estaba preparada, y eso iba a volver a hacerle daño otra vez. Se sentía estúpida, pero lo que peor le hacía sentirse era que ya no podía hacer nada; solo esperar los efectos colaterales de su brillante idea. Estaba pensando estas cosas cuando sonó el timbre.

      Luisa fue a abrir y se sintió terriblemente culpable cuando vio a Ernest con un gran ramo de rosas en una mano y una botella de vino en la otra.

      —Las rosas son todas para ti, pero el vino es para mí —dijo Ernest, que se sentía el hombre más feliz sobre la faz de la tierra.

      —Son preciosas, pero no tenías que haberte molestado.

      —¡Pero qué molestia! Has asumido el difícil desafío de alimentarme esta noche, y esto es lo mínimo que podía hacer para corresponder —respondió Ernest sonriendo.

      Luisa permaneció inmóvil delante de la puerta, cogió las rosas pero no supo qué decir. Ernest, que no había perdido el uso de la palabra, preguntó:

      —¿No sería mejor entrar, ahora?

      —Por supuesto, perdona. Pasa, por favor —dijo Luisa, liberando la entrada.

      —Me gusta tu casa, realmente, muy bonita —dijo Ernest en cuanto entró, pero no recibió respuesta—. Supongo que estás a gusto en este apartamento —continuó entonces.

      —Sí, a decir verdad me siento muy bien —respondió Luisa, colocando las flores en un jarrón—. Está muy bien, la verdad. Estoy pensando casi en mudarme aquí. ¿Qué te parece? ¿Te gusta la idea?

      —No me parece una buena idea que... —Ernest interrumpió la frase—. Dime la verdad: no estás nada contenta de haberme invitado, ¿o me equivoco?

      —No, no. Es que me resulta extraño estar cenando contigo otra vez después de todo este tiempo —dijo Luisa, intentando sonreír.

      —Han pasado solo diez meses, tampoco es tanto tiempo —murmuró él—. Pero aprecio mucho tu invitación y no veo nada raro en que cenemos juntos. Para mí es lo más normal del mundo y no...

      —¿Desde cuándo te has vuelto tan parlanchín? —lo interrumpió Luisa, sonriendo sinceramente.

      —¡Qué ven mis ojos! Luisa está sonriendo, no me lo puedo creer —dijo Ernest, bromeando.

      Quizá no se podía hablar de sonrisa propiamente dicho, pero, ciertamente, estaba más relajada. Ernest se acercó y la abrazó para mostrar su aprobación.

      —Entonces, ¿todo bien? —siguió él—. Ves, no hace falta tanto para sentirse mejor.

      —Felicidades, te has vuelto un parlanchín con un agudo sentido del humor. No me lo habría esperado de ti.

      —Lo sé. Desgraciadamente tienes una idea equivocada de mí, qué le voy a hacer.

      »¿Qué es este olor delicioso que viene de la cocina?

      —Lo verás dentro de poco —respondió Luisa.

      —Eres una cocinera muy buena. Me has cocinado cosas riquísimas; todavía hoy echo de menos tus empanadillas de carne...

      —¿Cómo va el trabajo? —interrumpió Luisa, para cambiar de tema—. Ahora eres investigador privado, ¿verdad?

      —Sí, aunque, a decir verdad, no he tenido mucho trabajo. Aunque hace muy poco recibí una propuesta seria.

      —¿De qué se trata? Si no es indiscreción... —preguntó Luisa.

      —Tengo que atrapar a... una mujer.

      —¿Algún marido celoso te ha puesto a vigilar a su mujer? —supuso Luisa, sonriendo—. No consigo imaginarte como un mirón.

      —No, te equivocas, no se trata de eso. Sería más fácil. Es mucho más complicado de lo que parece. Desgraciadamente no puedo decir nada más.

      —Entiendo, secreto profesional. Ya no te hago más preguntas. Ahora es mejor que cenemos, creo que la cena está ya lista —dijo Luisa, y fue a la cocina.

      Ernest se acercó a la mesa y justo cuando iba a sentarse sonó el teléfono. Luisa salió de la habitación y respondió:

      —¿Dígame? Sí, está aquí. Te lo paso.

      »Es para ti —dijo a Ernest, que se levantó sorprendido y con curiosidad por saber quién lo estaba buscando.

      El estupor creció cuando oyó la voz de Roni desde el otro lado del teléfono.

      —¿Qué quieres, Roni? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?

      —Sé que no es el mejor momento para molestarte, pero ha vuelto a suceder.

      —¿El qué?

      —El fantasma ha aparecido de nuevo y el señor Houg nos está esperando.

      —Me importan un bledo el fantasma, el señor Houg e incluso tú, Roni. Todavía no he comido y no tengo ninguna intención de moverme de aquí. ¿Está claro? —respondió Ernest, que estaba realmente enfadado. Pero Roni no tenía ninguna intención de abandonar.

      —Sé que me vas a odiar a muerte, pero estaré en casa de Luisa en diez minutos para recogerte e ir a casa del señor Houg.

      Ernest no daba crédito a lo que oía. Finalmente había conseguido estar a solas con Luisa y Roni estaba dispuesto a arruinar todo por ese maldito fantasma, que había encontrado la tarde más apropiada para hacer su aparición.

      Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Luisa.

      —¿Hay algún problema? —preguntó.

      —Desgraciadamente,

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